La tercera encíclica de Benedicto XVI se articula con coherente carácter lineal en relación con las dos anteriores (Deus Caritas est y Spe salvi) y arroja luz sobre una conexión ya presente en el título mismo, es decir, que “sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente”.  Como se sabe, el Papa parte de esta persuasión para reinterpretar de modo crítico la res social de hoy, que es llamada globalización y que plantea un desafío inédito.  En realidad, “el riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto”.  Por este motivo se requiere no sólo una voluntad determinada, sino también -y en primer lugar- un pensamiento lúcido que sepa proponer “una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales” del desarrollo.  En suma, se requiere “ampliar nuestro concepto de razón y de su uso”, según el urgente llamado que mueve, desde su comienzo, al magisterio de Benedicto XVI (ver Discurso de Ratisbona).

La alusión explícita a Pablo VI y a la encíclica Populorum progressio (1967), así como aquella indirecta a la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) de Juan Pablo II, constituyen en la reflexión de Benedicto XVI la base para una importante afirmación de carácter general, y por tanto la reafirmación de la Doctrina Social como un “corpus doctrinal” que hunde sus raíces en la fe apostólica y se sitúa con pleno derecho en el cauce de la Tradición, en conformidad con un proceso de rigurosa continuidad. De este modo, el Santo Padre quiere aclarar su punto de vista, que no está inspirado por alguna situación entendida sociológicamente, reflejando en cambio una perspectiva teológica precisa, cual es que “el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo”.

La percepción del desafío y la exigencia de un nuevo pensamiento (no sólo económico-social) en condiciones de expresar de la mejor manera posible la novedad de los hechos que están a la vista de todos y que han adquirido aún mayor gravedad precisamente con la reciente crisis financiera, lleva a reconsiderar lugares comunes y prejuicios arraigados con el fin de adentrarnos en una interpretación original del hecho humano de la globalización.  La reflexión de la encíclica Caritas in veritate está guiada por dos supuestos previos, de los cuales surge una perspectiva de gran aliento para la vida de la sociedad y de la Iglesia.

Los dos supuestos previos de fondo son, por una parte, la convicción de que el desarrollo no es puramente un asunto cuantitativo, sino más bien responde a una vocación, y por otra el hecho de que la justicia, si bien es necesaria, no es autosuficiente por cuanto exige caridad, así como la razón necesita la fe.  La perspectiva que surge es por tanto “una visión articulada del desarrollo”, que lleva a considerar cómo la cuestión social está hoy día inseparablemente ligada con la cuestión antropológica.  Ahora quisiera, aun cuando sea brevemente, desarrollar estos tres aspectos para llegar a una observación de fondo final.

Afirmar que “el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad, pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social” significa liberar de un ciego determinismo la interpretación de la globalización y reiterar que también este complejo fenómeno está vinculado con la variable humana.  No se produce entonces la fatalidad de atenerse sólo a datos considerados objetivos y científicos, olvidando la medida en el que componente humano tiene un rol decisivo en las elecciones hechas una y otra vez.  Esto permite comprender que el desarrollo no es proceso rectilíneo, casi automático y en sí mismo ilimitado, sino determinado por la calidad humana de los correspondientes actores.  Por este motivo, Benedicto XVI invita a una interpretación que no se contenta con el mero análisis de las estructuras humanas, sino que remite a un nivel más profundo.  “En realidad -escribe-, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos.  Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado”.  Esto exige un examen preciso de conciencia, al cual no se sustrae la Encíclica, refiriéndose a los avances efectivamente llevados o no llevados a cabo en la dirección augurada por la encíclica Populorum pregressio.  Ciertamente, muchos resultados se han obtenido, pero la FAO, el 19 de junio de 2009, comunicó sus estimaciones: el hambre en el mundo alcanzará un nivel histórico en 2009, con 1.020 millones de personas en estado de desnutrición.

La peligrosa combinación de la recesión económica mundial y los persistentes elevados precios de los bienes alimenticios en muchos países ha llevado aproximadamente a cien millones de personas más, en comparación con el año anterior, más allá del umbral de la desnutrición y la pobreza crónica.  La Encíclica nos hace tomar conciencia de que “los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes”, para agregar enseguida: “Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas”.  En realidad, “los costos humanos son siempre también costos económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costos humanos”.  No se cansa, por otra parte, de comprender que “el aumento masivo de la pobreza no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del “capital social”, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil” (ibídem).  Únicamente si el desarrollo es una vocación y no un destino, se puede esperar tener todavía márgenes de modificación y sobre todo de transformación.  Ciertamente, “a pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, la globalización no es, a priori, ni buena ni mala.  Será lo que la gente haga de ella.  Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad”.

¿Pero cómo ayudar a la razón a no ceder ante una interpretación resignada de la realidad, y sobre todo cómo ayudarla a hacer surgir las potencialidades que se encuentran en el recurso que es el hombre? Hay ciertamente una respuesta en el hecho de que ya en la encíclica Deus Caritas, est, la Doctrina Social de la Iglesia se presenta como el lugar donde la caridad purifica la justicia.  Por otra parte, esta purificación es simplemente un momento de aquella purificación más amplia que la fe está llamada a ejercer con respecto a la razón.

El concepto de “purificación” está muy lejos de ser negativo, como podría parecer a primera vista y ante la oposición de la simple negación o la mera condena.  Eso significa que la justicia es asumida, pero al mismo tiempo valorada por la caridad.  Entre estas dos realidades hay por último una relación que opera en ambas direcciones: por una parte, no hay caridad sin justicia porque se trataría de mero asistencialismo; por otra parte, no se da la justicia sin caridad porque se terminaría en el abandono de un árido legalismo.

Llegar a intuir el exceso es también en primer lugar una necesidad de la caridad, dada la insuficiencia de la justicia; pero es con todo fruto de una intuición que va mucho más allá de la mera razón. Es preciso rescatar una categoría, como es la fraternidad, que no por azar Benedicto XVI sitúa en posición delantera en la relación entre desarrollo económico y sociedad en el capítulo tercero de la encíclica Caritas in veritate.  El gran desafío que tenemos al frente “es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria”.

De aquí surge una interesante serie de reflexiones en cuanto al rol del non profit, que aluden a la hibridación de los comportamientos económicos y de las empresas, abriendo enfoques poco comunes en la interpretación de las relaciones internacionales, para llegar a una vigorosa afirmación: “El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia”.

Esta clara afirmación de carácter permanente en el Vaticano (Gaudium et spes, n. 77) requiere en realidad “requiere en realidad “un nuevo impulso del pensamiento” y obliga “a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación.  Es un compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre”.  De ese modo el Papa se hace cargo una vez más de restituir la dignidad a la interrogante sobre Dios y de reabrir, al interior del debate público, la cuestión de la fe, llamada a purificar la razón, así como la caridad orienta y lleva a término la justicia, si el mundo no quiere sucumbir ante sus lógicas deshumanizadoras.

Se comprende entonces por qué el Evangelio se manifiesta como el principal factor de desarrollo y -por qué la Iglesia entrega su propio aporte al desarrollo ante todo cuando anuncia a Cristo, lo celebra y da testimonio del mismo, es decir, cuando cumple su propia misión de evangelización.

El punto de llegada de todo lo señalado sobre la relación entre justicia y caridad, y la perspectiva más original del texto pontificio es reconducir la cuestión social a la cuestión antropológica, marcando la necesaria correlación existente entre estas dos dimensiones, que se encuentran o caen juntas.  Por este motivo, Benedicto XVI propone vigorosamente la relación entre ética de la vida y ética social, desde el momento que no puede “tener bases sólidas una sociedad que -mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz- se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada”.  Concretamente, esto significa que en el verdadero desarrollo no pueden separados los temas de la justicia social de los temas del respeto por la vida y la familia, y que se equivocan todos aquellos que en estos años se han contrapuesto entre defensores de la ética individual y partidarios de la ética social.  En realidad, ambas cosas están juntas.

Proporciona un ejemplo elocuente la conciencia cada vez mayor de que el problema demográfico, que ciertamente tiene relación con la dinámica afectiva y familiar, representa también una articulación decisiva de las políticas económicas e incluso del Welfare.  El hecho de haber subestimado el impacto de la familia en el plano social y económico, considerándolo un asunto privado, cuando no se ha visualizado sin más como un legado cultural del pasado, ha constituido una miopía cuyas consecuencias hoy están pagando sobre todo las generaciones más jóvenes, cada vez menos numerosas y de menor importancia.  La ligazón entre ética de la vida es un imperativo categórico también en otros ámbitos delicados, y lleva al convencimiento, por ejemplo, de que la eugenesia es mucho más preocupante que la pérdida de la biodiversidad en el ecosistema o que el aborto y la eutanasia corroen el sentido de la ley e impiden básicamente acoger a los más débiles, representando una herida para la comunidad humana con enormes consecuencias de degradación. Como estaca con fuerza el Papa: “Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosa para la vida social”.

Una vez más, la Encíclica contribuye a hacer surgir un sentido más profundo del desarrollo mediante el cual sea posible vincular los derechos humanos con un cuadro más amplio de obligaciones, contribuyendo así a entender debidamente la libertad individual, que siempre debe ajustar cuentas también con la responsabilidad social. Algunos fenómenos de degradación política que presenciamos en la actualidad y revelan carencia de proyecciones y entrega a intereses de corto plazo, así como los episodios de embrutecimiento financiero que han llevado al colapso del sistema económico, afectando a los grupos más débiles de ahorrantes, confirman que la ética social se sostiene únicamente sobre la base de la calidad de los individuos.  Lo dice expresamente el Papa: “El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.

Termino refiriéndome a un tema que ha producido impacto en la opinión pública y puede representar una especie de prueba experimental en contrario de la validez de la interpretación del “desarrollo integral”, que Benedicto XVI propone a todos los hombres de buena voluntad en la estela de la gran intuición de la Encíclica Populorum progressio de Pablo VI.  Me refiero al tema del medio ambiente, al cual está expresamente dedicada parte significativa del capítulo IV (nn,48-52) y que destaca una preocupación recurrente en el magisterio del actual Pontífice.  Escribe Benedicto XVI: “La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público: Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos.  Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo.  Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida.  En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia”.  Por tanto, la crisis ecológica no puede interpretarse como un hecho exclusivamente técnico, sino que remite a una crisis más profunda, porque a los “desiertos exteriores” corresponden “los desiertos interiores” (ver Benedicto XVI, Homilía para el inicio del Ministerio Petrino, 24 de abril de 2005), así como con la muerte de los bosques “a nuestro alrededor” hacen juego las neurosis psíquicas y espirituales “dentro de nosotros”, y a la contaminación de las aguas corresponde la actitud nihilista ante la vida.  Cuando de hecho el hombre no es considerado en la totalidad de su vocación y no se respetan las exigencias de una verdadera “ecología humana”, se desencadenan las dinámicas perversas de la pobreza, comprometiendo fatalmente también el equilibrio de la Tierra.  Es una prueba más, si todavía fuese necesario, de que “el problema decisivo del desarrollo es la capacidad moral global de la sociedad”.

La crisis actual es prueba por tanto de la necesidad de reconsiderar el modelo económico llamado “occidental”, como por lo demás ya es pronosticado en la encíclica Centesimus annus (1991).  Con todo, la mirada de la Encíclica está muy lejos de ser pesimista o fatalista.  Por el contrario, se abre con realismo al futuro con la siguiente invitación, que deseo hacer mía: “La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas.  De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo.  Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada”.

 

 

La encíclica Caritas in veritate, ofrecida hace tres años para la meditación de todos los creyentes y no creyentes coherentemente interesados en el desarrollo humano integral -en la acepción del personalismo de Mounier y Maritain, y en esa estela, de la encíclica Populorum Progressio (1967) de Pablo VI-, es un bello ejemplo de género literario que sabe moverse, de manera fecundamente anfibia, entre todos los ámbitos del saber que se ocupan del proceder humano en la pluralidad de sus formas.  Entre las numerosas preguntas abiertas que nos ha legado la modernidad, se encuentra una vinculada con la disidencia no resuelta entre las líneas de pensamiento que, para aclarar importantes dinámicas de nuestra sociedad, han terminado disolviendo la subjetividad en lo colectivo (pensemos en el neomarxismo o en el neoestructuralismo) y las líneas de pensamiento que ciertamente han exaltado la subjetividad, pero cuyo precio ha sido reducir lo social a mera suma de preferencias individuales (éste es el resultado alcanzado por el individualismo en sus versiones extremas, ya que confunde la condición social, también propia de los animales, con la sociabilidad, que es en cambio típica de los hombres).

La Encíclica tiene el notable mérito de constituir una soldadura entre estas dos polaridades. ¿Cómo?

Poniendo en el centro del saber práctico el principio del don como gratuidad, Benedicto XVI muestra convincentemente cómo, en las condiciones históricas actuales, es un error visualizar los términos que describen las parejas independencia-pertenencia, libertad-justicia, eficiencia -equidad y autointerés- solidaridad como alternativas.  Por consiguiente, es equivocado pensar que todo reforzamiento del sentido de pertenencia deba visualizarse como una reducción de la independencia de la persona; todo avance en el frente de la eficiencia, como una amenaza a la equidad; todo mejoramiento del interés individual, como un debilitamiento de la solidaridad.  El hecho de que no se trata de una operación cultural descartada o de escasa importancia nos lo revela la circunstancia de que la práctica de la gratuidad es hoy objeto de ataque por un doble frente: de los neoliberales y de los neoestatistas, si bien con propósitos totalmente distintos.  Los primeros apelan a la extensión máxima posible de las prácticas del don como regalo para llevar agua al molino del “conservatismo compasivo”, con el fin de asegurar los niveles mínimos de servicio social a los segmentos débiles de la población, a los cuales, de lo contrario, el desmantelamiento del welfare state por aquéllos invocado dejaría sin cobertura alguna.  Sin embargo, percibimos que no es éste el sentido del proceder dadivoso si consideramos que la atención a los portadores de necesidades no es objetual, sino personal.  La humillación de ser considerados “objetos”, aun cuando sea de filantropía o de atención compasiva, es el límite grave de la concepción neoliberal.

Básicamente, no es distinto el ataque proveniente de la concepción neoestatista.  Presuponiendo una gran solidaridad de parte de los ciudadanos para la realización de los llamados derechos de ciudadanía, el Estado otorga carácter obligatorio a ciertos comportamientos.  De ese modo, sin embargo, amplía el concepto de gratuidad, negando en la práctica, a nivel de discurso público, todo espacio a principios distintos al de solidaridad; pero una sociedad que elogia verbalmente la acción gratuita y luego no reconoce su valor en los lugares donde la necesidad se manifiesta de distintas maneras, entra tarde o temprano en contradicción consigo misma.

Si se admite que el don cumple una función profética o -como se ha dicho- trae consigo una “bendición oculta” y luego no se permite que esta función se manifieste en la esfera pública, porque el Estado piensa en todo y en todos, está claro que esa virtud por excelencia que es el espíritu del don sólo podrá registrar una lenta atrofia.

La asistencia por la vía exclusivamente estatal tiende a producir sujetos ciertamente asistidos, pero no respetados, ya que no logra evitar la trampa de la “dependencia reproducida”.  Es realmente peculiar que no se logre comprender de qué manera la posición neoestatista es cercana a la neoliberalista en cuanto concierne a la identificación del espacio dentro del cual debe situarse la gratuidad.  De hecho, ambas matrices del pensamiento relegan la gratuidad a la esfera privada, expulsándola del ámbito público: la matriz neoliberalista por cuanto considera que para el bienestar bastan los contratos, los incentivos y reglas del juego bien definidas (y que se hagan respetar); la otra matriz, en cambio, por cuanto sostiene que para realizar en la práctica la solidaridad basta el Estado Social, el cual puede ciertamente recurrir a la justicia, pero no a la gratuidad, sin duda.

El desafío que nos invita a acoger la encíclica Caritas in veritate es el de luchar por restituir el principio de gratuidad a la esfera pública.  El don auténtico, afirmando el primado de la relación sobre su exoneración, del vínculo intersubjetivo sobre el bien donado, de la identidad personal sobre lo útil, debe poder encontrar un espacio de expresión en todas partes, en cualquier ámbito del proceder humano, incluida la economía, y sobre todo en la economía, donde es de máxima urgencia crear y defender espacios en los cuales se dé testimonio de la gratuidad, es decir, que ésta opere.  Veamos ahora cómo aplicar semejante pensamiento a la interpretación de la crisis actual.

Hay dos tipos de crisis que grosso modo es posible identificar en la historia de nuestras sociedades: una dialéctica y la otra entrópica.  Es dialéctica la crisis que nace de un conflicto fundamental, que se materializa en el interior de una determinada sociedad y contiene, dentro de sí misma, los gérmenes o las fuerzas de la propia superación (obviamente, la salida de la crisis no representa necesariamente un progreso con respecto a la situación anterior).  Son ejemplos históricos y famosos de crisis dialéctica la revolución americana, la revolución francesa y la revolución de octubre, en Rusia, en 1917.  Es entrópica, en cambio, la crisis que tiende a producir un colapso en el sistema, por implosión, sin modificarlo.  Este tipo de crisis se desarrolla siempre cada vez que la sociedad pierde el sentido, es decir, literalmente, la dirección de su propio paso gradual.  La historia también nos ofrece ejemplos notables de dicho tipo de crisis: la caída del imperio romano, la transición del feudalismo a la modernidad, la caída del muro de Berlín y del imperio soviético.

¿Por qué es importante esa distinción? Porque las estrategias de salida de cada uno de los tipos de crisis son distintas.  No se sale de una crisis entrópica con ajustes de carácter técnico ni con medidas puramente legislativas o reglamentarias -aun cuando sean necesarias-, sino enfrentando abiertamente, resolviéndola, la cuestión del sentido.  Precisamente por este motivo son indispensables con ese fin minorías proféticas que sepan indicar a la sociedad la nueva dirección hacia la cual moverse mediante un pensamiento adicional y sobre todo el testimonio de las obras.  Así ocurrió cuando Benito, lanzando su célebre “ora et labora”, inauguró la nueva era de las catedrales (nunca será suficiente lo dicho sobre el alcance revolucionario, tanto en el plano social como económico, del planteamiento conceptual del carisma benedictino.  El trabajo, considerado por siglos actividad típica del esclavo, con Benito se convierte más bien en la vía maestra para la libertad: es para llegar a ser libres que se requiere trabajar.  No es eso solamente: además, el trabajo se eleva al nivel de la oración.  Como dirá luego Francisco, ay si se separan trabajadores y contemplativos; en cada persona, oración y trabajo siempre deben proceder paralelamente).

Ahora bien, la gran crisis económico-financiera actual es de tipo básicamente entrópico, y por tanto, salvo en aspectos puramente cuantitativos, no es correcto asimilarla a la de 1929, que fue de carácter más bien dialéctico.  Esta última se debió de hecho a errores humanos cometidos sobre todo por las autoridades de control de las transacciones económicas y financieras, consecuencia de un preciso déficit de conocimiento crítico sobre los modos de funcionamiento del mercado capitalista, tanto que se requirió el “genio# de J.M. Keynes para salir adelante.  Pensemos en el rol del pensamiento keynesiano en la articulación del New Deal de Roosevelt.  Ciertamente, es verdad que en la crisis actual ha habido errores humanos -incluso graves, como mostré en Zamagni (2009)- pero han sido consecuencia no tanto de un déficit de conocimientos, sin más bien de la crisis de sentido de la sociedad del Occidente avanzado a partir del comienzo de ese evento de alcance epocal que es la globalización.

Surge espontáneamente la siguiente interrogante: ¿en qué se expresa y dónde se ha manifestado principalmente esta crisis de sentido? Mi respuesta es: en una triple separación, y precisamente la separación entre la esfera de lo económico y la esfera de los social; el trabajo separado de la creación de la riqueza, y el mercado separado de la democracia.  Quiero aclarar esto, aun cuando sea brevemente, comenzando por la primera.  Uno de los tantos legados ciertamente no positivos que nos ha dejado la modernidad es la convicción según la cual es título de acceso al “club de la economía” al ser buscadores de utilidad, de tal manera que no somos empresarios propiamente tales si no procuramos aspirar exclusivamente a la maximización de la utilidad.  En caso contrario, debemos resignarnos a forma parte del ámbito social, donde precisamente operan las empresas sociales, las cooperativas -a su vez hija del error teórico que lleva a confundir la economía de mercado, que es el genus, con una determinada identificando la economía con el lugar de producción de la riqueza (un lugar cuyo principio regulador es la eficiencia) y concibiendo lo social como el lugar de la redistribución, donde la solidaridad y/o la compasión (pública o privada) son los cánones fundamentales.  Se han visto y estamos viendo las consecuencias de esa separación.  Como lo mostró Angus Maddison, el famoso historiador de la economía, en los últimos treinta años los indicadores de desigualdad social, interestatal e intraestatal ha registrado aumentos simplemente escandalosos, incluso en aquellos países donde el welfare state ha tenido un rol importante en términos de recursos administrados.  Sin embargo, muchos economistas y filósofos de la política han creído durante mucho tiempo que la propuesta kantiana –“hagamos más grande la torta y luego repartámosla con justicia”- sería la solución del problema de la equidad.  No es posible no recordar al respecto el poder expresivo del aforismo lanzado por el pensamiento económico neoconservador, según el cual “una marea que sube levanta todas las embarcaciones”, de donde proviene la famosa tesis del efecto de goteo (trickle-down effect): la riqueza, a modo de lluvia benéfica, rocía tarde o temprano a todos, incluso a los más pobres.  Y debemos decir que León Walras, el gran economista francés, ya advirtió en 1873: “Cuando se proceda a la repartición de la torta, no se podrán distribuir las injusticias cometidas para hacerla ser más grande”.  Estas palabras han sido tristemente verificadas por la crisis actual.

La encíclica Caritas in veritate del Papa Benedicto XVI indica claramente que el camino de salida del problema aquí planteado reside en recomponer lo que ha sido artificiosamente separado.  Tomando posición a favor de esa concepción del mercado -típica de la economía civil- según la cual el vínculo social no puede reducirse a mero “cash nexus”, la Encíclica sugiere que se puede vivir la experiencia de la condición social humana dentro de una vida económica normal y no al margen de la misma, como pretendería el modelo dicotómico del orden social.  El desafío que se debe asumir es entonces el de la segunda navegación, en el sentido de Platón: ni visualizar la economía en conflicto endémico y ontológico con la vida buena, porque se ve como lugar de la explotación y la enajenación, ni concebirla como el lugar donde pueden encontrar solución todos los problemas de la sociedad, como considera el pensamiento anarco-liberal.

Paso al segundo caso de separación.  Durante siglos, la humanidad se apoyó en la idea de que también en el origen de la creación de la riqueza se encuentra el trabajo humano, de cualquier tipo que éste haya sido.  Así, Adam Smith inicia su obra fundamental, “La riqueza de las naciones” (1776), precisamente con esa consideración. ¿Cuál es la novedad que la financiarización de la economía, iniciada aproximadamente hace treinta años, ha acabado por determinar? La idea según la cual las finanzas especulativas crearían la riqueza en mucho mayor medida y con bastante más rapidez que la actividad laboral.  Una gran cantidad de episodios y hechos nos confirman esto.  En Gran Bretaña, país de origen de la revolución industrial, el sector manufacturero contribuye hoy con un modesto 12% el PIB nacional, y hasta el año 2008 los trabajadores del sector financiero habían llegado a ser más de seis millones (hoy la mitad de ellos están sin trabajo).  En las últimas décadas, en las mejores universidades del mundo, los trabajadores dependientes y los programas de investigación de business studies literalmente tan explotado, desplazando y/o empobreciendo otras áreas de estudio (véase también la distribución de los fondos entre áreas de investigación, y también los cursos de doctorado o los planes de estudio elegidos por los estudiantes también los cursos de doctorado o los planes de estudio elegidos por los estudiantes matriculados en las facultades de economía), y así sucesivamente.  La afirmación y la difusión del ethos de las finanzas tienden -con la complicidad de los medios de comunicación- a acreditar la convicción de que no es necesario trabajar para enriquecerse; es preferible probar la suerte y sobre todo no tener demasiados escrúpulos morales.

Las consecuencias de semejantes pseudo-revolución cultural están a la vista de todos (pensemos en la torpe tentativa de sustituir la imagen del trabajador con la del ciudadano-consumidor como categoría central del orden social).  Hoy, por ejemplo, no disponemos de una idea compartida del trabajo que nos permita comprender las transformaciones actuales.  Sabemos que, a partir de la Revolución Comercial del siglo XI, se consolida gradualmente la idea del trabajo artesanal, que realiza la unidad entre actividad y conocimiento, entre proceso productivo y oficio, remitiendo este último término al concepto de maestría.  Con el advenimiento de la revolución industrial en primer lugar y del fordismo-taylorismo luego, avanza la idea de la tarea (señal de actividades parceladas), ya no más del oficio, y con ella la centralidad de la libertad de trabajo, como emancipación del “reino de la necesidad”. ¿Y qué idea tenemos del trabajo hoy que hemos entrado en la sociedad postfordista?

Hay quienes proponen la idea de la competencia expresada en términos de figura profesional, pero no nos percatamos de las implicaciones peligrosas que de ahí pueden derivar.  Una entre todas: la confusión entre meritocracia y principio de meritoriedad, como si los dos términos fuesen sinónimos.  La civilización occidental se apoya en una idea fuerte, la idea de la “vida buena”, de donde proviene el derecho-deber para cada uno de proyectar la propia vida con miras a una felicidad civil. ¿Pero de dónde partir para conseguir semejante objetivo sino del trabajo entendido como lugar de una buena existencia? El florecimiento humano, es decir, la eudaimonía en el sentido aristotélico, no se busca hoy en el trabajo, como ocurría ayer, siendo que el ser humano encuentra su humanidad mientras trabaja.  De aquí proviene la urgencia de comenzar a elaborar el concepto de eudaimonía laboral, que por una parte vaya más allá de la hipertrofia laboral típica de nuestros tiempos (el trabajo que llena un vacío antropológico creciente) y por otra parte sirva para expresar la idea de libertad de trabajo (la libertad de elegir aquellas actividades en condiciones de enriquecer la mente y el corazón de quienes están comprometidos en el proceso laboral).

Claramente, la adopción del paradigma eudaimónico implica que los fines de la empresa -independientemente de su forma jurídica- no pueden reducirse únicamente a la utilidad, si bien no la excluyen.  Implica por tanto que puedan nacer y desarrollarse empresas con vocación civil en condiciones de superar la propia autorreferencialidad, dilatando de este modo el espacio de la posibilidad efectiva de elección laboral por parte de las personas.  No olvidemos, en realidad, que elegir la mejor opción entre las que ofrece un “mal” conjunto de elección no significa de ningún modo que un individuo se merece lo que ha elegido.  La libertad de elección establece el consenso solamente si quien elige se encuentra en condiciones de concurrir a la definición del conjunto de elección mismo.  Que se haya olvidado el hecho de que no es sostenible una sociedad de humanos en la cual todo se reduce, por una parte, a mejorar las transacciones basadas en el principio del intercambio de equivalentes, y por otra parte a actuar sobre transferencias de tipo asistencialista de carácter público, nos da cuenta de por qué es tan difícil pasar de la idea del trabajo como actividad a la del trabajo como obra.

Por último, siempre es preciso hablar de una tercera separación en el fondo de la crisis actual.  Desde siempre, la teoría económica -especialmente en la escuela de pensamiento neo-austríaca- sostiene el éxito y el progreso de una sociedad dependen crucialmente de su capacidad de movilizar y administrar el conocimiento existente, disperso entre todos los que la constituyen.  Ciertamente, el mérito principal del mercado, entendido como institución socioeconómica, consiste precisamente en proporcionar una solución óptima para el problema del conocimiento.  Como ya lo aclaró F. von Hayek en su célebre (y celebrado) ensayo de 1937, para canalizar de manera eficaz el conocimiento local, es decir, aquel del cual son portadores los ciudadanos de una sociedad, es necesario un mecanismo descentralizado de coordinación, y es precisamente el sistema de precios del cual consta básicamente el mercado lo que sirve para esta tarea. Esta manera de ver las cosas, bastante común entre los economistas, tiende sin embargo a oscurecer un elemento de importancia central.  En verdad, el funcionamiento del mecanismo de precios como instrumento de coordinación presupone que los sujetos económicos compartan y por consiguiente comprendan el “idioma” del mercado.  Valga una analogía.  Los peatones y los automovilistas se detienen ante el semáforo en rojo porque comparten el mismo significado de la luz roja.  Si esta última evocase para algunos la adhesión a una determinada posición política y para otros una señal de peligro, evidentemente ninguna coordinación sería posible, con las consecuencias que es fácil imaginar.  El ejemplo sugiere que no hay uno, sino dos tipos de conocimiento requeridos por el mercado para llevar a cabo la tarea principal anteriormente indicada.  El primer tipo se encuentra en todos los individuos y es aquel que -como lo aclara debidamente el mismo F. von Hayek -puede administrarse mediante los mecanismos normales del mercado.  El segundo tipo de conocimiento es, en cambio, aquel que circula entre los diversos grupos que constituyen la sociedad y tiene relación con el idioma común que permite a una pluralidad de individuos compartir los significados de las categorías de discurso que se utilizan y entenderse recíprocamente cuando entran en contacto.

Es un dato de hecho que en toda sociedad coexisten muchos lenguajes distintos, y el lenguaje del mercado es sólo uno de éstos.  Si fuese el único, no habría problemas: para movilizar de manera eficiente el conocimiento local de tipo individual, serían suficientes los instrumentos habituales del mercado; pero no es así, por la sencilla razón de que las sociedades contemporáneas son contextos multiculturales en los cuales el conocimiento de tipo individual debe viajar a través de confines lingüísticos, y esto presenta dificultades formidables.  El pensamiento neo-austríaco ha podido prescindir de esas dificultades, asumiendo implícitamente que el problema del conocimiento de tipo comunitario de hecho no existiría, por ejemplo, porque todos los miembros de la sociedad comparten el mismo sistema de valores y aceptan los mismos principios de organización social; pero cuando no es así, como la realidad nos obliga a constatar, ocurre que para gobernar una sociedad “multi-lingüística” se requiere otra institución, fuera del mercado, que haga surgir ese idioma de contacto capaz de hacer dialogar a los miembros pertenecientes a diversas comunidades lingüística.  Ahora bien, esta institución es la democracia deliberativa.  Esto nos ayuda a comprender por qué el problema de la gestión del conocimiento en nuestras sociedades actuales, y por tanto en definitiva el problema del desarrollo, postule que dos instituciones -la democracia y el mercado- se encuentran en condiciones de operar conjuntamente, una junto a la otra.  En cambio, la separación entre mercado y democracia que se ha ido consumando en el curso del último cuarto de siglo, sobre la ola de la exaltación de cierto relativismo cultural y de una exasperada mentalidad individualista, ha hecho creer -incluso a estudiosos bien informados- que sería posible expandir el área del mercado sin preocuparse de ajustar cuentas con la intensificación de la democracia.

Son dos las principales implicaciones provenientes de lo anterior: en primer lugar, la idea perniciosa según la cual el mercado sería una zona moralmente neutra que n o requeriría someterse a juicio ético alguno, ya que contendría en el propio núcleo duro (hard core) los principios morales suficientes para su legitimación social.  por el contrario, por no encontrarse en condiciones de auto-establecerse, el mercado, para adquirir existencia, presupone que ya se ha elaborado el “idioma de contacto”.  Y bastaría esa consideración para derrotar por sí misma toda pretensión de autorreferencialidad.  Segundo, si la democracia, que es un bien frágil, está sujeta a una lenta degradación, puede ocurrir que se impida al mercado adoptar y administrar de manera eficiente el conocimiento, y por consiguiente puede suceder que la sociedad deje de progresar, sin que esos se produzcan debido a algún defecto de los mecanismos del mercado, sino más bien por un déficit de democracia.  Ahora bien, la crisis económico-financiera en curso -una crisis de carácter ciertamente entrópico y no dialéctico- es la mejor y más aguda confirmación empírica de dicha proposición.  Pensemos, por dar un solo ejemplo, en el predominio, en las esferas tanto económica como política, del cortoplacismo (short termism), de la idea según la cual el horizonte temporal de las decisiones debe ser el período breve.  La democracia, en cambio, apunta necesariamente hacia el período largo.  Si las preposiciones del mercado son sin -contra- sobre (sin los demás contra los demás), las de la democracia son con -para- en (con los demás, para los demás, en los demás).  En definitiva, necesitamos reunir nuevamente mercado y democracia para conjurar el doble peligro del individualismo y del estatismo centralista.  Hay individualismo cuando cada miembro de la sociedad quiere se el todo; hay centralismo cuando un solo componente quiere ser el todo.  En un caso, se exalta de tal manera la diversidad como para dar muerte a la unidad del consorcio humano; en el otro caso, se sacrifica la diversidad para afirmar la uniformidad.

Un concepto que se repite varias veces en la encíclica Caritas in veritate, sobre todo a propósito de la crisis económico-financiera actual, y sirve para hacernos comprender el sentido propio de las consideraciones anteriores es el concepto de avaricia como avidez.  Como se sabe, para la tradición judeo-cristiana, la avaricia es el vicio capital responsable en mayor medida de los fenómenos de escasez y los consiguientes conflictos distributivos.  Es biunívoco el vínculo subsistente entre avaricia y escasez: por una parte, esta última actúa como estímulo hacia la adopción de comportamientos cada vez más auto-interesados, ya que la posesión de bienes escasos acrecienta el prestigio y la consideración social; por otra parte, la avaricia tiende a agravar las diversas formas de escasez a causa del impacto negativo en la disponibilidad de bienes y de la dificultad de distinguir en la práctica entre necesidades y deseos.  Puede ser interesante recordar, al respecto, que la palabra hebrea para dinero -el objeto principal anhelado por el avaro -es damin, que el Talmud y en la tradición cabalística significa sangre en plural.  La sangre sólo es vida si circula; si se estanca, conduce a una muerte segura.  Es perfecta la analogía con la metáfora del pozo utilizada por Basilio de Cesarea en el año 370: “Los pozos de los cuales se extrae más hacen salir el agua más fácilmente; si se dejan en reposo, se pudren.  También las riquezas detenidas son inútiles; si en cambio circulan, son de utilidad común y fructíferas”.

La avaricia no permite a la sangre circular, así como no permite que se saque agua del pozo.

Ante las res novae contemporáneas, no es difícil distinguir dónde anida la peligrosidad social de la avaricia.  El problema creado por el avaro no es tanto el hecho de que las cosas por él anheladas sean expresión de preferencias egoístas ni que sean deseos suyos, sino más bien el hecho de que el objeto de todos sus deseos sean cosas para él.  Por este motivo el avaro es parásito.  Puede ser lo que es siempre que los demás sean distintos a él.  La avaricia representa hoy uno de los impedimentos más graves para la innovación social y el progreso civil, y esto por la razón fundamental de que la avaricia viola la justicia entendida como forma de respeto entre los individuos.  En nuestras economías de mercado contemporáneas, el usurero escandaliza; pero se oculta bien el empresario avaro, que no transforma en inversión la utilidad de su propia actividad.

Existe en el ser humano un sentimiento que lo impulsa hacia la búsqueda apasionada de lo que es conveniente para sus exigencias, llamado deseo.  El deseo humano, cuando no es desviado, se dirige hacia las cosas como bienes para satisfacerlo, pero puede errar el blanco, porque algunos de los bienes que parecen satisfacerlo, pero en realidad lo inclinan hacia el desorden y lo impulsan hacia la infelicidad.  El deseo es en sí mismo la energía de la vida, pero es posible desear cosas que hacen florecer y cosas que hacen marchitar.  Ahora bien, la avaricia es un deseo que hace marchitar.  Es el descarrilamiento del deseo, que crece en sí mismo.  Sabemos por qué.  Los bienes se convierten en bienes, es decir, cosas buenas, cuando se ponen a disposición común.  Los bienes no compartidos son siempre caminos de infelicidad, también en un mundo opulento.  El dinero retenido como celosa posesión en realidad empobrece a su poseedor, porque lo despoja de la capacidad del don.  El avaro, por definición, no logra dar y por lo tanto no puede ser feliz.  Puede hacer regaos, es decir, puede comprometerse con prácticas filantrópicas si eso le sirve instrumentalmente para incrementar sus posesiones.

Al negar la vinculación con el otro, el avaro no logra traducir en práctica el mensaje de la regla de otro: “ama a todos los demás como a ti mismo”.  Y esto por la sencilla razón de que el avaro no se ama a sí mismo, sino solamente ama “los bienes” que acumula.  De acuerdo con la famosa expresión de Kierkegaard, la puerta de la felicidad se abre hacia el exterior, de manera que sólo puede abrirse yendo “fuera de sí mismo”, lo cual es precisamente aquello que el avaro no logra hacer.

Hoy estamos tal vez en condiciones de ir más allá de la reductiva interpretación de Voltaire, según la cual “los hombres odian a quienes llaman avaros únicamente porque nada pueden obtener”, y de ver en la avaricia el vicio capital que, si no es contrabalanceado por auténticas y amplias prácticas de gratuidad, puede amenazar la sostenibilidad de nuestro modelo de civilización.  Lo comprendió bien Dickens, que en su Canción de Navidad (1843) hace llevar a cabo el frío y avaro Ebeneezer Scrooge un gesto que perduró como algo célebre e inolvidable.  El viejo financiero de la City, que nunca había gastado un centavo y consideraba una pérdida de tiempo y por tanto de dinero la Navidad, al final descubre la verdad sobre sí mismo, junto con algo de la vida que todavía no había saboreado.  Ante la incredulidad general, comienza a distribuir no sólo el dinero obsesivamente acumulado en el curso de una vida guiada por la pasión del tener, sino también simpatía y ternura.  Y se despide de cada uno con las palabras: “Le agradezco, estoy muy, muy agradecido”.  Finalmente, siendo viejo, el avaro Scrooge descubrió lo que es la reciprocidad, y con ella saboreó la felicidad.  

Albert  Camus escribió en Bodas: “Si hay un pecado contra la vida es tal vez no tanto desesperarse como esperar otra vida y sustraerse a la implacable grandeza de ésta”.  Camus no era creyente, pero nos enseña una verdad: no es necesario pecar contra la vida presente descalificándola, humillándola.  No se debe por tanto desplazar el centro de gravedad de nuestra fe hacia el más allá del tal manera que el presente se vuelva insignificante: pecaremos contra la Encarnación.  Se trata de una opción antigua que se remonta a los Padres de la Iglesia, que llamaban a la Encarnación un Sacrum Commercium para destacar la relación de reciprocidad profunda entre lo humano y lo divino, y sobre todo para subrayar que el Dios Cristiano es un Dios de hombres que viven en la historia y que se interesa, más bien se conmueve, por su condición humana.  Amar la existencia es entonces un acto de fe y no sólo de placer personal, que abre a la esperanza, la cual no sólo tiene relación con el futuro, sino también con el presente, porque necesitamos saber que nuestras obras, además de un destino, tienen un significado y un valor también aquí y ahora.  Éste es uno de los mensajes -ciertamente no de los menores- sobre el cual la encíclica Caritas in veritate nos invita a reflexionar con paciencia y determinación.

 

 

 

 

 

 

¿Por qué el Papa publica una encíclica de este género?  Si los procesos sociales se rigieran por leyes inexorables, si las leyes del mercado actuaran con la necesidad de la ley de gravedad, la publicación de una encíclica social no tendría ningún sentido, porque no habría nada que hacer sino contemplar como observadores.  Por ello, el mismo hecho de escribir una encíclica social ya contiene la fundamental afirmación de que no somos víctimas, sino actores de la sociedad en que vivimos y, por tanto, somos responsables de la historia.

Una de las insistencias centrales del magisterio de Benedicto XVI es su llamado a iluminar la fe y la vida humana con la razón.  Por ello, al leer la encíclica nos preguntamos cuál es el logos de la caridad. Si la caridad fuera sólo un impulso de la emotividad, no podría ser propuesta como alma de las relaciones humanas, no sólo individuales, sino sociales.  Pero, precisamente, porque ella no es un simple sentimiento, sino que tiene un fundamento en la estructura del hombre, es que tiene ella un alcance universal.  ¿Dónde radica su fundamento?

El desarrollo, una cuestión antropológica

En el número 75 de la Caritas in veritate, el Papa Benedicto XVI declara: “Hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (CV, 75).  Tal vez se pueda decir que esta afirmación encierra el corazón de la encíclica, precisamente porque el fundamento de todo proyecto de desarrollo humano es una idea acerca del hombre.  Si se quiere beneficiar al hombre de modo auténtico, se debe saber qué es el hombre.

De este modo, la misma búsqueda del auténtico desarrollo humano, cuando se hace responsablemente, implica una pregunta anterior acerca de qué es este ser humano al que se quiere beneficiar.  No cualquier tipo de crecimiento es, por ello mismo, un verdadero desarrollo.  No basta producir ni consumir más.  La historia se ha encargado de demostrarlo.

Cas idea de desarrollo implica, entonces, una idea de hombre, es decir, una antropología.  Y, por lo tanto, cualquier visión reductivista del hombre inspirará un proyecto, también reductivo, de desarrollo.  En esto, nadie puede alegar neutralidad, porque no es posible proponer un proyecto de desarrollo para el hombre sin tener, al menos implícita, una idea de qué es el hombre.

Desgraciadamente, estas cuestiones fundamentales muchas veces ni siquiera se discuten.  Se dan por supuestas, o simplemente no se reflexionan, porque se consideran poco prácticas, y la urgencia de los problemas exige soluciones rápidas.  Pero, de este modo, se producen, en el mejor de los casos, severos desacuerdos y malos entendidos, y, en el peor, resultados contrarios a los buscados que, en definitiva, en vez de liberar al hombre, lo atan.

El desarrollo es auténtico sólo cuando corresponde a la verdad del hombre, a la verdadera estatura del hombre.  Por ello, en un documento como este, el Santo Padre, por fidelidad al ser humano, sostiene que no cualquier tipo de desarrollo está a la altura del hombre (cf. CV, 9).

De hecho, la cuestión del desarrollo se ha vuelto “radicalmente una cuestión antropológica”.  Por ello la Doctrina Social de la Iglesia no ofrece soluciones técnicas a los problemas sociales, sino que proclama, y muchas veces defiende, la riqueza y la amplitud del ser humano, siempre susceptible de ser reducido unilateralmente sólo a algunos de sus aspectos.  De ahí el llamado del Santo Padre a afrontar el problema social en perspectiva interdisciplinar (cf. CV, 31).  Esta tarea encuentra su lugar más natural en una Universidad Católica.  Una visión del hombre que no logra integrar armónicamente las diversas riquezas del hombre no es capaz de inspirar un modelo de desarrollo que beneficie al ser humano en su integridad.  Si no se tiene en cuenta al hombre completo, no se beneficia a todo el hombre.

Si un aspecto del hombre es valorizado en desmedro de los demás, el desarrollo no logra responder a la verdad del hombre.  Por ejemplo, cada vez que la lógica del mercado, que es tan útil para comprender y regular cierto tipo de relaciones, es utilizada como modelo de comprensión total de la realidad, entonces se vuelve ideología. “La actividad económica -afirma el Papa- no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil” (CV, 39).  El mercado no puede producir lo que está fuera de su alcance (cf. CV, 35).

Por otra parte, la convicción de la unidad del ser humano implica que las diversas dimensiones humanas no pueden ser abordadas sin tener en cuenta las demás.  La naturaleza del hombre es indivisible, y, por ello, cada dimensión debe ser abordada en íntima conexión con las demás: la vida, las relaciones sociales, la sexualidad, el cuidado del medio ambiente, la economía, las relaciones laborales, la familia, etc., como actividades humanas forman una unidad armónica que debe ser custodiada en su integridad.

Por todo ello, en la cuestión social, no basta la caridad si ella no está iluminada por la verdad.  Sólo un amor que responde a la verdad del hombre es capaz de beneficiar de modo auténtico y eficaz.  Sin la verdad, la caridad puede quedar encerrada en los límites de una emotividad que selecciona de modo arbitrario qué es lo que se considera digno de respeto; sin la verdad, la caridad pierde su sentido universal y queda reducida al ámbito privado (cf. CV, 3; 75).  Así se comprende que decir Caritas in veritate es un modo de decir desarrollo auténtico, en que la caritas impulsa el desarrollo y la veritas asegura que este desarrollo sea auténtico.  El amor es eficaz en la medida que corresponde a la auténtica naturaleza del hombre.

EL APORTE ESPECÍFICO DE LA IGLESIA A LA CUESTIÓN SOCIAL 

La fe cristiana tiene un aporte específico a la cuestión social, porque ilumina la verdad del hombre.  El ser humano reconoce que él mismo no es su propio autor y se experimenta a sí mismo como un don.  Un don que supone un Bien anterior a sí mismo. Esta experiencia humana es ampliada a la luz de la teología trinitaria.

La revelación cristiana afirma que el hombre es imagen de Dios, y proclama una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los seres humanos.  Por eso Jesús reza al Padre: “Que todos sean uno, como tú y yo” (Jn 17,11).  Es decir, hay una semejanza entre el modo como el Padre y el Hijo son uno, y la unidad de los discípulos.  Esta verdad revelada abre una perspectiva inaccesible a la sola razón humana, e ilumina la vida no sólo de los creyentes, sino de todo hombre.  ¡Esta es la convicción cristiana!  La fe amplía la razón y permite comprender de modo más profundo la realidad.

La revelación del Dios uno y trino nos enseña que las tres personas divinas, en su unidad, “son relacionalidad pura” (CV, 54), es decir, que no se definen en sí mismas sino en sus relaciones con las demás: el Padre es aquel que es, no referido a sí mismo, sino en relación a su Hijo.  Esta verdad, aplicada analógicamente al hombre, nos señala que la relación, para la persona humana, no es algo accidental.  La relacionalidad es un elemento constitutivo de la naturaleza humana (cf. CV, 55).  Lo más auténticamente humano es el “yo” volcado a los demás; por el contrario, el “yo” encerrado en sí mismo es una perversión de lo humano.  En sus años de profesor de teología, Joseph Ratzinger enseñaba que ser hombre significa “ser desde alguien y hacia alguien, […].  El hombre, cuanto más capaz es de ir más allá de sí mismo, cuanto más está en y con el otro, tanto más está en y consigo mismo”.

(Sobre el concepto de persona en la Teología, en J. Ratzinger, Palabra en la Iglesia, Salamanca, 1975, pp. 165-180).  La total referencia al otro no suprime ni anula al hombre, sino que lo lleva a su máxima posibilidad de ser.  San Alberto Hurtado, en un contexto bien diverso, decía en 1947 algo muy semejante: “el que se da, crece”.  Es decir, el verdadero desarrollo se recibe en el don de sí mismo.

El hombre experimenta su vida como un don y, por lo tanto, está hecho para darse: encuentra su propia plenitud “en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (GS, 24).  Lo más auténticamente humano no es ver al otro como un adversario o como un competidor, sino como aquel desde el cual y hacia el cual yo soy.  De este modo, lo más genuino en el hombre es la generosidad, la apertura, la donación, en definitiva, la caridad.  Por ello, porque pertenece a la estructura del ser humano, la caridad no sólo es principio de micro-relaciones, sino que está llamada a configurar las relaciones sociales.  Si la caridad forma parte de la estructura del hombre, debe estar presente también en la estructura social.

Pero este carácter relacional del ser humano no se agota en la sola dimensión horizontal.  El que experimenta su vida como un don, presiente un Bien que lo ha precedido y que le abre una perspectiva trascendente.  Es la referencia última que le otorga valor definitivo a la existencia humana, pues, sin una referencia al Absoluto y a la vida eterna, el mismo desarrollo humano queda sin aliento (cf. CV, 11).  Es necesario así insistir en que la referencia a Dios forma parte de la verdad del hombre.  Sin esta referencia al Absoluto, todo lo humano se vuelve negociable.  Si en siglos anteriores la razón y la fe se oponían, hoy como aliadas deben luchar para liberar al hombre del yugo del sentimentalismo, el fundamentalismo o la simple lógica del poder.  Sin una referencia al Absoluto, el hombre queda a merced de la arbitrariedad.  No se puede esperar respeto absoluto a los derechos del hombre si no hay una verdad del hombre con referencia al Absoluto.

Si reconocemos la existencia como un don, y no el resultado de una autogeneración, entonces la verdad del ser humano ya no está a merced de nuestro capricho.  Hay un auténtico bien para el hombre que no es sujeto de la arbitrariedad (cf. CV, 68).

“Sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es” (CV, 78).  “Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a Dios”, afirmaba Juan Pablo II en la Centesimus annus, citando a Pablo VI (CA, 55).  La referencia a Dios no disminuye al hombre, no lo empequeñece, sino que lo manifiesta en su verdad.  Por ello, el Papa Benedicto recuerda, tal como Pablo VI, que la evangelización es un factor de desarrollo humano.

Si por amor al hombre se quiere ser fiel a la verdad del hombre, entonces hay que reconocer toda la amplitud del ser humano y buscar un modelo de desarrollo que tome en cuenta al hombre completo, una tarea muy propia de una universidad católica.  Comprendida así, la Doctrina Social de la Iglesia no es un conjunto de normas restrictivas que amenazan con entorpecer el desarrollo, sino una luz clara acerca de la verdad del hombre, que orienta el verdadero desarrollo.  Y así, la enseñanza social de la Iglesia es una buena noticia, es decir, un evangelio.

El desarrollo no es el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don, por lo cual el desarrollo de nuestro esfuerzo, sino un don, por lo cual el desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración.  Y, por ello, el Papa concluye la encíclica rezando a María que nos obtenga por su intercesión la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del “desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres”.

 

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