La primera lectura nos habla de la muerte: la muerte del rey David (cfr. 1Re 2,1-4.10-12). Los días de David se acercaban a la muerte, porque hasta él, el gran rey, el hombre que precisamente había consolidado el reino, debe morir, porque no es el dueño del tiempo: el tiempo continúa, y él también continúa en otro estilo de tiempo, pero continúa. Está en camino. Además, no somos ni eternos ni efímeros: somos hombres y mujeres en el camino del tiempo, tiempo que empieza y tiempo que acaba. Y esto nos hace pensar que es bueno rezar y pedir la gracia del sentido del tiempo, para no volvernos prisioneros del momento, que siempre está encerrado en sí mismo. Así pues, ante este pasaje del primer libro de los Reyes que relata la muerte de David, quisiera proponer tres ideas: la muerte es un hecho, la muerte es una herencia y la muerte es una memoria.
En primer lugar, la muerte es un hecho: podemos pensar muchas cosas, incluso imaginarnos que somos eternos, pero el hecho llega. Antes o después llega, y es un hecho que nos toca a todos. Porque estamos en camino, no somos ni errantes ni encerrados en un laberinto. No, estamos en camino, y hay que hacerlo. Pero existe la tentación del momento, que se adueña de la vida y te lleva a dar vueltas en ese laberinto egoísta del momento sin futuro, siempre ida y vuelta, ida y vuelta. ¡Pero el camino acaba en la muerte: todos lo sabemos! Por esa razón, la Iglesia siempre ha procurado que pensemos en ese final nuestro: la muerte. A este propósito, recuerdo que, cuando estábamos en el seminario, nos obligaban a hacer el ejercicio de la buena muerte(*): asustaba un poco, porque parecía una morgue… Pero el ejercicio de la buena muerte cada uno puede hacerlo dentro de sí: yo no soy el dueño del tiempo; hay un dato: moriré. ¿Cuándo? Dios lo sabe. Pero con toda seguridad moriré. Repetir esto ayuda, porque es un dato puramente real que nos salva de la ilusión del momento, de tomarse la vida como una sucesión de momentos que no tiene sentido. En cambio, la realidad es que estoy en camino y debo mirar adelante. Me acuerdo también que aprendí a leer con cuatro años, y una de las primeras cosas que aprendí a leer, porque mi abuela me lo hizo leer, era un letrero que ella tenía debajo del cristal de la cómoda y decía así: «Piensa que te mira Dios. / Piensa que te está observando. / Piensa que morirás / y tú no sabes cuándo». Esa frase la recuerdo todavía y me ha hecho mucho bien, especialmente en los momentos de suficiencia, de encerramiento, donde el momento era el rey. Así pues, el tiempo, el hecho: ¡todos moriremos! Al acercarse la muerte, David dice a su hijo: «Yo emprendo el viaje de todos». Y así fue.
La segunda idea es la herencia. Sucede a menudo que cuando, al morir, hay que enfrentarse a una herencia, en seguida llegan los sobrinos a ver cuánto dinero le ha dejado el tío a este, a aquel, al otro. Y esta historia es tan antigua como la historia del mundo. En realidad, lo que cuenta es la herencia del testimonio: ¿qué herencia dejo yo? Volviendo al pasaje bíblico de hoy, ¿qué herencia deja David? David también fue un gran pecador: ¡cometió muchos! Pero fue también un gran arrepentido, hasta llegar a ser un santo, a pesar de las cosas gordas que hizo. Y David es santo precisamente porque la herencia es esa actitud de arrepentirse, de adorar a Dios antes que a uno mismo, de volver a Dios: la herencia del testimonio, del buen ejemplo. Por eso, siempre es oportuno que nos preguntemos: ¿qué herencia dejaré a los míos? Seguramente la herencia material, que es buena, porque es el fruto del trabajo. Pero, ¿qué herencia personal, qué ejemplo dejo? ¿Como la de David, o una vacía? Por eso, a la pregunta “¿qué dejo?” no se debe responder solo señalando las propiedades, sino principalmente el testimonio de la vida.
Es cierto que, si vamos a un velatorio, el muerto siempre “era un santo”, tanto que hay dos sitios para canonizar a la gente: ¡la Plaza de San Pedro y los velatorios, porque siempre “era un santo” y porque ya no será una amenaza! La herencia verdadera es el testimonio de la vida. Es oportuno preguntarse: ¿qué herencia dejo si Dios me llamase hoy? ¿Qué herencia dejaré como testimonio de vida? Es una buena pregunta para hacerse, e irnos preparando, porque todos —ninguno quedará “de reliquia”, no—, todos iremos por esa senda, con la cuestión fundamental: ¿Cuál será la herencia que dejaré como testimonio de vida?
La tercera idea —junto al «hecho» y la «herencia»— es «la memoria». Porque también el pensamiento de la muerte es memoria, pero memoria anticipada, memoria hacia atrás. Memoria y también luz en este momento de la vida. Y la pregunta que hacerse es: cuando yo me muera, ¿qué me hubiera gustado hacer en esta decisión que debo tomar hoy, en el modo de vivir hoy? Es una memoria anticipada que ilumina el momento de hoy. Se trata, en definitiva, de iluminar con el hecho de la muerte las decisiones que debo tomar cada día.
Es bonito este pasaje del segundo capítulo del primer libro de los Reyes. Si hoy tenéis tiempo leedlo, es bellísimo, y os hará bien. Pensar: estoy en camino, y es un hecho que moriré; cuál será la herencia que dejaré y cómo me sirve la luz, la memoria anticipada de la muerte, sobre las decisiones que debo tomar hoy. Una meditación que nos vendrá bien a todos.
(*) Don Bosco llamaba al retiro mensual “ejercicio de la buena muerte”, en el que invitaba a enfrentarse a lo verdaderamente esencial: los verdaderos valores que están por encima de la misma muerte, aunque la vida de cada día los olvide. La mejor manera de encontrarse dispuesto a vivir bien, es vivir como si se estuviera dispuesto a morir en cualquier momento (ndt).
Fuente: Almudi.org