Massimo Borghesi
Ediciones Encuentro Madrid, 2022
324 págs.
La llegada del Papa Francisco sacudió el mundo entero, llamando la atención de agnósticos y no creyentes y removiendo la conciencia de millones de católicos. ¿Es posible una Iglesia “en salida” que acoja a una humanidad necesitada? ¿Se ha convertido la Iglesia católica en una sucursal de las derechas? ¿Es posible tener una mirada cristiana sobre la realidad histórica sin victimismo y resentimiento? ¿Puede generar vida y esperanza el mensaje de Jesús de Nazaret en los hombres y mujeres del siglo XXI?
En este ensayo el filósofo italiano Massimo Borghesi, discípulo de Augusto del Noce, recorre la historia reciente de la Iglesia católica en diálogo y relación con el mundo. Y presenta el pontificado de Francisco como una vuelta a los orígenes evangélicos y como un fortísimo corrector frente a décadas de corrupción, abusos del clero, divisiones y luchas de poder. Sin embargo, esta vuelta al paradigma original cristiano habría chocado con el “americanismo católico” de tipo estadounidense, que desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hegemoniza la conciencia católica, presentando un cristianismo indignado, militante e ideologizado. Un cristianismo obsesionado por las batallas culturales y éticas (cultural wars), defensor a ultranza del capitalismo neoliberal (cato-catolicismo) y profundamente occidentalista. El “americanismo católico” habría deformado durante décadas la sensibilidad católica ninguneando la doctrina social de la Iglesia y posponiendo el Kerygma, el alegre primer anuncio cristiano.
En la primera parte del libro, se presenta a una Iglesia católica que tras la caída del comunismo habría esperado la dulce promesa de un renacer espiritual que no llegó nunca. En su lugar, el capitalismo, vencedor de la Guerra Fría, retomó sin escrúpulos el neoliberalismo económico, acelerando e intensificando de una manera insospechada el proceso de secularización de las sociedades occidentales durante la década del ‘90.
El pontificado de Juan Pablo II que había arrancado con fuerza en 1978 –con documentos en los que se presentaba a “Cristo como centro del cosmos y de la historia”, y se apostaba por la dimensión social del cristianismo– fue progresivamente perdiendo vigor por las luchas internas de poder y la consolidación de una Iglesia-fortaleza encerrada en sí misma y muy clericalizada. La Iglesia era incapaz de leer, tras la caída del comunismo, el nuevo momento histórico, pese a contar con las alforjas del Concilio Vaticano II (1962-1965). Las iglesias de Europa y de los Estados Unidos se replegaban. El mosaico de la llamada “Teología de la Liberación” en América Latina (fundada por Gustavo Gutiérrez) se apagaba justo cuando tenía un importante espacio histórico que cubrir, sobre todo a raíz de la crisis del marxismo.
Con todo, al calor de la III Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla (México) en 1979 había surgido una pequeña rama de la Teología de la Liberación, la llamada “Teología del Pueblo” de la Escuela argentina del Río de la Plata. Esta era una variante excepcional y muy particular de la Teología de la Liberación, que criticaba fuertemente a las oligarquías, pero rechazaba la violencia y la lucha de clases, así como el integrismo y las derivas autoritarias de las derechas más reaccionarias, buscando, ante todo, retomar la “opción preferencial por los pobres” y la “religiosidad popular” de los pueblos latinoamericanos. Lucio Gera, Rafael Tello, Juan Carlos Scannone y Alberto Methol Ferré fueron algunos de sus representantes más destacados. La Teología del Pueblo es fundamental para entender la mirada de Bergoglio-Francisco y su “revolución”.
En este escenario de ensimismamiento de la Iglesia católica es cuando se impone en los Estados Unidos un tipo muy particular de catolicismo. Y es que, tras el asesinato de los hermanos Kennedy (John y Bob) y de Martin Luther King, la sociedad norteamericana se había polarizado en torno a los conflictos raciales, el feminismo, la homosexualidad y el aborto. Este último legalizado en 1973, a raíz de la Sentencia de la Corte Suprema Roe vs. Wade. En esta atmósfera se produce la victoria de Reagan, que de alguna manera prepara un humus ideal para consolidar una corriente de católicos cato-capitalistas. Michael Novak es el autor de referencia, que con su The Spirit of Democratic Capitalism (1982) inaugura una larga lista de intelectuales cato-capitalistas con fuerte proyección internacional, como George Weigel y Richard Neuhaus. El objetivo era claro, había que eclipsar la doctrina social de la Iglesia y a las teologías de la liberación latinoamericanas. Es decir, había que hacer una teología del capitalismo, para implantar una especie de “cristianismo burgués”, ajeno a los pobres y sin dimensión social alguna. Así, todo lo que en la doctrina social de la Iglesia sonara a “comunitario”, “mediación del Estado”, “solidaridad”, “reparto equitativo”, “justicia social”, sería rechazado por izquierdista y comunista. Para ello, los cato-capitalistas no dudaron en manipular y deformar la encíclica de Juan Pablo II Centessimus annus, denominada así porque conmemoraba los cien años de vida de la Rerum novarum (1891) de León XIII, punto de partida de la doctrina social de la Iglesia.
La globalización poscomunista hegemonizada por los Estados Unidos ayudó a consolidar un “catolicismo made in USA” con cada vez mayor fuerza, presencia y liderazgo dentro de la Iglesia católica. Este mezclaba el nacionalismo estadounidense mesiánico –la nación bendecida por Dios para salvar a la humanidad–, las batallas culturales en defensa de la familia y de la vida, y la defensa acrítica del libre mercado y del sistema capitalista neoliberal. Los católicos se convertían así en peones al servicio de la agenda de la derecha liberal-conservadora, cada vez más radicalizada con la aparición del neoconservadurismo. O bien, se veían obligados a permanecer sin incidencia alguna en burbujas al margen de la historia (véase la relectura actual hecha por Rod Dreher en su “opción benedictina”). Además, en esta atmósfera de esclerosis de la Iglesia católica y de hegemonía de la derecha, la nueva izquierda renunciaba a la idea de pueblo cultivando en muchas ocasiones un liberalismo individualista.
Los terribles atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 tensaron todavía más el escenario internacional. Bush II contó con la ayuda inestimable de los cato-capitalistas para su cruzada contra el “Eje del mal”. La oposición del anciano y enfermo Juan Pablo II, así como del eje francoalemán, no logró frenar la invasión de Irak en 2003. Las consecuencias han sido claras: la inestabilidad del Oriente Medio con la muerte de cientos de miles de personas –entre ellas miles de cristianos que pertenecían a algunas de las comunidades más antiguas del mundo, así como miembros de otras minorías–, corrientes migratorias y de refugiados, terrorismo, caos e inestabilidad casi perpetua en la región. La crisis económica mundial de 2007-2008 y la elección del histriónico y peligroso Donald Trump (2017-2021), como contestación al mesianismo demócrata de Obama, consolidó el giro autoritario y neoliberal, que contó con el apoyo del integrismo católico y del fundamentalismo evangélico. Es el momento teoconservador o “teocon”, con Donald Trump como “defensor fidei” y “nuevo Constantino”.
Con todo, la llegada del Papa Francisco, tras la renuncia de Benedicto XVI en 2013, habría supuesto uno de los mayores frenos para la teología-política maniquea y secularizadora del “americanismo católico”. Esta teología-política buscó, al amparo de la presidencia de Trump, forzar un cisma en la Iglesia católica. Así como, desde una perspectiva geopolítica, debilitar a una Unión Europea bajo guía alemana, que habría logrado reencontrarse a sí misma tras el Brexit y el Covid-19.
La llegada del presidente Joe Biden en enero de 2021 supone para el filósofo italiano (pese al escollo del aborto) la irrupción de un anciano, que huyendo del mesianismo democrático y la polarización, hereda la estación kennedyana de los años 60, contraria al racismo y cercana al catolicismo social.
En la segunda parte del libro se analiza el pontificado de Francisco en un contexto de crisis de la globalización. Tres documentos aparecen en la brújula del primer papa latinoamericano y jesuita de la historia y son claves para navegar en las turbulentas aguas del siglo XXI. La Evangelii gaudium (La Alegría del Evangelio) de 2013, la Laudato si’ (Alabado seas) de 2015 y la Fratelli tutti (Hermanos todos) de 2020.
La Evangelii gaudium, que esboza de alguna manera el “programa” de Francisco, supone el primer golpe para la agenda teo-conservadora. Y es que, para el papa latinoamericano, la agenda ética y las batallas culturales no son lo primero. La mirada del pontífice es “cristocéntrica” y por ello el atractivo de Jesús precede siempre a la moral y a la ética. Además, la crítica que se hace al nuevo capitalismo en la era de la globalización es muy dura. El pontífice pide recuperar el primado democrático de la política frente a una “dictadura de la economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano”, que genera la “cultura del descarte”, del desecho de seres humanos.
En la Laudato si’, se articula un ecologismo humanista y no panteísta, que se integra en la línea de sus predecesores y de la doctrina social de la Iglesia. Lo verde y lo comunitario-social no se pueden disociar en la mirada cristiana de Francisco. Es más, la ecología no debe reducirse a ideología o a ecología antihumanista. Así, se denuncia la explotación del medio ambiente por un modelo economicista (mercado divinizado), y se critica duramente una mentalidad positivista y tecnocrática, la de la globalización posmarxista, que extiende por todo el planeta el individualismo y el relativismo.
En la Fratelli tutti, Francisco apela a la unidad en la diferencia de una humanidad herida por las guerras, la pobreza, las migraciones, el Covid-19, los populismos y las polarizaciones políticas. Huyendo de cualquier tipo de dialéctica ideológica clásica (conservadores y progresistas) o de cándidos irenismos, se apuesta por una globalización multipolar y poliédrica, anclada en una correlación de lo local y lo universal que permita hacer frente a un contexto de desmembramiento del orden internacional, crisis de las democracias y dogmatismo neoliberal.
Finalmente, el escritor italiano analiza el interesante discurso del Papa Francisco ante el Congreso de los Estados Unidos de América (24 de septiembre de 2015), que alejado de cualquier tipo de maniqueísmo político-religioso e incluso de cierta visión antiestadounidense apela al alma, al ethos del pueblo. En él, Francisco resalta a cuatro figuras que considera representativas del pueblo norteamericano: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton. Y se presenta a sí mismo como hijo de inmigrantes del gran continente, insertando por un lado el componente hispánico, tantas veces olvidado por la historiografía norteamericana, y apelando, por otro lado, al diálogo entre Estados Unidos y América Latina.
En conclusión, este inteligente ensayo no es ningún “Manifiesto francisquista” que busque polarizar y dividir más a una Iglesia católica anestesiada desde hace décadas por el tribalismo, el narcisismo teológico y los escándalos, sino que realiza una justa y sabia defensa de un papa que retoma, con vigor inusitado, la tradición renovada del Concilio Vaticano II. Un papa que apela a los católicos a salir de las trincheras ideológicas, para acudir a las periferias existenciales y entrar en diálogo y en actitud de servicio con la humanidad. Haciendo suyos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo los pobres…”, como diría la Gaudium et spes.
En definitiva, Francisco no se predica a sí mismo, sino que anima a los católicos a redescubrir la mayor revolución de la historia, la de Jesucristo. Una revolución de ternura y de misericordia, profundamente original, porque presenta, como diría Alberto Methol Ferré –amigo de Bergoglio–, no solo el amor al prójimo, sino el amor al enemigo. Es decir: “La dialéctica amigo-enemigo en términos cristianos no se resuelve con el aniquilamiento del enemigo, sino con la recuperación del enemigo como amigo”. Y para esto no hay que estar en la trinchera con un fusil cargado, sino en el hospital de campaña de la historia.
Javier Aparicio González