El año 2020 qué recién pasó, vio partir, en estrecha secuencia de meses, a tres grandes figuras que sea por lo que tienen en común cómo por lo distinto, hablan en conjunto con elocuencia al país que somos, en el momento en el cual vivimos. Desde luego por lo que atañe a nuestra responsabilidad en el presente, si con San Alberto Hurtado pensamos que “una nación, más que por sus fronteras, más que su tierra, sus cordilleras, sus mares, más que su lengua o sus tradiciones, es una misión a cumplir; es futuro.”

Entre junio y octubre pasados, en efecto, primero Don Bernardino Piñera, luego el Dr. Juan de Dios Vial Correa y por último el Padre Gabriel Guarda, dejando hondas huellas en su camino, partieron de la patria terrena a aquella que fue, para cada uno de ellos, sostenido anhelo desde su juventud y secreto evidente de su longeva fecundidad. Habían nacido en un marco de años que va de 1915 a 1928, es decir, en el primer tercio del siglo XX, y un factor que ya les hermana es el contexto fuertemente cultural que respiraron junto con abrir sus ojos. Vinieron al mundo, entretanto, en lugares y situaciones bien distintas. En París recién comenzada la Primera Guerra Mundial, don Bernardino, quien realizó allí todos sus estudios escolares en el Lycee Janson; en Santiago, educándose en los Padres Franceses de la Alameda el Dr. Vial; en la capital cultural del sur de Chile, Valdivia, el Padre Guarda, quien concluyó sus “humanidades” en el internado Barros Arana, de reconocida excelencia entonces.

Son tres personas cuyo enorme talento se vuelca en seguida al otro. Los dos primeros son médicos. Dos son sacerdotes, uno de ellos obispo el otro abad. Dos son grandes profesores desde sus primeros pasos y por toda una prolongada vida. Los tres reciben el reconocimiento de sus pares a través de las Academias de Medicina, Ciencias e Historia. Uno monje, arquitecto y renombrado historiador, recibe el Premio Nacional en esta disciplina. Tres grandes, pues, en la vida contemporánea de Chile, a los que con justicia se puede aplicar el elogio que el Dr. Pedro Pablo Rosso hizo al segundo de ellos, cuando falleció en agosto: “luz como esta nace pocas veces en un siglo”.

La rica “variedad en la unidad” que en ellos se observa llama a mirar el segundo elemento, la ‘unidad’, pues son identificables por un fin similar en sus existencias, hacia el que partieron jóvenes y al que fueron arrastrados por fuerzas que no provenían tanto de su voluntad, sino a que dieron consentimiento. Es en realidad, la suya, una lograda plenitud de ser, que conocemos por como la expresan los filósofos y también bellamente algunos poetas: “Alma, buscarte has en Mí, y a Mí buscarme has en ti” (Teresa de Ávila).

Para decirlo en breve, son tres personas que cultivaron como verdadera forma de vida el silencio interior y la “escucha”, no en vano preludio de ese fenómeno fuertemente civilizatorio que es, a comienzos del siglo VI, la Regla de San Benito. Algo no tan sorprendente, tampoco, si pensamos que uno fue por largos años abad benedictino, otro “oblato” seglar de esa misma antiquísima escuela espiritual, y que el mayor de todos, llegada la edad de concluir su servicio episcopal, solía recluirse por tiempos en la abadía precordillerana de Las Condes para pensar un tema que le fascinó en el período final de su existencia, “el reencantamiento de la vida”, al cual dedicó algunos de los libros que entonces escribió. 

Destacables entre los aspectos humanos que los unen y a su vez distinguen del hábitat cultural que se ha impuesto, hay rasgos suyos que cualquiera que los conoció pudo admirar: son personas que “profesaron” un decidido amor a la pobreza; particularmente reconfortantes por su mansedumbre de carácter que convivía en perfecta armonía con la auctoritas; consecuentes trabajadores por la paz; animados siempre por ese distinguible amor que empuja a ser sal y luz en los más distintos lugares.

Hay costumbre en ámbitos académicos con gran tradición histórica, sabemos, de llamar “inmortales” a personas que destacaron notablemente en su quehacer cultural. Una extensión, de más hondo calado, encontramos acerca de esa “inmortalidad” en Maurice Zundel –teólogo suizo muy cercano a San Pablo VI– quién meditó en forma admirable, aunque a veces metafórica, sobre la muerte de cara a aquella. Estar muerto, explica Zundel, es primariamente la alienación, el estar fuera de sí; lo contrario exactamente del antedicho “alma buscarte has...”. Y es cuestión capital para él, más que saber si estaremos vivos después del tránsito de la muerte, comprender si acaso estamos vivos antes de la muerte. Pues muere lo que está muerto, dice. Y esta se sufre en la misma y propia existencia cuando ella es mero apéndice de las fuerzas ciegas de nuestra biología, un simple resultado de fuerzas físico-químicas y orgánicas que se cruzaron en el momento de nuestra concepción.

En la secuela de la definitiva inmortalidad, no cabe duda de que los tres sí encontraron y comunicaron su “Vita vitae” (San Agustín), la Vida de su vida.

Entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de 2020, a la vertiginosa velocidad de 100 mil kilómetros por hora, la Tierra ha recorrido 900 millones de kilómetros alrededor del sol. Estamos de nuevo en el mismo espacio que hace 365 días, pero no en el mismo tiempo. A su paso, desde esta región austral del planeta, tres rastros que debemos saber mirar se hacen presente en nuestro horizonte.

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