Sobre el documento de análisis “Comprendiendo la crisis de la Iglesia en Chile”.
La Comisión UC para el Análisis de la Crisis de la Iglesia Católica entregó su informe final en septiembre del 2020, tras casi dos años de trabajo de análisis y comprensión de la crisis de los abusos por la que ha atravesado la Iglesia Católica en Chile. El resumen ejecutivo y los principales resultados fueron publicados en esta misma sección en el n°95 de Humanitas.
Tres meses después, se llevó a cabo el “Seminario latinoamericano sobre la crisis de la Iglesia” con el fin de profundizar en la crisis eclesial que se vive en América Latina basándose en el documento elaborado por la Comisión. En aquella oportunidad, se contó con la presentación de Eduardo Valenzuela, y las exposiciones de María Inés Franck, Daniel Portillo, Romy Chang [1] y Alberto Toutin SS.CC., Superior General de la Congregación de los Sagrados Corazones y cuya ponencia compartimos en estas páginas.
¿Dónde estaban que no vieron?
Agradezco esta oportunidad para prolongar en un espacio de diálogo y de debate el gesto que está en la base de este documento. Comprender.
Permítanme situarme sobre todo como lector de este documento, en el efecto que ha tenido su lectura en mí y en lo que espero siga suscitando en otros, como reflexión, profundización, apertura crítica, vergüenza, deseos de cambio y de transformación personal e institucional. Efectos raros para documentos de o sobre la Iglesia, debo confesar.
Percibo un esfuerzo por comprender, esfuerzo que es tanto más valioso, pues articula, con toma de distancia y empatía intelectual, para intentar comprender no solo lo que ha pasado, sino lo que nos ha pasado en la Iglesia en Chile. Un esfuerzo además por mirar una situación particularmente dolorosa, y vergonzante, como los abusos sexuales cometidos por sacerdotes en ejercicio en Chile contra menores de edad.
Se trata de ayudar a ver precisamente lo que nos da vergüenza mirar, lo que incluso no se ha querido mirar –personal o institucionalmente–, lo que se ocultó o incluso de lo que estábamos cultural e institucionalmente “ciegos”. Tarde o temprano, cada uno o como institución, tenemos que preguntarnos con la mayor honestidad y responsabilidad posible: “¿Qué nos pasó que no vimos?” O más duro todavía: “¿Qué nos pasó que no vimos que no vimos?”
Una de las cosas más difíciles es ver la realidad y, en este caso, ver una realidad que nos duele y nos avergüenza. Han sido las valientes y tenaces víctimas las que nos han ayudado y nos siguen ayudando a ver nuestros puntos ciegos. Se trata entonces de una mirada que busca no solo comprender, sino también hacerse responsable de ella, es decir, sugerir cambios individuales, comunitarios, institucionales y organizacionales para enfrentar y superar esta crisis. Es necesaria esta mirada responsable de la realidad que busca hacerse cargo de la complejidad y del dolor de la crisis institucional.
Pero ello no basta, se necesita otro ejercicio para que haya una comprensión que cambie la realidad y nos cambie: hay que situarse del lado de las víctimas. Ello da una perspectiva completamente diferente a esta crisis. Y el documento lo hace al situarse decidida y claramente desde quienes más han sufrido este daño, las víctimas de estos abusos en primer lugar, y luego las comunidades cristianas, también estas avergonzadas, perplejas y, muchas veces, desinformadas. Sin este acercamiento a la crisis de los abusos desde las víctimas, intentando una vez más hacer un esfuerzo comprensivo por identificar, y nombrar, el daño causado y el impacto que ha provocado esta crisis en las víctimas y en las comunidades cristianas y religiosas, será un tema lejano, distante y del que no nos hacemos responsables.
Desde mi experiencia como Superior General, una cosa es hablar de las víctimas de los abusos en la Iglesia, en general, y otra muy distinta es hablar de “nuestras víctimas”, de las que hermanos nuestros han sido victimarios.
Un método para proseguir la comprensión
El campo de análisis y de comprensión del documento es concreto y acotado. Sus objetivos son tres: “Determinar la naturaleza y alcance del abuso sexual de menores de edad por parte de sacerdotes católicos que ejercieron su ministerio en Chile”; “Examinar las deficiencias que ha representado la respuesta institucional que ha ofrecido la Iglesia Católica a estos abusos”; “Identificar el daño e impacto que ha provocado esta crisis en las víctimas, en las comunidades y en la sociedad chilena en general” (p. 9).
Además, el mismo documento da cuenta del camino recorrido, del método que se ha seguido, de sus límites, sobre todo a nivel de los datos –más bien limitados o no siempre disponibles– sobre los que trabajaron.
Destaco en este método, por un lado, el trabajo interdisciplinar realizado en un contexto universitario. Es la complejidad misma de lo que se quiere ver y comprender que requiere de esta aproximación interdisciplinar. Y se percibe en el texto la investigación entre especialistas de diversas disciplinas: sociología, psicología, comunicaciones, filosofía, derecho, historia, teología. Investigación, además, en un contexto universitario donde se tiene la costumbre del debate académico, la búsqueda, siempre en camino, de la verdad, la conciencia de los límites epistemológicos de cada investigador(a) en su disciplina y, por ende, la necesaria apertura a la mirada y aproximación del otro. En otras palabras, un contexto donde la regla es la búsqueda, la deliberación, el intercambio de visiones, en vista de comprender mejor la realidad de la crisis de la Iglesia en Chile por los abusos, y de ofrecer caminos posibles para afrontar esta crisis y superarla.
Y también destaco del método, por otro lado, el esfuerzo de clarificación y de rigor conceptual. Cada vez que se introduce una categoría, se la define y clarifica; por ejemplo, “víctima”, “abuso sexual”, “menores y personas vulnerables”, “efebofilia”, “presunción de inocencia”, “cultura del abuso y del encubrimiento”, “imprescriptibilidad en delitos de abuso sexual infantil”, “clericalismo”, “trauma”, “actuación del sacerdote in persona Christi capitis”, etc. Este esfuerzo de clarificación y de rigor conceptual no es solo muestra de probidad intelectual, sino que es un esfuerzo modesto y serio por proveer las bases necesarias para aproximarse a lo indecible, a lo irreparable, al sufrimiento sobre todo de las víctimas.
Este esfuerzo intelectual es una forma de dar cuenta de la complejidad de lo que estamos abordando y de honrar el dolor y el silencio, al que muchas veces las víctimas, por la hondura del daño, o por las prácticas de secretismo, han sido condenadas. Se trata de saber, con el mayor rigor y respeto posible, de qué estamos hablando.
Este trabajo interdisciplinar y universitario, con el esfuerzo de clarificación y conceptual, ofrece un espacio sereno y comprometido al mismo tiempo, para que otros puedan, a su vez, sin crispación y sin miedo, profundizar en la comprensión de esta crisis y buscar formas de enfrentarla y superarla.
Romper la cultura del encubrimiento
Percibo en el documento un foco de atención especialmente importante, que es la dimensión institucional implicada en los abusos. Ya el título del mismo se refiere a “la crisis de la Iglesia en Chile”. Y luego se precisan estos aspectos institucionales que están en juego en cada uno de los capítulos que estructuran el análisis.
Así, respecto de la naturaleza y alcance del daño, la investigación se concentra en los “aspectos institucionales que favorecen el abuso en contexto eclesial” o a “determinadas condiciones de la vida propiamente sacerdotal”, “la oportunidad del abuso sacerdotal” que están asociadas a este tipo de abuso sacerdotal.
Respecto de la respuesta de la Iglesia frente a la crisis, para detectar las deficiencias en su respuesta, el foco se centra, una vez más, en sus aspectos institucionales, que en expresiones contundentes se califica de “mendacidad institucional y desprecio absoluto por las víctimas” (citando a Thomas Doyle, que estuvo a cargo de una investigación sobre el abuso sacerdotal en Estados Unidos en 2015). Esta deficiencia institucional manifestada en la tardanza, negligencia o rechazo para investigar las denuncias, o la dificultad para acceder a las autoridades religiosas o a las personas encargadas de recibir las denuncias, secretismo respecto a procesos en curso, a los denunciantes y denunciados, el descuido de la atención a las víctimas directas y a las comunidades cristianas afectadas por los casos de abusos sacerdotal, es lo que se designa como la cultura del abuso y del encubrimiento, entendida como “la incapacidad cultural o religiosamente determinada de ver los abusos en su propia realidad y en la gravedad que estos poseen, algo que afecta a las autoridades religiosas tanto como a las comunidades y personas en general” [2].
Aquí se encuentra, a mi modo de ver, uno de los aspectos clave para entender la crisis de legitimidad de fondo que pesa sobre la Iglesia en Chile en su modo de enfrentar los abusos sexuales. Y no solo en Chile. Un hermano congolés del gobierno general de mi congregación de los Sagrados Corazones, a quien compartí este documento de análisis, me decía mutatis mutandi: “Esto es lo que pasa también en mi Iglesia en la República Democrática del Congo”.
Aquí está el punto más difícil que tenemos como institución eclesial, pues se trata de ver y de reconocer modos de ser y de ver la realidad que están inscritos en una anquilosada cultura eclesiástica y clerical. Una cultura eclesiástica y clerical que se funda en la vinculación entre ministerio ordenado y potestad/ poder y que ha conducido a instalar culturalmente la idea según la cual “el que detenta el poder tiene la razón”. Esta idea, en el caso de los abusos, además, se ha visto favorecida por el secretismo, por la aproximación inadecuada al tema de los abusos, la ausencia de controles y de evaluación en el ejercicio del ministerio, y la percepción de protección en los ministros frente a estos delitos y, finalmente, de impunidad.
El ejercicio del poder (en este caso eclesiástico) sin rendición de cuenta ni evaluación, unido al secretismo, y la reacción defensiva de la imagen pública que ampara los privilegios por parte de la institución, es inevitablemente el caldo de cultivo de la corrupción.
El documento que estamos comentando es justo cuando señala que el delito de encubrimiento [3] podría quedar englobado en el CIC 1389 § 1 y § 2, donde el legislador habla precisamente de quien, contando con la potestad eclesiástica (ecclesiastica potestas) o siendo titular de un cargo (munus), o de un ministerio, “abusa” de ella, debe ser castigado, de acuerdo con la gravedad del acto u omisión” y “por negligencia culpable, realiza u omite ilegítimamente, y con daño ajeno, un acto de potestad eclesiástica, del ministerio (ministerii) u otra función, debe ser castigado con una pena justa”.
Respecto del poder en la Iglesia, no basta insistir sobre su teleología, es decir, entender el poder como “servicio”, pues esa insistencia pasa demasiado rápido sobre el tema del poder, sin detenerse en su dinámica de funcionamiento en las personas y en la institución. En la base de los abusos sexuales por parte de los sacerdotes hay un abuso de poder, tout court, que sigue siendo “lo impensado” en la Iglesia.
Mientras como Iglesia en su conjunto, no hagamos una reflexión seria sobre el poder, su asignación, su distribución y control, y escrutinio eclesial y público de su ejercicio, me temo que los disfuncionamientos o abusos de este tipo u otros se seguirán perpetuando.
Y, al mismo tiempo, en el reconocimiento lúcido y responsable de esta cultura del encubrimiento por parte de la Iglesia Católica es donde las víctimas, las comunidades cristianas y, me atrevo a decir también, la ciudadanía en Chile, están esperando gestos simbólicos fuertes y decisiones valientes.
En esta línea de ayudar a romper esta cultura del encubrimiento, me parece percibir en el documento tres dinámicas de fondo que pueden ayudar a la Iglesia, a todos sus miembros, a sus autoridades a hacer este camino de reconocimiento de la cultura del abuso y del encubrimiento.
Tres dinámicas para avanzar
La primera dinámica es la de identificar y dimensionar el daño que esta cultura del abuso ha producido en las víctimas, en las comunidades cristianas, y en el debilitamiento de la credibilidad institucional de la Iglesia. Para ello, se requiere información fidedigna, clara, oportuna y accesible. En esta línea, se inscriben los esfuerzos que han hecho comisiones que se han creado en otros países (Irlanda, Estados Unidos, Australia, Alemania, Francia y Reino Unido) para ofrecer espacios de acogida y de escucha a las víctimas. Y, por otro lado, contribuye a formar esa base de información cuando las diócesis y congregaciones religiosas ponen a disposición las investigaciones canónicas a la justicia civil. Y sobre todo cuando diócesis y congregaciones religiosas pongamos a disposición la información que existe en los archivos sobre abusos en los últimos cincuenta años a una entidad independiente que investigue sobre estos hechos.
El no contar con esta base sólida y accesible de información ha sido uno de los límites de este trabajo. Esta investigación se ha llevado a cabo con la información que ha podido recabar, pero esto requiere un esfuerzo mayor de coordinación entre los espacios de escucha de víctimas de abuso en Chile y de puesta a disposición de la información concerniente al respecto.
El documento presenta otro límite, sobre todo dada la crisis institucional que afecta a la Iglesia, y es que, al ser realizado y patrocinado por la Pontificia Universidad Católica, es todavía un documento endógeno. La misma institución se juzga a sí misma, y nadie es buen juez de sí mismo. Necesitamos la mirada y el escrutinio de los otros.
Me pregunto si este documento, con el método riguroso que ha seguido, no podría servir de base para un trabajo de más amplia escala, como una comisión nacional de verdad, justicia y reparación por los abusos en la Iglesia, con participación por cierto de académicos de la UC y también con otros especialistas y de otras instituciones gubernamentales e internacionales, como, por ejemplo, Human Rights Watch o Amnesty International o expertos de otras comisiones independientes como las antes mencionadas, y que han llevado adelante este encargo. Estoy convencido de que la constitución de una comisión con estas características sería el signo de buena salud de una institución que solicita y acepta el ser escrutada, para que el poder que ella posee no sea más fuente de abuso.
La segunda dinámica para romper la cultura del encubrimiento es no solo a llamar a las cosas por su nombre –algo de lo que decíamos antes del esfuerzo de clarificación de los conceptos–, sino también el clarificar los distintos aspectos implicados, sin confusión ni amalgamas.
En este sentido, el documento no escamotea las dificultades contenidas en la aproximación al tema de los abusos sexuales contra menores, cometidos por sacerdotes en ejercicio en Chile. Busca visualizar los patrones del abuso sacerdotal, los aspectos institucionales y situacionales o estructuras de oportunidad que lo favorecieron, así como también ciertas características de las personas abusadas.
El documento trata, además, otros temas que han aparecido asociados al tema de los abusos, como son ciertos trastornos psiquiátricos como la pedofilia, el celibato sacerdotal, la homosexualidad y la capacidad de vivir la continencia sexual en el celibato sacerdotal. Pero el mérito de este análisis es primero clarificar los conceptos, con ayuda de una literatura especializada y actualizada –ver la impresionante bibliografía en las páginas 58-65, casi el 10% del documento de 79 páginas. Y luego, precisar que estos temas no están tan directamente implicados como se ha hecho creer, sino que, más bien, cada uno de ellos merece ser tratado por sí mismo, por la importancia que ellos tienen en sí mismos.
Se hace necesario, entonces, abordarlos en espacios de formación y de información adecuada, de confianza y de diálogo, en los seminarios diocesanos, en las casas de formación religiosa, en las comunidades cristianas. La política de eliminar “la manzana podrida”, mediante procedimientos judiciales, civiles o canónicos, no basta. Tampoco la política de hacer “rodar cabezas”. Estas políticas son, en el fondo, reactivas y defensivas, mantienen la institución como fin en sí misma, logran apaciguar en el corto plazo la sed de venganza o el afán de pureza, y dispensan del ejercicio complejo pero necesario del reconocimiento del daño causado.
Además, el documento, al no vincular los temas de abusos con los temas señalados anteriormente ni abordarlos únicamente desde el ángulo judicial canónico –que ha sido el prevalente en la Iglesia hasta ahora–, permitiría liberar la palabra, facilitaría que el vasto grupo de religiosos y sacerdotes y las comunidades cristianas puedan hablar de lo que cada uno vive, de lo que le pasa, en especial de esas zonas grises, ambiguas, del ejercicio ministerial y que requieren, sobre todo, ser maduradas y aclaradas.
La tercera dinámica que permite romper la cultura del abuso y superar la crisis que afecta hondamente a la Iglesia como institución –manifestada en la pérdida de credibilidad pública de sus autoridades religiosas, en el debilitamiento de los vínculos a una comunidad de sentido y de pertenencia entre los fieles, y en la irrelevancia de su voz en el espacio y debate público– consiste en contar con y desde las comunidades cristianas. Yo sería incluso más audaz, al decidir enfrentar esta crisis con y desde una inserción de la institución eclesial en el cuerpo social de las instituciones. Sin miedo al debate interno ni crispación por el escrutinio público.
Si gran parte del origen y responsabilidad de esta crisis se debe a un fuerte clericalismo, operante tanto en el ejercicio del ministerio –entendido como poder sin control y un privilegio– como en las comunidades cristianas que mostraron excesiva confianza y docilidad eclesial, el afrontar la crisis supone reanudar relaciones de confianza, de mutuo crecimiento y responsabilidades entre pastores y fieles. Y la confianza se rehace a partir de gestos y comportamientos en los que se expresa el reconocimiento del daño causado a las víctimas, a las comunidades cristianas.
Para ello necesitamos, por cierto, información veraz, instrumentos y categorías que ayuden a ver, espacios de conversación y de profundización. Y como la confianza no se reaprende sino haciendo confianza, todos, pastores y fieles, necesitamos poner gestos significativos en esta dirección. Pero esta vez de una confianza más consciente del daño causado, y que podemos causar, más lúcida de la necesidad de aceptar todos los legítimos controles, evaluación y fundar relaciones maduras de cuidado de unos de otros.
Aquí está tal vez el acto de fe/confianza más exigente en este momento que atraviesa la Iglesia en Chile: el creer/confiar en unos y en otros y en que como institución sabremos atravesar esta crisis.
El camino de la reparación
Me pregunto si en este proceso de enfrentar la crisis y de reparación de la Iglesia, no habría que incluir también a los victimarios. Que estos también puedan ser asociados al trabajo de reconocimiento del daño, de justicia, de verdad de los crímenes cometidos. Entiendo que, por el momento, existen dificultades para avanzar en ello, pues como institución hemos sido en general más comprensivos con los victimarios y abusadores que con las víctimas. Y que la Iglesia católica en Chile, como institución, necesitamos acortar la distancia que existe todavía entre nuestras declaraciones y los hechos concretos. Sin embargo, las confianzas perdidas y las relaciones dañadas se pueden restablecer mediante la justicia, pero se reparan por el reconocimiento del daño causado y son recreadas en el perdón.
La ambición cristiana apunta, en último término, a la posibilidad de dar y recibir el perdón. Este paciente camino de reparación tiene como punto de partida una confesión de humildad y de esperanza. De humildad porque reconoce el daño causado que está ahí, en muchos casos irreparable, y la relación no puede ilusoriamente retrotraerse a lo que fue antes del daño. Y de esperanza, pues quien acepta entrar en este camino puede superar el ser definido solo por la condición de víctima o victimario, denunciado o denunciante, y puede abrirse a un cara a cara, entre personas que son más que el daño causado o sufrido. Entonces ese camino de reparación será el poner las condiciones para que víctimas y victimarios, denunciantes y denunciados, dañados en lo más precioso de la fe, que es la relación con el Dios de misericordia, puedan encontrarse cara a cara entre sí, delante de Dios, y se reconozcan como hijos e hijas de Dios y hermanos y hermanas.
Y puesto que, en muchos casos, lo que se ha visto terriblemente dañado es la fe en la Iglesia y en sus representantes, quienes entren en esta dinámica de reparación pueden sentar las bases de una visión más robusta de la Iglesia, a través de la cual se confiesa que Dios sigue actuando en la vida de las personas como una fuente de humanización, de reparación de heridas y de perdón. Un perdón que no es un “atajo”, sino que es emprender el largo camino que pasa por la verdad y la justicia y que no renuncia a la ambición a poder dar y ofrecer el perdón y a los recursos espirituales de la fe. Un perdón que necesitará mucha valentía de las partes implicadas, la ayuda de las comunidades cristianas, la colaboración de mediadores expertos, aceptar los tiempos largos de la sanación. Un perdón que Dios ofrece, en último término, a través de su Iglesia, incluso a través de sus fragilidades y a veces su escandalosa mediación.