Ayer la Palabra de Dios nos enseñaba a reconocer nuestros pecados y a confesarlos, pero no solo con la mente, también con el corazón, con un espíritu de vergüenza; la vergüenza como una actitud más noble ante Dios por nuestros pecados. Y hoy (Is 1,10.16-20) el Señor nos llama a todos los pecadores a dialogar con Él, porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, nos hace esconder la verdad nuestra, dentro. Es lo que le pasó a Adán y Eva: después del pecado se escondieron, porque tenían vergüenza; estaban desnudos. Y el pecador, cuando siente vergüenza, luego tiene la tentación de esconderse. Y el Señor llama: “Venid entonces, y discutiremos” -dice el Señor-, hablemos de tu pecado, hablemos de tu situación. No tengáis miedo. No… Y continúa: “Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana”. Venid, porque yo soy capaz de cambiar todo -nos dice el Señor-, no tengáis miedo de venir a hablar, sed valientes incluso con vuestras miserias.
Me viene a la mente aquel santo que era tan penitente y rezaba mucho. Y procuraba siempre dar al Señor todo lo que el Señor le pedía. Pero el Señor no estaba contento. Y un día se enfadó un poco con el Señor, ¡porque tenía un genio aquel santo! Y dijo al Señor: “Pero, Señor, no te entiendo. Te lo doy todo, todo y tú siempre estás como insatisfecho, como si faltase algo. ¿Qué me falta?”. Y el Señor respondió: “Dame tus pecados: eso es lo que te falta”. Tener el valor de ir con nuestras miserias a hablar con el Señor: ¡Venid! ¡Hablemos! No tengáis miedo. “Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana”.
Esa es la invitación del Señor. Pero siempre hay un engaño: en vez de ir a hablar con el Señor, aparentar que no somos pecadores. Eso es lo que el Señor reprocha a los doctores de la ley (Mt 23,1-12). Esas personas hacen las obras “para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabí”. La apariencia, la vanidad. Tapar la verdad de nuestro corazón con la vanidad. ¡La vanidad nunca cura! La vanidad no cura jamás. Hasta es venenosa, avanza llevándote la enfermedad al corazón, llevándote esa dureza de corazón que te dice: “No, no vayas al Señor, no vayas. Quédate”.
La vanidad es precisamente el lugar para encerrarse a la llamada del Señor. En cambio, la invitación del Señor es la de un padre, de un hermano: “¡Venid! Hablemos, charlemos. Al final, Yo soy capaz de cambiar tu vida del rojo al blanco”.
Que esta Palabra del Señor nos anime; que nuestra oración sea una oración real. De nuestra realidad, de nuestros pecados, de nuestras miserias. Hablar con el Señor. Él sabe, Él sabe lo que somos. Nosotros lo sabemos, pero la vanidad nos invita siempre a tapar. Que el Señor nos ayude.
Fuente: Almudi.org