La redención del proletariado dependerán del fundamento moral, jurídico y cultural de las normas por las que se rijan las empresas.
No se ha destacado suficientemente cómo la incorporación de Chile a la OIT en 1919, a pocos meses del nacimiento de ésta en el Tratado de Versalles, vertebró de manera principal la evolución de la legislación social chilena. Más todavía, en junio de 1919, en el mismo mes en que nacía la OIT como parte XIII del referido tratado, siete senadores conservadores presentaban al Senado un proyecto de ley del trabajo, de 34 artículos, que comprendía tres breves títulos sobre condiciones de trabajo, el sindicato industrial (o de establecimiento) y el arbitraje obligatorio de los conflictos colectivos laborales. El sindicato propuesto reunía obligadamente a todos los obreros mayores de dieciséis años que laborasen en un establecimiento fabril, minero o de transporte que emplease más de 25 obreros [1] e incluía una forma de participación en las utilidades que favorecía al sindicato y a los obreros. Su redactor principal y líder fue don Juan Enrique Concha Subercaseaux, que ya en 1898 había presentado su memoria para licenciarse en Derecho sobre Cuestiones Obreras, respondiendo a las inquietudes avivadas por la encíclica Rerum Novarum, de León XIII (1891).
Pero el mundo liberal no se quedaba atrás. En octubre de 1919, a cuatro meses de creada la OIT, Chile –como dijimos- se incorporaba a ella, por ley 3557, que lleva las firmas del Presidente Sanfuentes y de su ministro del Interior, Luis Barros Borgoño. Ocho meses más tarde, en junio de 1920, era elegido Presidente Arturo Alessandri Palma, quien sin tardanza solicitó a su joven correligionario liberal, Moisés Poblete Troncoso –nombrado Director de la Oficina Nacional del Trabajo-, la preparación de un anteproyecto de Código del Trabajo. Justo en junio de 1921 se enviaba el proyecto a la Cámara de Diputados, con las firmas de Alessandri y su ministro del Interior, Pedro Aguirre Cerda. Lo interesante, para estas consideraciones, es que el proyecto Alessandri –Poblete proponía una solución absolutamente distinta a la de los Conservadores en materia sindical. Los sindicatos propuestos eran de libre afiliación, para empleados u obreros, de base profesional y, por lo mismo, al no estar adscritos a una empresa, no se contemplaba participación en las utilidades.
La resistencia al proyecto laboral fue invencible durante los años 1921, 1922, 1923 y hasta septiembre de 1924, en que el empantanado trámite parlamentario fue superado por el Golpe Militar del 5 septiembre de 1924, que condujo al Presidente Alessandri a abandonar temporalmente su cargo; sin embargo alcanzó a dejar aprobadas por el Congreso en un histórico 8 de septiembre, siete leyes sociales claves, numeradas de 4053 a 4059, desgajadas del proyecto Alessandri –Poblete Troncoso y publicadas en el Diario Oficial entre el 26 y el 30 del mismo mes, salvo la Nº 4056 (sobre conciliación y arbitraje), que lo fue el 1º de diciembre. Entre tanto, la divergencia liberal-conservadora entre el sindicato único de empresa y el sindicato libre profesional no tuvo solución y ambos proyectos pasaron a la ley 4057, de 1924, primera ley sindical de Chile.
El 13 de mayo de 1931 –dos días antes de que el mundo conociera la encíclica Quadragesimo Anno de Pío XI- y bajo un cielo histórico harto diferente, el Presidente Ibáñez promulgó el decreto con fuerza de ley 178, compendio de la legislación social del momento. Aunque el procedimiento no era constitucionalmente muy ortodoxo y mereció justas críticas universitarias, el DFL 178 fue conocido como el Código de 1931 y duró más de medio siglo, manteniendo en su seno la antinomia inicial del sindicato único industrial obrero, de afiliación obligatoria, pero fuertemente financiado por el sistema de participación en las utilidades de la empresa, y el sindicato profesional, libre, pero pobre, porque no participaba en las utilidades de la empresa. Esta diferencia se hacía particularmente notoria y odiosa dado que la inmensa mayoría de los llamados sindicatos profesionales se “llamaban” así, pues no cabía otra denominación en el Código del Trabajo, aunque tenían por base la empresa y no la profesión, pero se diferenciaban en que agrupaban a empleados y no a obreros –por excepción eran mixtos de empleados y obreros-; su afiliación era libre y carecían de participación en las utilidades, privilegio exclusivo de los sindicatos únicos de obreros. Así, desde los inicios de la legislación laboral chilena, la libertad sindical apareció ligada a una forma asociativa pobre y menoscabada respecto del sindicato de afiliación forzosa, que habían creado los conservadores.
Dos meses y medio después de promulgado el DFL 178, el 26 de julio, la presión social obligaba al señor Ibáñez, a renunciar a su cargo. Todo parecía normalizado con la abrumadora victoria de don Juan Esteban Montero (64 por ciento de los sufragios) el 4 de octubre de 1931. El distinguido profesor y abogado asumió el 4 de diciembre, para ser derrocado por la revolución socialista encabezada por Marmaduque Grove y Eugenio Matte, el 4 de junio de 1932, iniciándose un período de inestabilidad constitucional, al que puso término la reelección de Alessandri Palma, el 30 de octubre de 1932. El orden constitucional resistió – no sin vicisitudes y riesgos – cuarenta años, hasta el 11 de septiembre de 1973.
El Código del Trabajo, entre tanto, fue registrando en su articulado, como un sismógrafo, la evolución del pensamiento social chileno, marcada por las tendencias intervencionistas y protectoras, que se originaban en la poderosa influencia tripartita de la OIT, dentro de la cual pugnaron el socialismo democrático (socialdemocracia), el sindicalismo cristiano y el marxismo-leninismo, proveniente de la revolución bolchevique, que antecedió en dos años a la OIT. En el sector empleador naturalmente había mayor influencia liberal, pero en la Organización como tal reinaba un indiscutible intervencionismo, que ya anunciaba su tripartismo e imponían las condiciones históricas. No olvidemos que la OIT era parte del Tratad de Versalles, celebrado por los “Estados” que intervinieron en la Primera Guerra Mundial. De ahí el peso de las representaciones gubernamentales y el protagonismo de la URSS en su accidentada presencia en ella. Como se sabe, la OIT, aunque nació como órgano de la Sociedad de Naciones, le sobrevivió y fue admitida como agencia especializada dentro del sistema de Naciones Unidas.
Si somos rigurosos, la legislación laboral chilena no emanó de la OIT, sino de la cultura social y europea de algunos ilustres promotores de ella, como fue el caso de los que hemos mencionado. Sin embargo, el nacimiento de la OIT le otorgó un respaldo muy grande y, desde luego, Alessandri Palma defendió con alma y vida la concordancia de la legislación nacional con la propugnada por la OIT. En general tenía razón. Pero el gran obstáculo, todavía sordo y encapsulado, residía en la concepción sui generis del sindicato industrial, tan abiertamente contrario a la libertad de asociación sindical. Sin embargo, nadie veía muy claro aún lo que ésta significaba y faltaban más de dos décadas para que en la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo de 1948 se aprobara el Convenio 87 sobre Libertad Sindical. Entre tanto, la “unidad de los trabajadores” como clase, sin preocuparse de la libertad para hacerlo, venía constituyendo una consigna penetrante del marxismo, desde la aparición de el Manifiesto de Marx y Engels, que terminaba con la conocida invocación: “Proletarios de todos los países, uníos”. Unidad de la clase obrera, sin ocuparse de la libertad, era la voz de orden del comunismo internacional y sus aliados. Aquí en Chile, esa consigna encontró en el sindicato único, de origen conservador, su gran apoyo. Muy poco tardaron los marxistas criollos en apoderarse de él y, junto con lograrlo, dominaron abrumadoramente el sindicalismo chileno.
Aprobado en la Conferencia General de la OIT de 1948 el Convenio 87 sobre Libertad sindical se hizo ostensible la contradicción entre el sistema sindical chileno y la consagración universal de la libertad sindical. La OIT fue teatro de una batalla sin tregua entre el sindicalismo libre norteamericano y el sindicalismo único y dictatorial soviético, atrincherado en la URSS y en la Federación Sindical Mundial. Los trabajadores europeos, vecinos de la gran superpotencia comunista, se refugiaron mayoritariamente en la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL), a la que también pertenecían los sindicatos norteamericanos (fusionados en la poderosa AFLCIO). La tercera central internacional de sindicatos, era la Cristiana, CISC (Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos), más pequeña, pero más antigua y fuertemente aferrada a la libertad sindical, por convicción y necesidad.
Es un deber –moral e histórico- destacar la claridad de visión y sentido de la oportunidad con que el padre Alberto Hurtado resolvió destinar, a contar de 1947, lo principal de sus esfuerzos a formar líderes cristianos en el mundo laboral, en especial entre los obreros, y, para ello, defender incansablemente la libertad sindical en su doble acepción: como derecho inalienable de los trabajadores para promover sus aspiraciones y derechos, y como irrenunciable imperativo de hacerlo en libertad, o sea, afiliándose libremente, para no ser juguete forzado del comunismo internacional. Este, a través de la Tercera Internacional, pretendía la unidad de la clase obrera internacional, bajo la égida de los sindicatos de la URSS, que, a su vez, eran verdaderos títeres en manos de Stalin. Hoy esto se aprecia con claridad, pero no era lo mismo jugarse por la libertad sindical en 1947, cuando la URSS era una de las dos superpotencias y dominaba el sindicalismo de occidente, con excepción del norteamericano, y las tres grandes “recetas” anticomunistas que brillaban en Europa en los años cuarenta, el fascismo italiano, el nazismo alemán y el franquismo español, se jugaron también contra el sindicalismo libre.
No podemos extendernos en este asunto aquí, que es específicamente lo que narra la reciente publicación de la Editorial Andrés Bello: “El padre Hurtado y su lucha por el sindicalismo libre” [2]. En cambio, resulta interesante indagar cómo la transformación de los talleres artesanales en empresas –pequeñas, medianas o grandes- y el estímulo a los sindicatos llamados industriales, condujeron al predominio de sindicatos y negociación por empresa, no obstante que el gran número de micro empresas y de empresas pequeñas y medianas hacía imposible o frágil la sindicación y negociación colectiva en ellas. Se contribuyó así a generar tasas muy bajas de sindicación; aun menores de negociación colectiva, y una superestructura sindical aparatosa, en sí misma débil, y dependiente del vigor que le infundían –al precio de ejercer la hegemonía- los partidos de base marxista. Como reacción y “a la defensiva”, primero, se fueron haciendo presentes, la socialdemocracia, en el mundo de los empleados, y más tarde, la democracia cristiana en todos los niveles, con ideales firmes, pero conceptos oscuros sobre como manejar la unidad y la libertad en el campo sindical.
En las últimas décadas del siglo XX, la irrupción de la llamada era post-moderna, con sus exigencias de tecnología y competitividad nacional e internacional, evidenció ante los trabajadores que su educación, calificación profesional y capacitación ocupacional les permitían niveles remuneracionales y oportunidades laborales que jamás proporcionaría la presión sindical, como aconteció a comienzos o mediados del siglo XX, donde predominaba el obrero de nula o baja calificación.
Además, el sindicato mismo, en su vida interna, sufrió una necesaria transformación de la que todavía no toma suficiente conciencia. El incremento del número de trabajadores calificados y los requerimientos de alta preparación profesional para mejorar las oportunidades y condiciones de empleo fueron erosionando la lucha por los “intereses comunes” de los asociados. Los trabajadores empezaron a distinguirse entre sí según su grado de calificación, que determinaba aspiraciones y remuneraciones muy diferentes entre ellos. Además, poco a poco se evidenció que la negociación colectiva redundaba en perjuicio de los altamente calificados, pues se buscaban soluciones que favorecían a la gran masa, de baja calificación, en perjuicio de los altamente calificados, que negociaban con ventaja individualmente o por pequeños grupos. De esta manera los trabajadores de alta calificación prefirieron negociar fuera del sindicato, o abandonarlo, porque los “intereses comunes” favorecían a los menos calificados.
Se torna, pues, imperativo corregir la tendencia que hace del sindicato el órgano propio de la negociación colectiva, como lo fue con toda razón a lo largo de este siglo. El sindicato debe ser ahora órgano asesor y de respaldo de sus afiliados, sea que éstos negocien individualmente, por grupos pequeños o por grupos mayores, a fin de que los beneficios de la negociación –individual o colectiva- estén más cerca del techo que del piso en su rango posible de remuneraciones y beneficios. Así la lucha sindical se inserta en una lucha por la justicia y no en una ciega presión de clase.
La empresa chilena se modernizó –o posmodernizó- adecuándose a las exigencias de una difícil y azarosa competencia. El sindicato ha sido lento en ello y ha seguido creyendo que es el órgano adecuado para negociar colectivamente.
Las exigencias de afinar los costos y perfeccionar los productos y servicios condujeron a las empresas a contratar y subcontratar servicios especializados. Los trabajadores de las grandes empresas arremetieron contra dicha tendencia en un comienzo, porque los sorprendió estructurados en sindicatos que respondían al tamaño de la empresa moderan (fordiana) y no posmoderna. Los sistemas de contratación y subcontratación, que “achicaban” la empresa primitiva y metían en un mismo ámbito a trabajadores provenientes de las empresas contratistas o subcontratistas, causaron estragos en la unidad sindical, alarma laboral y un conflicto inicialmente difícil de resolver.
La solución debe buscarse considerando que la empresa contratista (o subcontratista) trabaja también con personal especializado, el que en algunos casos preferirá asociarse como sindicato de empresa, según su base profesional, o bien no asociarse, mientras los organismos sindicales no amparen a todos sus afiliados, sean de alta, media o baja calificación. De alguna manera está renaciendo el valor de lo profesional dentro del empleo. Los sindicatos –que necesitan ser grandes para disponer de recursos e influencia- deberán ajustarse al imperativo de respaldar la negociación individual o colectiva, según la que sus afiliados prefieran, pero no monopolizar como única opción la de carácter colectivo global. Se tendrá que generar, tal vez, una mayor asimilación entre las organizaciones gremiales (colegios profesionales) y los grandes sindicatos interempresas o independientes (profesionales). En rigor, como se dijo, no puede disimularse una especie de renacimiento modificado de la profesión como base organizativa, la que fuera aventada por la revolución industrial y creó, en su época, conflictos, como el paradigmático entre la AFL y la CIO, en Estados Unidos.
Por otra parte, hay dos hechos adicionales, nuevos y trascendentales que condicionarán el quehacer del sindicalismo en el siglo XXI: a) El desmembramiento de la URSS y la evidencia pública de los crímenes del comunismo soviético, que han liberado al sindicalismo nuestro e internacional de la hegemonía marxista-leninista; y b) La decisión consensuada en Chile de vivir en una sociedad libre, fundada en la dignidad de la persona trabajadora y sus derechos inalienables para asociarse con otros trabajadores (libertad sindical) o para emprender actividades productivas (libertad de emprender), opciones que fortalecen la universalización de los convenios 87 y 98 de la OIT recién ratificados por Chile (1º de febrero de 1999).
Lo referido en el punto a) precedente creó un vacío en la dinámica sindical, que fue marxista durante casi todo el siglo XX. Reemplazar esa inspiración en la odiosa lucha de clases por una natural y justa lucha hacia una participación integrada en los esfuerzos y frutos del proceso productivo, requiere no sólo reformar las leyes, sino las convicciones y conductas de los protagonistas. Es lo que llamamos “una nueva cultura laboral”, por la que ya pugnaba el padre Hurtado en 1950, inspirado en las cartas pontificias hasta entonces conocidas y sobre la que han insistido todos los pontífices, incluyendo a Juan Pablo II en sus encíclicas Laborem Excercens (1981) y Centésimus Annus (1991), que coronan una doctrina enriquecida y adecuada a las circunstancias a través de cien año. Por otra parte, en cuanto al punto b) del apartado anterior, constituye, más que una ilusión, un verdadero desatino pretender funcionar una sociedad libre, sin el reconocimiento y respeto de ciertos valores éticos que regulen “desde adentro” (convicciones morales) el comportamiento humano y social. Sin bases éticas profundamente respetadas y compartidas, no será posible liberarse del intervencionismo que expresan las abundantes reglamentaciones jurídicas o legales.
Con todo, aunque la normativa sindical y de negociación colectiva que inspira los referidos convenios de la OIT es muy simple y abierta, resulta indispensable revisar la extensa jurisprudencia acumulada a través de casi cincuenta años por el Comité de Libertad Sindical, creado en 1951 a instancias del ECOSOC de Naciones Unidas. Sus más de mil resoluciones deben ser cuidadosamente cotejadas con nuestra legislación.
La referida comparación conducirá a esclarecer si hay o no conflicto y, si lo hay, dónde se encuentra. Ahora bien en caso de haberlo, hay que decidir si las modificaciones perturban, impiden, no afectan o ayudan al sistema de relaciones de trabajo que enmarca un período de crecimiento económico, sin precedentes en nuestra historia.
La OIT está consciente de que muchos de los convenios internacionales han quedado obsoletos con el transcurso del tiempo y las enormes transformaciones históricas. Es así como ella misma ha solicitado a los afiliados el desahucio de no menos de treinta y tiene en estudio la situación de muchos más. Por la inversa, ha fijado su atención en la generalización de unos pocos, que considera fundamentales y ligados estrechamente a los derechos humanos, expresados en la Declaración de Naciones Unidas (1948). Son los signados 29 y 105 (trabajo forzoso), 87 y 98 (sindicatos y negociación colectiva), 100 y 111 (no discriminación en remuneraciones y empleo) y 138 (edad mínima para el trabajo).
En este marco debe estructurarse una nueva política laboral –del Estado, las empresas y los trabajadores-, que conduzca a una nueva cultura laboral, fundada en profundas convicciones éticas y jurídicas. Sólo ella hará posible un uso socialmente aceptable, participativo, transparente y amistoso de la libertad de las personas y de los grupos, que facilite vivir en una sociedad libremente solidaria, dentro de un Estado lúcidamente subsidiario, donde el sindicalismo debe jugar su nuevo papel, orientado a la educación y capacitación de sus miembros, a fin de que puedan integrarse eficazmente a la empresa en la que trabajen. La antigua estabilidad en un mismo puesto a través de los años será la más de las veces sustituida por una aptitud para moverse buscando mejores niveles de rentas, correlativos a una mayor experiencia y capacitación (“empleabilidad” la llamó Chirac en la OIT), con un nivel de rentas cada vez más ajustado a la productividad. En la sociedad posmoderna el trabajador, en la medida en que alcance mayor calificación y ductibilidad, fijará las condiciones de trabajo. En tal sentido, el sindicato al que pertenezca será sólo el guardián de la justicia, asegurando una razonable y benéfica relación entre su productividad y su remuneración. También el mundo del trabajo, la educación y la capacitación impondrán una razonable aplicación del principio de subsidiariedad: el sindicato al servicio de la persona del trabajador, y no la asamblea multitudinaria aplastando las decisiones de quienes van dejando de ser “proletarios” para devenir trabajadores calificados o profesionales, libremente asociados y no forzadamente sometidos a las directivas, muchas veces partidistas, de un sindicato único.
En este mundo de la información y la participación, fundado en la dignidad del trabajo humano, expresado en la educación y calificación profesional del trabajador, las organizaciones sindicales devendrán organismos administradores del bienestar colectivo de los asociados, financiados con los aportes sindicales mejores, porque serán más altas las remuneraciones. La empresa, a su vez, será la herramienta principal que hará posible, más empleo y mejor remuneración según el progreso en la productividad. La educación, la información, la ciencia y la tecnología sustituirán necesariamente la pugna de clases por la negociación ilustrada, de nivel individual o colectivo, siendo el sindicato la entidad que procure la participación del trabajador en la empresa más cerca del techo que del piso –como dijimos- dentro del rango que permitan las condiciones de una economía libre y competitiva, que no puede abandonarse sin destruir el sistema que el mundo entero ha preferido en el cambio de siglo. El desarrollo económico y social, fundado en la educación y la capacitación, a su vez, hará que las organizaciones sindicales poderosas e ilustradas se parezcan cada vez más a la función que hoy cumplen los gremios o colegios profesionales.
En definitiva, la dignidad y calificación profesional del trabajo humano irá completando el sueño que se llamó alguna vez de “redención del proletariado”, que está deviniendo realidad, pero cuyo éxito final dependerá de que las normas libres por la que se rijan empresas y sindicatos tengan un fundamento moral, jurídico y cultural, para que la libertad sea compatible con la paz, la solidaridad y el progreso.
NOTAS
[1] Moris, James O, Las elites, los intelectuales y el consenso; INSORA, U de Chile, 1967, pág. 109 y sgts.
[2] Enero de 2000, investigación patrocinada por el CIDOC- Universidad Finis Terrae y DIBAM, con participación de los académicos Thayer, Moreno, Valdivieso, Tapia, Walker y Hernández.
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“En el centenario del nacimiento del Padre Hurtado: las once décadas del largo siglo sindical” (William Thayer). Humanitas Nº21, 2001.
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“El beato Padre Hurtado y el largo siglo sindical chileno” (William Thayer). Humanitas Nº28, 2002.
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“Mandato inconcluso” (William Thayer). Humanitas Nº44, 2006.
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“William Thayer, socialcristiano de cuerpo y alma" (Jaime Antúnez). Humanitas N°90, 2019.