El ensayo de Mario Góngora contiene una visión global de nuestra historia republicana. Por tanto, aparece en él una multitud de aspectos, todos originales, fascinantes y de la más alta importancia para comprender el pasado y en consecuencia el presente de Chile.

Hace veinte años, a los setenta de edad, murió Mario Góngora en un accidente callejero, tal cual –van a cumplirse ya cuatro décadas– un accidente de camino segó la vida de Jaime Eyzaguirre. Parece inconcebible (en ambos casos) que una torpeza banal, propia o ajena, aniquilara de manera instantánea, irreversible y absoluta, conocimientos tan profundos del pasado y sabidurías tan luminosas para juzgarlo. Nuestra alma se rebelaría si no tuviésemos fe –como la tuvieron Eyzaguire y Góngora– en el misterioso plan de Dios... fe en que, según decía León Bloy, «todo lo que sucede es adorable».

Góngora exploró muchos campos históricos –de las ideas, de las instituciones, de la cultura, de la sociedad– y en todos ellos destacó por la amplitud, hondura y detalle de la investigación, la originalidad del pensamiento, y el escribir sobrio y preciso, científico. De cuyo conjunto fluían tesis difíciles de refutar. Así, no es posible hablar del Estado Indiano, de la ilustración hispanoamericana y sus ideas, o de los «inquilinos» –la antigua forma laboral del campo chileno– sin recurrir a los respectivos trabajos de Mario Góngora.

Éstos resaltaban aún más por un contexto invisible: lecturas vastas, metódicas y universales que alimentaron el espíritu de Góngora desde la primera juventud –como a ningún otro chileno, es probable, del siglo XX– y que le permitían vincular los hechos que estudiaba a otros países, culturas, hombres, ideas, circunstancias, etc., ahondando maravillosamente su conocimiento.

Era de envidiar, asimismo, la frescura imaginativa e inagotable curiosidad de Mario Góngora, siempre a la busca de ángulos, aspectos novedosos del pasado, que lo iluminaran más al mirarlo en una perspectiva diferente. Recordemos, por ejemplo, su estudio de la cremación como rito funerario en Chile.

Sin duda la obra de mayor influencia salida de la pluma de Mario Góngora, es su Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX, aparecido el año 1981 y que el 2003 llevaba ocho ediciones.

Seguramente, de no haber muerto el autor tan poco tiempo después, el Ensayo hubiera sido el punto de partida para nuevos y brillantes desarrollos del tema. Lo provocó el auge de las ideas económicas que se suele llamar «neoliberales», y de la desconfianza que manifestaban por el Estado, tendiendo a minimizar su acción. Desde 1975 un «modelo» de esta índole (conocido como «modelo Chicago», por provenir de economistas y administradores de empresas posgraduados en la Universidad de ese nombre, según convenio con nuestra Universidad Católica) se aplicaba en Chile bajo el régimen militar, y parecía tener éxito. Algunos de sus defensores intentaban extrapolarlo a materias no estrictamente o no únicamente económicas, v. gr., educación, salud y aun defensa nacional y política.

Al año siguiente de aparecer el Ensayo de Góngora, sobrevino la gran crisis de 1982 –la segunda más aguda del siglo–, desprestigiando por un tiempo el «modelo» y, en consecuencia, deteniendo o retardando al menos parte de su extrapolación a lo no- económico.

Pero ésta se hallaba en el cenit cuando Góngora publicó el Ensayo.

Contiene una visión global de nuestra historia republicana. Por tanto, aparece en él una multitud de aspectos, todos originales, fascinantes y de la más alta importancia para comprender el pasado y en consecuencia el presente de Chile. V. gr. –citando algunos–, la relación Estado/nacionalidad; las características del Estado portaliano; el «caudillismo» que asigna el autor a Arturo Alessandri e Ibáñez y su época; la «planificación global», como distintiva de la Democracia Cristiana, la Unidad Popular y el régimen militar, etc.

Es imposible referirse a la integridad de estos temas en el limitado espacio de un artículo. Hablaremos, pues, solamente de los dos primeros, no de modo expositivo –para eso, mejor leer el Ensayo–, sino indicando las dudas y discrepancias que sugieren, y que también los ilustran y realzan. Así lo hubiera preferido Mario Góngora, en su perpetua interrogación interior sobre sí mismo y sobre todas las verdades.

a) Nacionalidad y Estado

Su tesis es que, en Chile, la nacionalidad se debe a la acción del Estado, relacionada con las guerras en que nos vimos envueltos durante el Siglo XIX. «Defensivas u ofensivas», dice Mario Góngora, ellas han constituido «el motor principal» del «salto cualitativo del regionalismo a la conciencia nacional».

b) Estado portaliano y ‘nueva obediencia’. Legalidad, legitimidad, democracia.

Ahora bien, el Estado del XIX, señala Góngora siguiendo a Alberto Edwards, es el «portaliano», que reemplaza la vieja sumisión de los súbditos al Rey de España, por una «nueva obediencia», prestada a «quien ejerciera la autoridad, legítima en cuanto legal». Por consiguiente, el derecho a ser obedecido no se desprende ya de la sucesión hereditaria (Monarquía), sino de la legitimidad que proviene de la legalidad (República).

Pero, según Góngora, esta legitimidad-legalidad, en la creación de Portales, no deriva de la democracia, porque no hay «virtud republicana». De suerte que aquélla «debe ser postergada, gobernando, entretanto, autoritariamente pero con celo del bien público, hombres capaces de entenderlo y realizarlo».

c) Portales y los textos legales

A Portales, continúa Mario Góngora, «los textos legales, la misma Constitución de 1833 le importaban poco: obligatorios para los simples ciudadanos, los funcionarios y los tribunales de justicia... tenían que dejar cabida para la discrecionalidad del jefe del Poder Ejecutivo, cuando así lo exigiera el bien público».

d) ¿Un régimen «impersonal y abstracto»?

Tampoco cree Góngora, apartándose de Edwards, que –para su fundador– el régimen portaliano fuese «impersonal y abstracto». Pues Portales hacía su famosa distinción entre «buenos» y «malos», y además tenía que apoyarse en la aristocracia terrateniente.

e) Creación marcada por el escepticismo

Debido a lo anterior, y desarrollando ideas que (como el mismo Góngora señala) había anticipado Eyzaguirre, nuestro autor afirma: «La creación de Portales nace, pues, bajo un signo ambiguo: política y socialmente fuerte, pero interiormente marcada por el escepticismo». «Carente de ideas trascendentes, se basa en un ‘deber’... que recae sobre los que mandan y sobre los funcionarios y militares, para hacer de Chile un gran país sobre el Pacífico... En torno a esa idea matriz se formó, dice Isidoro Errázuriz, una ‘casta sacerdotal’ que la custodiaba: así Montt, Errázuriz Zañartu, Santa María, Varas, Máximo Mujica, Francisco Echaurren».

f) Fin del régimen portaliano

Góngora fecha este final en la revolución y guerra civil de 1891.

Quisiera analizar las materias que preceden con cierto detalle, aunque merecen uno mucho mayor.

1. El mérito fundamental de Mario Góngora es poner de relieve la importancia del Estado para configurar la nacionalidad chilena, en particular a través de una manifestación suya, muy prominente: las guerras de la República.

Algunos minimizan los efectos de las últimas en este tema, pero no parece razonable hacerlo, si se considera su número, tiempo global que gastaron, y resultados: las campañas emancipadoras, prolongadas en la lucha contra el bandidaje «político»; el ataque a la Confederación; el breve pero intenso choque con España; el de 1879 con Perú y Bolivia; la «pacificación» de Araucanía; y la Guerra Civil. En total, los períodos bélicos, tres de ellos muy sangrientos, consumen poco menos de una tercera parte del siglo XIX.

Y después de 1891, sobreviene y dura hasta hoy una paz armada, necesaria para guardar nuestras riquísimas conquistas territoriales, incluyendo esporádicas pero serias amenazas de guerra hasta corto tiempo atrás (1978). Ello no hizo militarista a la sociedad chilena, ni aun en los períodos más álgidos de intervención política de las Fuerzas Armadas (1891,1924-1925, l932, 1973-1990), pero sí acentuó la trascendencia del Estado, fuere para hacer la guerra, fuere para mantener la paz armada y el consiguiente y permanente aparato bélico. Contribuyendo de tal manera a conformar y consolidar la nacionalidad.

Sin embargo, en mi concepto, el Estado Republicano explicita y asegura los rasgos nacionales de Chile, pero no los «crea»: existen anteriormente, y se van generando y afirmando con el tiempo, a partir del siglo XVII. Sus signos son muy claros, no sólo para nuestro país, sino para los diversos reinos del Imperio Español: diferenciaciones de lengua, cultura, arte, arquitectura, ¡incluso de cocina!; geografía y clima tan distintos; etnias de los mestizajes respectivos, e intensidad dispar de éstos; economías; nivel de educación y vida material, etc. Su corolario y su evidencia más clara son las rivalidades «nacionales», ya a fines del XVIII o inicios del XIX, por ejemplo de chilenos con peruanos o rioplatenses. Rivalidades independientes de las regionales de origen peninsular, y que las van desplazando en importancia.

De este modo, es posible que –como sostienen Encina y otros autores– las peripecias y victorias de la guerra contra la Confederación, y sobresalientemente el triunfo de Yungay, hayan hecho eclosionar y fijado la nacionalidad, la «conciencia nacional» chilena. Pero los elementos de ésta ya existían desde medio siglo atrás, si no antes: eran «coloniales».

Conviene agregar que la acción del Estado que comprueba Góngora, es selectiva, y donde menos se ejerce es en el aspecto económico, hasta cerrarse el siglo XIX o quizás, aun, el primer tercio del siglo XX.

2. Como dice Mario Góngora, la legalidad y consiguiente legitimidad del régimen porta-liano no derivan de la democracia, sino de que sus gobernantes poseen la capacidad de hacer el bien público, y la ejercen. Mas es preciso complementar este concepto con algunos añadidos sobre lo que pensaba Portales, derivados de su Epistolario y actuaciones:

• La situación descrita no es definitiva para don Diego, sino transitoria, mientras el estado social del país no permita la democracia. Mas ella constituye el objetivo final.

• Este objetivo último se cumplirá, precisamente, cuando los ciudadanos, globalmente, sean virtuosos y puedan ejercer sus derechos y cumplir sus deberes de índole democrática.

• La responsabilidad de que los ciudadanos alcancen la condición descrita, permitiendo la democracia, es precisamente de los gobernantes. Se requiere leer completa la tan conocida cita de don Diego, que data de 1822 (carta a José M. Cea, mes de marzo):

«Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos» (destacamos nosotros).

Mirado el desenvolvimiento de nuestra Historia en una perspectiva amplia, sorprende comprobar cómo, efectivamente, la democracia se fue imponiendo, de manera lenta y paulatina, a medida que los «ciudadanos» iban adquiriendo la «virtud» necesaria «para establecer una verdadera República» (carta citada).

Este efecto lo causó, por una parte, la lucha política, y por la otra la educación de las masas. En ambos respectos, los hombres y la clase que detentaban el poder cumplieron –de modo inconsciente, es probable– el papel que les asignaba Portales.

La aristocracia suprimió radicalmente y para siempre la intervención electoral del Gobierno, al precio de la guerra civil. La misma aristocracia, devenida ya oligarquía parlamentarista, dio sin embargo un paso ulterior a este respecto, con las leyes de 1914/1915 que eliminaron el fraude, la falsificación de las elecciones. Prohijó dichas leyes un grupo de diputados de todos los colores políticos; los alentaría el Presidente Barros Luco, ese epítome del escepticismo e inmovilismo oligárquicos. El proceso de-mocratizador quedó entonces –es cierto– con un largo camino que recorrer, ya fuera del predominio aristocrático, hasta verse completo en la segunda mitad del siglo pasado. Pero el inicio de un recorrido tiene igual si no mayor importancia que su término.

Y fueron el propio Portales, los mandatarios de los grandes dece¬nios, y también aquellos del parlamentarismo extremo, quienes cumplieron la revolución educacional del cambio de siglo, del XIX al XX... la única revolución verdadera que ha conocido la República. En lo técnico, cooperaron decisivamente a discurrirla y hacerla realidad otros aristócratas –Barros Arana, Manuel Barros Borgoño, Letelier, Claudio Matte–, poseídos de una fe casi fanática en la enseñanza. Cuando los diez mil estudiantes de enseñanza primaria (básica) que dejó la presidencia Montt (1861), se tornaron 350 mil al término de la primera presidencia Alessandri (1925), la democracia plena en Chile podía demorar, pero era inevitable. 

En cuya perspectiva, lo que dijo Portales sobre la democracia, no parece hoy un mero pretexto para postergarla indefinidamente, sino una profecía de asombrosa verdad. Y –desde otro punto de vista– ratifica la tesis de Góngora sobre el papel del Estado en la formación de la nacionalidad chilena.

3. Me parece equivocado Góngora cuando afirma que Portales no creía que la Constitu-ción debiera necesariamente cumplirse por los gobernantes, dejando este cumplimiento para los solos ciudadanos, funcionarios y jueces.

Portales se ciñó siempre a la Constitución y las leyes. No recuerdo caso en que no lo haya hecho. A veces, como por medio de las facultades extraordinarias de 1837, o de los consejos de guerra permanentes del mismo año, pudo su gobierno aplicar medidas severísimas, incluso llamémoslas –si se quiere– inhumanas. Pero siempre fueron legales.

Los textos jurídicos le importaban poco, es cierto, pero sí acatarlos. Para lo cual se asesoraba corrientemente con los dos monumentos humanos al derecho de ese tiempo: Mariano Egaña y Andrés Bello (a quien llamaba cariñosamente «el maestro» y «el Padre Doctor»). No calza con estas amistades y consejerías, una supuesta desaprensión respecto a la ley. Y no calza porque Portales no la tenía.

Hay numerosos casos que ejemplifican la puntillosidad jurídica de don Diego. El más interesante es de 1833. El Presidente Prieto quería hacer un nombramiento militar que su Ministro de Guerra y Marina, Ramón Cavareda, desaprobaba. Prieto lo cursó sin la firma de Cavareda, contrariando lo que disponía la Constitución recién aprobada. Portales renunció, como protesta, a todos sus encargos de gobierno.

«En los destinos que me he visto en la necesidad de servir (comentaría), he procurado con el ejemplo, el consejo y... cuanto ha estado a mi alcance, volver a las leyes el vigor que habían perdido casi del todo, conciliarles el respeto, e inspirar un odio santo a las transgresiones que trajeron tantas desgracias a la República, y que nunca podrán cometerse sin iguales resultados» (carta a Antonio Garfias, 26 de junio de 1833).Y una misiva simultánea, cuyo destinatario fue Fernando Urízar, expresaba: «Es la primera (violación de la Carta del ‘33), y debemos fijarnos mucho en ella para evitar las que deberían seguirse si no se pone ahora algún remedio».

La «cabeza de proceso» de la antigua acusación de menosprecio por la ley que se hace a Portales, es una carta fechada el 6 de diciembre de 1834. Gobernador de Valparaíso, quería detener en el puerto a unos individuos sospechosos de tramar «oposiciones violentas», pero haciéndolo sin orden judicial, pues le faltaban pruebas. Pidió consejo a Mariano Egaña, quien –mediante «no una carta sino un informe, no un informe sino un tratado»– le respondió... que así no se podía detener a nadie.

«Y como si el papelote que me ha remitido fuera poco, me ha facilitado un libro sobre el habeas corpus».

Don Diego literalmente estalla de indignación con el «papelote» y, tras muchas invectivas, remata diciendo:

«De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas (veces) por su perfecta inutilidad!»

Desde que se conoció, este documento ha alegrado –simultáneamente– a quienes quieren ver en Portales un simple mandón, que hacía caso omiso de la ley cuando, como y cuantas veces le parecía conveniente; como a quienes le alaban un autoritarismo capaz de preferir el bien común al mero texto legal.

La misiva ha pasado a ser (algo típico nuestro, cultores de la letra, olvidadizos de los hechos) un documento situado en el vacío, sin antecedentes ni consecuentes, un texto sagrado que vale per se.

A mi juicio, lo importante no es la carta, sino lo que sucedió después de escrita ella.

¿Qué sucedió? Nada. El todopoderoso don Diego, el indignado «dictador», no detuvo a nadie. Se sometió a lo que decía el «papelote» de Egaña... enfurecido y todo, se atuvo a la ley. No la aceptaba, en aquel instante de ira. «No sirve para otra cosa –decía– que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad». Pero entendía, instintivamente, que cumplirla daba al Gobierno la impersonalidad, la ausencia de arbitrariedad, que un mando tan autoritario y tan de un solo segmento social requería para validarse ante todos.

Recordemos, igualmente, lo sucedido con el consejo de guerra a Freire, tras su fallida expedición revolucionaria a Chiloé, facilitada y financiada por el Protector Santa Cruz. El Consejo lo condenó a muerte, pero la Corte Marcial sustituiría esta pena por destierro, violando la ley de un modo abierto. Nueva pataleta de Portales, que las emprendió violentamente (pero legalmente) contra la Corte. Pero el fallo de ésta –por fortuna, acotemos– fue respetado.

4. El aspecto que discute la letra anterior, es significativo para examinar la afir¬mación de Góngora en orden a que el régimen portaliano no era «abstracto» ni «impersonal».

A la verdad, pienso que reunía esas características, porque cualquiera que fuese el gobernante y cualesquiera sus pasiones, odios, amores, etc., lo enmarcaría rígidamente el cumplimiento riguroso de la ley.

Y ello contrapesaba el hecho de que siempre fuese miembro de una clase, la aristocracia (como anota Góngora), y de que siempre estuviera dotado de una suma enorme de poderes.

La ley impersonalizaba éstos.

El Presidente era tan aristócrata las últimas veinticuatro horas de su período, como la hora siguiente al vencimiento del mismo. Y en aquel lapso había sido de una omnipotencia casi divina, pero en la hora que seguía –siendo, reiteremos, igual de aristócrata que antes– su poder bajaba a cero... La creación portaliana consistía justamente en eso. Y lo especificaba el artículo 77 de la Carta del ‘33:

«El Presidente de la República cesará el mismo día en que se completen los cinco años que debe durar en el ejercicio de sus funciones...» (destacamos nosotros).

Tampoco atentaba contra el carácter impersonal y abstracto del gobernante portaliano, la distinción entre los «buenos» (que debía premiar) y los «malos» (que debía apalear), pues esta distinción, y las consecuencias del caso, eran parte necesaria del proceso de moralizar a los ciudadanos, y llevarlos por el camino de la virtud. Y en ese proceso y para las recompensas y castigos consiguientes, no se hacía acepción de clases ni personas. ¿El padre de Portales (hipotéticamente) era malo? Portales tenía muy claras las cosas:

«Si mi padre hiciera revoluciones, a mi padre fusilaría».

Esta severidad ha generado el mito de Portales «sanguinario». Sin embargo, durante su paso ministerial de 1830/1831 y 1835/1837, sólo fueron fusiladas –en procesos políticos–, y siempre por condena judicial, cuatro personas. Bajo sus antecesores, con Freire corrieron igual suerte una veintena y con Pinto dieciséis, algunas muy irregularmente, y todas humildes. Portales ganaría la fama de implacable hasta la muerte, por ser sus víctimas de cierta categoría social. El «apaleo de los malos», insisto, no respetaba esas distinciones.

5. Tienen razón Eyzaguirre y Góngora, al señalar el escepticismo, el positivismo (social, no jurídico), la falta deliberada de fundamento filosófico de la creación portaliana.

El pacto de Rousseau está tan ausente de él como el viejo y absoluto derecho divino de los reyes, o como la noción hispano-medioeval del poder venido de Dios al príncipe a través del pueblo.

No. La creación portaliana es un simple, ingenioso y realista mecanismo de go¬bierno, para que mande el Presidente de la República, «el resorte principal de la máquina» (Portales, enmarcado por la ley, y apoyado por las grandes fuerzas sociales de la época: la aristocracia, la Iglesia... «el peso de la noche» (Portales). El Presidente deviene institución –la Presidencia–, con su nobleza de la toga, la «casta sacerdotal» que dice Isidoro Errázuriz: aristócratas que su clase aparta por provincianos o por pobres; inteligentes; que becas y puestos gubernativos educan en el Instituto y la Universidad, para luego ser funcionarios presidenciales y (sin perder este carácter) parlamentarios oficialistas. Los Montt, los Varas, los Pérez de Arce, los Reyes. La Presidencia viene de la aristocracia, pero quien la ejerce se transmuta, es el árbitro de las luchas sociales entre la clase rectora y los grupos por debajo de ella.

Un político puede haber sido liberal y parlamentarista extremo y vo¬cinglero, mas, devenido Presidente –Santa María, Balmaceda–, la ins¬titución lo coge y lo envuelve, y se recubre con la capa de Portales.

El mecanismo portaliano no invoca ningún principio superior, sólo se justifica por sus logros.

El dominio del Pacífico, una vocación imperial, fue efectivamente un sueño de don Diego –quizás el único que se conozca en «el terrible hombre de los hechos»– pero nadie lo compartió, salvo quizás, brevemente, durante la borrachera de orgullo patrio consecutiva a la Guerra del Pacífico.

6. Finalmente, con razón señala Góngora que la creación portaliana murió el ‘91, a manos de la misma aristocracia que la había creado, cuando ésta no quiso ya seguirla tolerando.

Pero las rupturas históricas nunca son totales, y así –desde aquella creación– han llegado hasta nuestros días piezas fragmentarias del mecanismo destruido. V. gr.

• El proceso democrático y su paulatino perfeccionamiento.

• El Presidente, como padre y protector de los pobres, y árbitro de las diferencias sociales.

• El «Estado de Derecho» y su degeneración: el formalismo jurídico, la bondad necesaria de lo que es legal.

Vea el lector confirmado que el Ensayo de Góngora, como todas sus obras, y aún restringido a dos de los muchos aspectos que comprende, es fuente rica e infinita de análisis y debate sobre el pasado de Chile.


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