Sala Clementina Lunes, 25 noviembre 2024
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me complace reunirme con ustedes al comienzo del año académico. Saludo y doy las gracias al gran canciller, monseñor Vincenzo Paglia, y al presidente, monseñor Philippe Bordeyne, así como a los vicepresidentes de las secciones internacionales, a los profesores, a los estudiantes, a los miembros de la Fundación Benedicto XVI y a los benefactores.
Como saben, el Documento final de la XVI Asamblea del Sínodo afirma que las familias son “un lugar privilegiado para aprender y experimentar las prácticas esenciales de una Iglesia sinodal” (n. 35). Para ello, deben crecer en la conciencia de que son “sujetos y no sólo destinatarios de la pastoral familiar”, responsables de “la edificación de la Iglesia y de su compromiso en la sociedad” (n. 64). Sabemos lo decisivos que son el matrimonio y la familia para la vida de los pueblos: la Iglesia siempre los ha cuidado, los ha sostenido y los ha evangelizado.
Desgraciadamente, hay países en los que las autoridades públicas no respetan la dignidad y la libertad a las que todo ser humano tiene un derecho inalienable como hijo de Dios. A menudo, las limitaciones e imposiciones pesan principalmente sobre las mujeres, obligándolas a ocupar puestos de subordinación. Y esto es muy malo. Sin embargo, desde el principio también había mujeres entre los discípulos del Señor, y «en Cristo Jesús —escribe san Pablo— no hay hombre ni mujer» (Ga 3, 28). Esto no significa que se anule la diferencia entre ambos, sino que en el plan de salvación no hay discriminación entre el hombre y la mujer: ambos pertenecen a Cristo, son «descendientes de Abraham y herederos según la promesa» (v. 29). Y hablando de las mujeres, un anciano sacerdote me decía: “¡Ten cuidado, no te equivoques, porque desde el día del Jardín del Edén ellas son las que mandan!”.
Por medio de Jesús todos somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium, n.1) y el Evangelio de la familia es una alegría que “llena el corazón y la vida entera” (Evangelii gaudium, n.1; Amoris Laetitia, n. 200). Es este Evangelio el que ayuda a todos, en todas las culturas, a buscar siempre lo que está en conformidad con lo humano y con el deseo de salvación arraigado en cada hombre y mujer.
En particular, el sacramento del matrimonio es como el buen vino que se sirve en las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-12). A este respecto, recordemos que las primeras comunidades cristianas se desarrollaron en forma doméstica, ampliando los núcleos familiares con la acogida de nuevos creyentes, y se reunían en las casas. Como vivienda abierta y acogedora, la Iglesia ha hecho desde el principio todo lo posible para que ninguna limitación económica o social impida vivir el seguimiento de Jesús. Entrar en la Iglesia significa siempre inaugurar una nueva fraternidad, fundada en el Bautismo, que abraza al extranjero e incluso al enemigo.
Comprometida con la misma misión, también hoy la Iglesia no cierra la puerta a los que luchan en el camino de la fe, sino que, al contrario, abre la puerta de par en par, porque todos “necesitan una atención pastoral misericordiosa y alentadora” (Amoris Laetitia, n. 293). Todos. No olviden esta palabra: todos, todos, todos. Jesús lo dijo en una parábola: cuando los invitados a la boda no llegan, el amo dice a los sirvientes: “Salgan a la calle y traigan a todos, a todos, a todos” – “Señor, a todos los buenos, ¿verdad?” – “No, a todos, buenos y malos, todos”. No olviden que “todos”, que es en cierta medida la vocación de la Iglesia, ser madre de todos.
La “lógica de la integración pastoral es la clave del acompañamiento pastoral” para aquellos que “conviven postergando indefinidamente su compromiso conyugal” y para los divorciados vueltos a casar. “Son bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos” (Amoris Laetitia, n. 299): su presencia en la Iglesia testimonia su deseo de perseverar en la fe, a pesar de las heridas de las experiencias dolorosas.
Sin excluir a nadie, la Iglesia promueve la familia, fundada en el matrimonio, contribuyendo en todo lugar y en todo tiempo a hacer más sólido el vínculo conyugal, en virtud de ese amor que es más grande que todo: la caridad (Amoris Laetitia, n. 89 ss.). En efecto, “la fuerza de la familia reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al amor” (Amoris Laetitia, n. 53). En las familias, las heridas se curan con el amor.
Queridos, los desafíos, los problemas y las esperanzas que afectan hoy al matrimonio y a la familia están inscritos en la relación entre la Iglesia y la cultura, que ya nos invitó a considerar san Pablo VI, subrayando que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo” (Evangelii nuntiandi n. 20). San Juan Pablo II y Benedicto XVI han profundizado el tema de la inculturación centrándose en los temas de la interculturalidad y la globalización. La capacidad de afrontar estos desafíos depende de la posibilidad de llevar a cabo plenamente la misión evangelizadora que compromete a todo cristiano. A este respecto, el último Sínodo ha enriquecido la conciencia eclesial de todos los participantes: la unidad misma de la Iglesia requiere, de hecho, el compromiso de superar los alejamientos o conflictos culturales, construyendo armonías y entendimientos entre los pueblos.
Corresponde al Instituto Juan Pablo II una cooperación especial en este campo, a través de estudios e investigaciones que desarrollen un conocimiento crítico de la actitud de las diferentes sociedades y culturas hacia el matrimonio y la familia. Por esta razón, he querido que el Instituto extienda su atención también “al desarrollo de las ciencias humanas y de la cultura antropológica en un campo tan fundamental para la cultura de la vida” (Summa familiae cura, Proemio).
Es bueno que las sedes del Instituto, presentes en diferentes países del mundo, desarrollen sus actividades en diálogo con estudiosos e instituciones culturales incluso de diferentes enfoques, como ya es el caso de la Universidad Roma Tre y del Instituto Nacional del Cáncer. Tenemos que avanzar en estas relaciones, es importante.
Espero que en todas las partes del mundo el Instituto apoye a los esposos y a las familias en su misión, ayudándoles a ser piedras vivas de la Iglesia y testigos de fidelidad, de servicio, de apertura a la vida y de acogida. ¡Caminemos juntos tras las huellas de Cristo! Este estilo sinodal corresponde a los grandes desafíos de hoy, frente a los cuales las familias son signo de la fecundidad y la fraternidad fundadas en el Evangelio. En este estilo de Iglesia, el anuncio de la Palabra es muy importante, pero la escucha de la Palabra es más importante. Antes de proclamar, escuchar: escuchar la Palabra predicada y escuchar la Palabra que viene de las voces de los demás, porque Dios habla a través de todos.
Les deseo a todos un fructífero año académico. Los bendigo a todos. Y les pido que por favor recen por mí. ¡Gracias!