“Un pensador animado constantemente por un amor a la verdad que le mueve a buscarla con avidez y seriedad” y “un filósofo que gusta de confrontarse con las eternas cuestiones filosóficas adaptadas a sus formas históricas concretas”. Así describe a Joseph Ratzinger la autora, a la vez que realiza un recorrido por algunas de sus influencias filosóficas, que van desde los clásicos hasta autores contemporáneos y que son claro testimonio de una razón abierta a la fe que no se deja clausurar por ninguna concepción filosófica determinada.
Imagen de portada: “No. 8 (lila y naranjo sobre marfil)” por Mark Rothko, 1953.
Humanitas 2022, CI, págs. 562 - 577
Vasta formación
El teólogo Ratzinger es, no hay duda de ello, un pensador animado constantemente por un amor a la verdad que le mueve a buscarla con avidez y seriedad, lo que nos permite darle el nombre de filósofo. Con razón dice: “La pregunta por Dios es al mismo tiempo e inevitablemente una pregunta por la verdad y por la libertad”[1].
El teólogo Ratzinger es, no hay duda de ello, un pensador animado constantemente por un amor a la verdad que le mueve a buscarla con avidez y seriedad, lo que nos permite darle el nombre de filósofo.
Sin embargo, no confunde fe y razón, teología y filosofía, aunque las sabe estrechamente conectadas. A ese respecto, diferencia entre la estructura de la fe y la de la razón, de cuya “comunidad en la verdad” se sabe deudor. Se distinguen por su origen y por su inmediato destino.
En la fe predomina la palabra (que viene de fuera, de la audición) sobre la idea y eso la desvincula estructuralmente del sistema filosófico, en que el pensamiento precede a la idea; la idea es, pues, producto de la reflexión que luego se intenta traducir en palabras. […] A la positividad de la fe hay que añadir el carácter social de esta, lo que constituye una segunda diferencia respecto a la estructura individualista del pensar filosófico; la filosofía es esencialmente producto del individuo que, en cuanto tal, reflexiona sobre la verdad y aunque es cierto que nadie es autosuficiente en el terreno de las ideas, sino que, se dé cuenta o no, debe mucho a otros, la idea, lo pensado es lo que parece que me pertenece, porque ha nacido en mí. Solo se puede comunicar en un segundo momento, una vez que ha sido traducida a palabras que permiten que el otro la capte de un modo aproximado.[2]
Su amor a la verdad le imprime un talante de auténtico filósofo muy evidente en su estilo; un filósofo que gusta de confrontarse con las eternas cuestiones filosóficas adaptadas a sus formas históricas concretas, y, como consecuencia, también con las corrientes filosóficas que han caracterizado la búsqueda racional de la verdad en todas sus épocas, incluyendo la contemporánea, y de las que siempre rescata las intuiciones ciertas en ellas contenidas. A los seminaristas les compartió esta aspiración de filósofo en la Visita al Seminario Romano Mayor: “En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís”. La verdad buscada y vivida es clave en su vida y en su desarrollo como pensador, hasta el punto de inspirar su lema episcopal de “cooperador de a verdad”. Su formación en este sentido es muy completa ya desde el inicio de sus estudios en el seminario, como relata en su biografía, y que completaba con la literatura, expresión privilegiada de las búsquedas existenciales –basta recordar el papel que concede a Herman Hesse, a Gertrud von le Fort, Dostoievski, Adolf Huxley o a los existencialistas.
La verdad buscada y vivida es clave en su vida y en su desarrollo como pensador, hasta el punto de inspirar su lema episcopal de “cooperador de la verdad”.
Los clásicos en diálogo con la actualidad
En efecto, alude, para empezar, a la acabadísima formación recibida en el curso de historia de la filosofía en el Seminario, por la “completa visión de conjunto sobre toda la indagación del espíritu humano desde Sócrates y el círculo de los presocráticos hasta el presente, ofreciéndonos así unos fundamentos de los que yo, todavía hoy, estoy agradecido”[3].
Sus referencias al padre de la filosofía occidental y a pasajes clave de Platón no pasan desapercibas al lector atento. Así sucede al considerar como verdaderamente filosófica la actitud socrática de apertura a la realidad y, por tanto, a la verdad y sus exigencias, tan radicalmente opuesta a la manipuladora de los sofistas,[4] o, por otro lado, al considerar la dupla eros - agape como inherente al amor,[5] o al hablar del destino a la cruz del justo a que alude Platón en su Política.[6] Del platonismo llega a decir que “nos da una idea de la verdad”[7], a diferencia de la fe cristiana, que ofrece la verdad como camino de salvación para los hombres. El influjo de Aristóteles, que descubrimos más difuminado al formar parte del acervo de la tradición cristiana, se percibe, entre otras cosas, en asumir que todo ser posee una finalidad intrínseca a su naturaleza, en su ser esencialmente político, en la comprensión teleológica de una historia humana orientada hacia su meta no solo temporal, sino también escatológica; así como en la reflexión filosófica acerca de las causas explicativas de la realidad. La filosofía como reflexión sobre la vida buena con base antropológica evidencia su asimilación del espíritu griego.
En efecto, la filosofía griega es la filosofía del logos, y esa característica encuentra en su diálogo con la fe cristiana de los primeros siglos una fecunda fuente para la explicación racional del cristianismo, como sucedió en la progresiva elaboración del concepto de persona –en el contexto de la comprensión del misterio de la Trinidad–. De ahí su altísima valoración de tal encuentro y la racionalidad misma. “Cuando el hombre se expresa a sí mismo (en lo que consiste la comunicación), en su palabra humana está contenido, junto con el logos humano, el logos de todo ser” en quien entramos en contacto con el “fundamento de todo”, que es Dios, que considera “el auténtico tema de debate entre los hombres ya desde los albores de la historia”.[8] Y también: “El Dios que es Logos nos garantiza la racionalidad del mundo, la racionalidad de nuestro ser, la adecuación de la razón a Dios y la adecuación de Dios a la razón, aun cuando su razón supere infinitamente a la nuestra y a menudo nos parezca oscuridad”[9].
Entre ellos pensadores cristianos, reconoce una especial sintonía con san Agustín, más que con la que recibe como rígida doctrina tomista (aunque no niega que también desde el principio le interesó Tomás de Aquino)[10], al entroncar con su afinidad con un estilo más existencialista y un método más dialógico. “En san Agustín las pasiones, el sufrimiento, el dolor, todas las cuestiones del hombre están presentes de una forma tan directa que uno se siente enseguida identificado con él”[11]. Lo considera su maestro en todos los sentidos, como comenta reiteradas veces, incluso en el de haber sido elegido por Dios en la última etapa de su vida a avanzar por un camino nunca pensado: el del ministerio episcopal y, más tarde, el petrino. La realización de su tesis sobre la eclesiología de san Agustín lo acerca más a sus líneas maestras mientras que se afianzan su cercanía y afinidad con el espíritu e intuiciones de los padres de la Iglesia, especialmente con su actitud de diálogo con la filosofía griega y el logos. “Yo soy decididamente agustiniano. Así como la creación es asequible a la razón y es razonable, de la fe se podría decir que es consecuencia de la Creación y, por consiguiente, da acceso al conocimiento; yo estoy convencido de esto. La fe significa introducirse en el conocimiento”[12]. Le subyuga la viveza de Las Confesiones, su atención a la vida interior que revela el “misterio de Dios que se esconde en el yo”[13] y ese estilo desgarrador que anhela la verdad y la plenitud de Dios a partir de los grandes cuestionamientos humanos lo plasmará Ratzinger en muchas de sus obras.
Entre ellos pensadores cristianos, reconoce una especial sintonía con san Agustín más que con la que recibe como rígida doctrina tomista (aunque no niega que también desde el principio le interesó Tomás de Aquino), al entroncar con su afinidad con un estilo más existencialista y un método más dialógico.
Algo de ese eco creo descubrir en las numerosas referencias a Sartre y los filósofos existencialistas, entre los que nombra especialmente a Heidegger y Jaspers. Ellos se plantean el sentido de la vida a partir de una existencia histórica que procede del azar (desconociendo, así, su verdadero origen en el amor) y cuyo destino es la muerte, desde la cerrazón a la trascendencia y al sentido último y desde una libertad vivida como condena. En sus planteamientos sobre la libertad presenta con frecuencia una disyuntiva: entre, por un lado, una libertad que se cree absoluta y por eso no se quiere doblegar a nada ni a nadie fuera de sí misma, y que lleva al sinsentido, y, por otro lado, la humilde aceptación del origen primero que concede la libertad como un don y como consecuente tarea de despliegue del ser recibido, pudiendo trascender el horizonte de la muerte en la vida eterna. El sentido de la vida solo puede ser recibido: “no puede ser un mero producto nuestro”[14]. Esto es otra manera de hablar del ordo amoris tan característico del Agustín convertido –libertad para el amor–[15]. Y el amor es lo más personal, lo más libre, y a la vez el gran don de Dios. De ahí que tache de pecado profundo la negación del “ser criatura porque no le agrada aceptar ni la medida ni los límites inherentes a ello [...] Su dependencia del amor creador de Dios la interpreta como heteronomía”[16]. La conclusión a que lleva esta postura afecta en su núcleo la esencia de la libertad, pues “El hombre que considera su dependencia del más alto amor como esclavitud y quiere negar su verdad: el ser criatura, no consigue la libertad y destroza la verdad y el amor”[17]. La revalorización del devenir y de la historia en la vida de cada persona y sociedad que rescata del existencialismo requiere un equilibrio para no absolutizar una libertad desvinculada de la esencia.
Son muy pocas las referencias al Doctor Angélico, pero también influye en su filosofía y teología, no solo por la clarificadora comprensión de los grandes temas de la teología, sino por su magistral armonización de fe y razón. Narra con cierta simpatía su inmersión en la obra tomista al traducir el opúsculo sobre la caridad, tema que le apasiona. Pero fue con Henri De Lubac –en su obra Sobrenatural– con quien descubrió la pasión del Aquinate por la verdad, así como la búsqueda del fundamento y el fin de la realidad, o el peso de las virtudes teologales en la vida cristiana.[18] El gran hallazgo que le aportó su estudio fue el concepto personal de Dios que desplegó el pensador medieval de manera aún no superada. Y así dice “Dios es persona, un yo que sale al encuentro de un tú” y amar la verdad es amar a Cristo. Podríamos afirmar que la antropología de Joseph Ratzinger refleja, con un estilo personalista, muchas de las intuiciones de santo Tomás.
San Buenaventura, ya lo vimos, le abre la puerta a una ascensión a Dios por la vía del corazón –instalado como camino eminente de acceso a la verdad– y de las perfecciones divinas. La escolástica del santo franciscano y su atento estudio de los mesianismos medievales le hacen especialmente sensible a los falsos mesianismos que se repiten una y otra vez en la historia de la humanidad.
Marxismo y libertad
El marxismo es, sin duda alguna, uno de ellos y su fuerte presencia e influjo en el ámbito académico y social de buena parte del siglo XX, y de la actualidad, fue un “compañero” de viaje para Ratzinger, aunque le resultara incómodo. Esta vigencia y su aparente aceptación dentro del mundo católico le obligaron a estudiarlo con profundidad para tomar postura. Alude a ello al relatar su paso por la Universidad de Tubinga a fines de la década de los 60 y expresar: “El existencialismo se desintegraba completamente y la revolución marxista se encendía en toda la Universidad”[19]. Su manera de enjuiciar su invasión de la teología denota un gran conocimiento del marxismo y su fuerza movilizadora:
La destrucción de una teología que tenía lugar a través de su politización en dirección al mesianismo marxista era incomparablemente más radical [que la de un existencialismo cerrado a la trascendencia], justamente porque se basaba en la esperanza bíblica, pero la destrozaba porque conservaba el fervor religioso eliminando, sin embargo, a Dios y sustituyéndolo por la acción política del hombre. Queda la esperanza, pero el puesto de Dios es reemplazado por el partido y, por tanto, el totalitarismo de un culto ateo que está dispuesto a sacrificar toda humanidad a su falso dios. He visto sin velos el rostro cruel de esta devoción atea, el terror psicológico, el desenfreno con que se llegaba a renunciar a cualquier reflexión moral considerada como un residuo burgués, allí donde la cuestión era el fin ideológico. Todo esto era de por sí suficientemente alarmante, pero llega a ser un reto inevitable cuando se lleva adelante la ideología en nombre de la fe y se usa la Iglesia como su instrumento.[20]
Más adelante, ya como prefecto de la doctrina de la fe, confronta la teología de la liberación[21] con el fin de orientar a los fieles para un recto discernimiento entre lo realmente evangélico y lo incompatible del influjo revolucionario marxista presente en esa teología. Y en su magisterio papal lo aborda en su encíclica Spe salvi al contraponer la esperanza materialista con la escatológica cristiana. Su aproximación más frecuente al marxismo materialista, en coherencia con su “estilo agustiniano”, es en clave de alternativa o de búsqueda existencial que pone de manifiesto la insuficiencia de l a respuesta de la postura materialista ante el “peso” específico de lo humano y de la intencionalidad y esencia de su libertad. El error de Marx, dice,
está más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es solo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo solo desde fuera, creando condiciones económicas favorables.[22]
“La opción es a la vez don y tarea”[23]. Efectivamente, la libertad es don, un don que revela su grandeza inigualable y le recuerda que no parte de cero (como crítica al idealismo alemán); pero a la vez tarea, desafío. “La libertad moral es el espacio donde se manifiesta y se conoce nuestra grandeza y nuestra semejanza con Dios”[24]. Podemos percibir el eco de las grandes intuiciones filosóficas de Agustín de Hipona, gran defensor de la libertad ante el determinismo, o de la razón práctica de Kant y de tantos otros. Y junto a ello la música de fondo que emana de su profundidad: “En el hombre anida un anhelo inextinguible hacia el infinito. Ninguna de las respuestas intentadas es suficiente; solo el Dios que se hizo Él mismo finito para abrir nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la pregunta de nuestro ser”[25].
La filosofía moderna, afirma, no representa la razón universal porque sus pensadores han reducido la razón a su uso técnico y empírico y de esta manera han mutilado al hombre, al cortar las alas a su inherente anhelo de trascendencia. El concepto de Ilustración posee en nuestro autor diversas acepciones. Hay una positiva, enraizada en la raíz de la palabra que Ratzinger rescata con frecuencia como correlativa a la búsqueda de la verdad que iluminaría l a existencia humana, y que encontró una brillante concreción histórica en el encuentro de la fe cristiana con el Logos de la filosofía griega y el armonioso diálogo entre ambos que le siguió. A diferencia de otras religiones, la cristiana es razonable y, por lo mismo, “ilustrada”. Sin embargo, la acepción alusiva a la filosofía propia del período así denominado cae para él en la reducción antes aludida y en una abierta desvinculación de la verdad del hombre.
Así sucede al postular y pretender una libertad absoluta emancipada de todo lo que no sea pura autodeterminación,[26] comprensión que procede en parte de la imposibilidad, así asentada por Kant, del acercamiento gnoseológico al noúmeno, a la esencia de las cosas: a su verdad. Como consecuencia, al decir de san Agustín, no se puede amar lo que no se conoce.
De ahí que la máxima expresión de la libertad sea, para Ratzinger, la adoración, como aquella actitud que perfecciona verdaderamente al hombre en tanto que le hace verdaderamente lo que es en plenitud, sin darle la espalda a su verdad: la de ser criatura no dejada a su suerte, sino amada por Dios. Así afirma: “El primado de la adoración es el requisito fundamental para la liberación del hombre”[27]. Romano Guardini deja sentir aquí su mano, así como en el fuerte influjo del movimiento litúrgico por él liderado, cuyo eco resonó en el Concilio. Además, aprendió de él a pensar con esperanza (por su apuesta por el conocimiento de la verdad, en la que nunca estamos solos); y a buscar “lo vivo y lo concreto” en la verdad de las personas.[28]
De ahí que la máxima expresión de la libertad sea, para Ratzinger, la adoración, como aquella actitud que perfecciona verdaderamente al hombre en tanto que le hace verdaderamente lo que es en plenitud, sin darle la espalda a su verdad: la de ser criatura no dejada a su suerte, sino amada por Dios.
Renovación de la Filosofía
Hijo de su época, valora muy positivamente el ambiente de los 40 y 50 por su apertura y renovación del pensamiento y de los métodos filosóficos. El cuestionamiento de los grandes problemas humanos puestos a la luz tras la Segunda Guerra Mundial rompió muchos esquemas establecidos, como en el ámbito de la ciencia, de la reflexión sobre la libertad o los ámbitos de conocimiento racional, acotados desde Kant, o el de la reflexión acerca de Dios. Así lo experimenta con la lectura del libro del profesor Theodor Steinbüchel, Der Umbruch des Denkens[29], que postula la necesidad de superar una imagen mecanicista del mundo y de abrir el pensamiento a lo metafísico y a la noción de verdad, cuyo fundamento se encuentra en Dios, y que permite una moral personalista. Esta razón abierta a la fe –precisamente porque perfecciona y da plenitud– es una constante en su obra desde los inicios, superando así una determinada concepción filosófica que, sobre todo desde Kant y la tradición racionalista y empirista, rebajaba la fe a un conocimiento considerado no racional ni, por lo tanto, científico. El concepto de “razón ampliada”, que emplea en su madurez, y que salpica todos sus escritos, germina ya aquí. La aplica como reguladora y equilibradora de la visión tecnicista del mundo y la vida y, por supuesto, en tanto que acoge a la fe como una fuente válida de conocimiento. En este sentido su postura frente a la relación entre fe y razón es un gran equilibrio, pues evita tanto el fideísmo irracional como el racionalismo encerrado en sí mismo. Entronca aquí con el sentir de toda la tradición católica, incluidos los santos padres y los grandes pensadores católicos. Fe y razón tienen su ámbito propio, pero no hay que negar que pueden caer en patologías cuyo influjo recíproco puede servir de corrector, como recuerda en su conocido diálogo con Habermas del año 2004 en la Academia Católica de Baviera.
Personalismo
A través de Steinbüchel conoce también la fenomenología y la corriente del personalismo, que acogió con sus tintes agustinianos. Ambas se le presentan como una superación de la tradición idealista pos-kantiana y una legitimación de la pregunta por la verdad que Ratzinger formula afirmando: “Lo específico del hombre, en cuanto hombre, es abrirse a la voz de la verdad y de sus exigencias”[30]. La influencia personalista, que transformó la base metafísica de las reflexiones antropológicas del Concilio,[31] se deja sentir con fuerza en el fundamento antropológico que otorga a la libertad y a la responsabilidad de ella derivada: cada hombre es una persona que tiene su origen en una relación de amor y que aspira a su vez a una verdadera relación de amor, en la que poder amar y ser amados, porque cada uno “necesita” del otro para llegar a ser él mismo en plenitud. Y esto nunca lo conseguiremos de forma aislada o egoísta.
Las lecturas de Martin Buber y Ferdinand Ebner fueron para Ratzinger fundamentales en este tema, como pone de manifiesto al afirmar: “El yo en su esencia más profunda se refiere al tú, y viceversa, la relación real, que se convierte en ‘comunión’ únicamente puede nacer en la profundidad de la persona”[32]. Y también en una característica esencial de la persona que le hace un “ser capaz de trascendencia, hecho para trascenderse” –“der Mensch ist das transzendenzfähige Wesen”–[33], que solo se explica remitiendo a algo fuera de sí mismo y que explica que todo en el hombre, desde sus potencialidades hasta sus deseos más profundos, remita a una necesidad de trascenderse y superarse a sí mismo para ir hacia otra persona. La vida espiritual, de hecho, se constituye para el personalismo por el “estar-remitido-más-allá-de-sí-mismo”[34]. Es un personalismo que no reniega de la esencia y de la naturaleza humana, pero le confiere un rostro personal e histórico; asume que la naturaleza le imprime una finalidad que consiste en la entrega y salida de sí mismo a partir del amor. La intuición más genuinamente cristiana del amor como estilo de vida, como origen y meta, encuentra en el personalismo una expresión filosófica adecuada. Hace dialogar el personalismo con la cristología y descubre en la centralidad de la relación que define al Hijo como Hijo que se da al Padre y a su voluntad, una clave para la comprensión de la persona humana.
Hace dialogar el personalismo con la cristología y descubre en la centralidad de la relación que define al Hijo como Hijo que se da al Padre y a su voluntad, una clave para la comprensión de la persona humana.
La conciencia
Sería injusto dejar fuera de este repaso a las influencias de la filosofía en el pensamiento de Ratzinger a John Henry Newman, especialmente a través de su doctrina sobre la conciencia. De él afirma que su “vida y obra podrían muy bien definirse como un único y gran comentario al problema de la conciencia”[35]. Su apuesta por la verdad como criterio último de la moralidad que se revela en el interior de la conciencia soluciona la aparente paradoja de la subjetividad en este ámbito de la moralidad evitando justif icar cualquier decisión personal por el mero hecho de haber sido tomada conscientemente. Esta reivindicación de la objetividad de la moralidad refuerza la línea de continuidad con la teoría clásica de la ley moral natural (Tomás de Aquino, principalmente), aunque, como vimos, matizada desde la óptica de la persona legitimada desde el Vaticano II.
Podrían enumerarse con más detalle muchos más pensadores y corrientes, sobre todo alemanas (solo hemos aludido a Kant, por ejemplo, de manera indirecta), pero creo puede servir esta mirada de conjunto que aporta luz a algunas de las grandes intuiciones del buscador de la verdad Joseph Ratzinger.
Relación con las ciencias
Importante en su pensamiento es el diálogo con las ciencias y sus avances, de los que da numerosos ejemplos, como en Introducción al cristianismo. Aplaude los progresos en el conocimiento científico en tanto que revelan la lógica interna y la “gramática” divina de la creación y reconocen “el ser pensado que son las cosas”[36], que, al remitir al “Dios de los filósofos”, se sitúa, por tanto, en la órbita de una razón abierta disponible a la acogida de la revelación. En cambio, critica el reduccionismo materialista o mecanicista presente en algunas corrientes por cerrarse, él mismo, a la complejidad de la realidad, pues “la misma materia apunta al ser que la trasciende como a lo anterior y más original”[37].
También alude a las corrientes de psicología, unas veces aplaudiendo ciertas intuiciones y otras, en cambio, distanciándose de otras. Por ejemplo, constata su coincidencia con el cristianismo en la necesidad que ve en el hombre de encontrarse a sí mismo,[38] aunque, sin embargo, critica que no todo tipo de recogimiento interior es adecuado para ello, sobre todo si se reconcentra en sí mismo y no se libera de la infición del pecado original. La verdadera interioridad, afirma, profundiza hasta el elemento divino que descubre en él como huella de Dios.[39] Igual que se posiciona ante la negación sistemática de todo lo que suene a “culpa” por parte de algunas corrientes, cuando la negación de la transgresión de la moralidad solo puede llevar a una ruptura interior, que solo se superará aceptándola desde la posibilidad del perdón radical.