Jesús, en el Evangelio de hoy (Jn 13, 16-20), con la Eucaristía nos enseña el amor, y con el lavatorio de los pies nos enseña el servicio, y nos dice que un siervo nunca es más que su señor. Estas tres cosas son el fundamento de la Iglesia.

En la Última Cena, Jesús se despide de los discípulos con un discurso largo y bonito, recogido por Juan, y hace dos gestos que son instituciones. Dos gestos para los discípulos y para la Iglesia que vendrá, que son el fundamento, por así decir, de su doctrina. Jesús da a comer su cuerpo y da a beber su sangre, es decir, instituye la Eucaristía, y también hace el lavatorio de los pies. De estos gestos nacen los dos mandamientos que harán crecer a la Iglesia, si somos fieles.

El primero es el mandamiento del amor: no solo amar al prójimo como a mí mismo, sino un paso más: amar al prójimo como yo os he amado.  Sin el amor, la Iglesia no crece, se transforma en una institución vacía, de apariencias, de gestos sin fecundidad. Ir a su cuerpo: Jesús dice cómo debemos amar, hasta el fin. Amaos como yo os he amado. Y luego el segundo nuevo mandamiento, que nace del lavatorio de los pies: servíos los unos a los otros, lavaos los pies los unos a los otros, como yo os he lavado los pies.

Dos nuevos mandamientos y una advertencia: “podéis servir, pero enviados por mí, mandados por mí. No sois más grandes que yo”. De hecho, Jesús aclara: “el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía”. Esa es la humildad sencilla y verdadera, no la humildad falsa. La conciencia de que Él es más grande que todos nosotros, y nosotros somos siervos, y no podemos superar a Jesús, no podemos usar a Jesús. Él es el Señor, no nosotros. Este es el testamento del Señor. Se da a comer y beber, y nos dice: amaos así. Lava los pies, y nos dice: servíos así, pero estad atentos, un siervo nunca es más grande que su amo. Son palabras y gestos contundentes: es el fundamento de la Iglesia. Si vamos adelante con estas tres cosas, nunca nos equivocaremos.

Los mártires y tantos santos fueron adelante así, con esa conciencia de ser siervos. Y luego Jesús incluye otra advertencia: “Yo sé bien a quiénes he elegido”, y dice: “pero sé que uno de vosotros me traicionará”. Por eso, en un momento de silencio, dejémonos mirar por el Señor. Es dejar que la mirada de Jesús entre en mí. Sentiremos tantas cosas: sentiremos amor, o quizá no sintamos nada… nos quedaremos bloqueados ahí, sentiremos vergüenza. Pero dejar siempre que la mirada de Jesús venga. La misma mirada con la que veía en la cena, aquella noche, a los suyos. Señor tú conoces, tú lo sabes todos. Como Pedro en Tiberiades: “Tú sabes todo, tú sabes que te amo”. Tú sabes qué hay dentro de mi corazón. Amor hasta el fin, servicio, y usemos una palabra un poco militar, pero que nos sirve: subordinación, es decir, Él es el más grande, yo soy el siervo, nadie puede pasarle por encima.


Fuente: Almudi.org

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