Al repasar la vida de san Alberto Hurtado se descubre con facilidad que lo que le movía fundamentalmente era su amor incondicional a Jesucristo. Sin embargo, hay muchos matices en el modo en el que cada uno ama al Señor y al leer los escritos se pueden buscar las claves que expliquen su proceder.
El padre Hurtado es muy popular en Chile por ser el fundador del conocido –y reconocido– Hogar de Cristo, aunque otras facetas de su vida no son tan universalmente conocidas: asesor de la Acción Católica, predicador elocuente, profesor, escritor, promotor de la Doctrina Social de la Iglesia y preocupado por el mundo obrero y sindical. Sin embargo, cabe preguntarse de dónde brotaba su extraordinaria y polifacética actividad, más allá de sus indudables cualidades naturales o un espíritu altruista.
Al repasar su vida se descubre con facilidad que lo que le movía fundamentalmente era su amor incondicional a Jesucristo. Sin embargo, hay muchos matices en el modo en el que cada uno ama al Señor y al leer los escritos se pueden buscar las claves que expliquen su proceder. Una de las que aparecen con más fuerza en la comprensión de su espiritualidad es la donación, entendida como entrega de la vida, a Dios, de forma total y gratuita, dándole todo el dominio sobre la propia vida, en respuesta a su amor y con el deseo de hacerse uno con Él. Esto lleva a quien se entrega a una identificación con Cristo y le impulsa a salir a su encuentro en el prójimo, sobre todo en el pobre.
Naturalmente se puede vivir esta donación en diversos grados, entregando a Dios, o a los demás, nuestro tiempo o nuestros bienes de forma parcial. Pero como vamos a señalar a continuación, para San Alberto una donación, para ser verdadera, debe ser completa, porque según dice él: “aun cuando uno se haya prestado mil veces, nunca se ha dado” [1].
1. La donación, entrega total de sí para ser Cristo
Al hablar de donación decimos que quien dona tiene sobre el que recibe una posición de superioridad, y el que recibe está en situación de carencia, al menos relativa a ese acto [2]. Sin embargo, en Dios esta superioridad se da siempre, puesto que es el dador de todos los dones y porque hasta aquello que nosotros le podemos ofrecer nos lo ha dado Él. Al haber recibido de Dios todo don –que según define el diccionario es “la gracia o el talento de hacer algo”–, tenemos la posibilidad de responder a Dios con ese talento y donarnos a los demás imitando su generosidad.
Alberto Hurtado es un hombre profundamente enamorado de Jesucristo, y su actitud de donación solo se entiende desde esta perspectiva: es el fruto natural del amor, respuesta a un Dios que, según su propia expresión, es donación permanente [3], de quien todo se ha recibido.
El padre Hurtado nos enseña a vivir la doble dimensión del amor –a Dios y a los hermanos– buscando siempre el bien del otro: acudir a Dios con el deseo de agradarle siempre, y acercarse a los hermanos con el deseo de hacerles siempre el bien. Y hacerlo ofreciendo el mayor regalo que se puede entregar, que está al alcance de todos, pero que no se puede adquirir, sino que se recibe gratuitamente: el don de sí mismo. Un don que ofreceremos mejor si esta entrega está sostenida por la humildad, que evita creer que damos más que nadie o, por el contrario, que evita que despreciemos la propia ofrenda como si nada valiera. Además, solo en el ejercicio de esta donación el hombre puede encontrarse a sí mismo: «Todo se reduce a esto: servir a Dios y salvarme. ¡Darme a Dios para hallarme o darme a mí para perderme!” [4].
Dado que el amor a Dios es el primer y principal mandamiento y que debemos amarle “con todo el corazón, con todas las fuerzas y con todo el ser” (Mt 22,37), la donación supone una disposición a darlo todo a Dios, que nos ama totalmente y quiere ser amado totalmente. La verdadera donación empuja a ofrecerlo todo, aunque luego el Señor pueda no pedirlo todo. Pero no se puede “trampear” a Dios, según expresión del santo, tratando de contentarle haciendo entregas parciales o entregando lo que no me pide para no darle lo que pide: “Cuando Dios pide una cosa, es totalmente inútil ofrecerle otra” [5]. La entrega debe ser completa y generosa, pues solo así el hombre puede evitar el riesgo de perderlo todo, como dice Jesús en el Evangelio de San Mateo: “quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Despojado el hombre de todo, se propicia un encuentro verdadero con Dios, que podrá establecer en él su morada.
Esta donación debe ser libre, puesto que no sería verdadera si hacerla fuera obligatorio. No estamos obligados a que esa oferta vital sea radical: “La prueba de la fe es el amor heroico, y el heroísmo no es obligatorio” [6].
Pero no podemos aspirar a la plenitud del amor sin una donación que apunte al heroísmo. Donación incondicional es la de aquellos que –según expresión del santo– están “chiflados por Cristo” [7], que aman sin hacer cálculos en la entrega, que no se miden, y que por eso no se cansan de amar. Personas con un corazón que en todo se identifica con el Corazón Redentor del Señor, que tienen como único deseo la salvación de las almas: “La primera actitud del apóstol, a imitación de Cristo, debe ser el amor profundo por las almas. (…) que ninguna le sea indiferente” [8].
Marcado por esas ansias de redención, la donación cristiana no es una pesada cruz en la que “me quitan la vida”, sino que es una entrega que, unida al Crucificado, da la vida para que el mundo tenga vida. Quien ha entregado su vida no tiene miedo a perderla y puede darla con la mayor alegría, al estar el corazón libre de la tediosa carga del egoísmo. El sometimiento a la voluntad de Dios en un constante “hágase” permite estar siempre verdaderamente contento como dice el santo: “contento, Señor, contento”. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre” [9]. Para cultivar en nosotros esta disposición de donación debemos vivir, según el Evangelio nos enseña, negándonos a nosotros mismos, tomando nuestra Cruz y siguiendo a Jesús. Esto será posible para quien se alimenta de una profunda vida Eucarística, una intensa vida de oración y un amor ardiente al Corazón de Cristo que hace del cristiano otro Cristo.
2. Transubstanciarse: ser Cristo
El deseo más grande de San Alberto es que esa unión con Cristo lo conduzca a una identificación plena con él. Por eso la frase de la Escritura más repetida por el padre Hurtado es Gálatas 2, 20: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”. La posibilidad de realizar este ideal, no de modo teórico sino práctico, está señalada por él como fruto del Misterio de la Encarnación.
El Padre Hurtado meditó y predicó mucho sobre el Misterio de la Encarnación, que nos habla de un Dios que no se despreocupa de los hombres y que según la doctrina ignaciana nace del deseo de Dios de “hacer Redención al contemplar el Mundo hundido en el pecado y la perdición” [10].
La contemplación de la abnegación total de Jesucristo y su anonadamiento en este misterio debe impulsar al cristiano a una donación más plena, libre del temor de entregar la propia pequeñez actuando en todo como Él: “Ser Cristo. Obrar como Cristo en cada circunstancia de mi vida” [11].
Esta identificación con Cristo no puede reducirse a una mera “reproducción de gestos y palabras”, sino que la imitación de Cristo debe consistir en vivir su misma vida, siendo Él quien determine nuestro obrar. Así se explica lo que San Alberto propone como criterio de discernimiento: “tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la (vida) de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar” [12].
Para que esta vida en Cristo se haga realidad, el Padre Hurtado propone vivir una vida eucarística intensa, convencido de que la participación plena en el Sacrificio de la Misa hace posible que, del mismo modo que el milagro de la transubstanciación convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, al ofrecer nuestras vidas, uniéndolas al sacrificio de Cristo en la Eucaristía y comulgando, somos “transubstanciados” identificándonos así plenamente con Aquel a quien comulgamos.
Esto se hará de dos modos: haciendo nuestra la inmolación de Jesús al Padre y aportando al sacrificio eucarístico nuestros trabajos y penalidades. Esto supone una vivencia intensa del ofertorio, con la conciencia clara de que nuestra vida sin ser ofrecida se pierde. Siendo tan pobre e insípida como una gota de agua mezclada con el vino en la Eucaristía, ofrecida, se convierte en Cristo: “¿Soy pequeño como gota de agua? Piérdame en el cáliz... deme y seré transubstanciado (…) Seré mucho si consiento en perderme en Cristo, ¡¡en abandonarme en Él!! En ser Él. “Vivo yo; ya no yo; vive Cristo en mí”. “¡Ser Cristo!” [13]. Por lo tanto, la verdadera donación del cristiano se da en la Santa Misa y nunca sin ella. En los escritos del santo jesuita se aprecia que, para él, darse sin ir a Misa es lanzar la semilla al borde del camino, al terreno pedregoso o entre las zarzas, que muere pronto o queda infecunda. Por eso dice que el que hace a Dios donación de toda su vida debe hacer de la Misa el centro de su vida: “Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome... en unión con Cristo. ¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!” [14].
No vivir esto completamente hace que el cristianismo pierda todo su sentido: “El cristianismo, o es una vida entera de donación, una transubstanciación en Cristo, o es una ridícula parodia que mueve a risa y a desprecio” [15].
En esa donación puede caber la tentación del temor de que lo que nosotros podemos ofrecer es insignificante, más aún cuando está mi vida llena de pecados. Puede uno pretender excusarse en esta pequeñez para no hacer donación de sí. Pero lo cierto es que Dios quiere más nuestras manos que lo que hay en ellas y no importa la magnitud de nuestras capacidades o virtudes porque al final son poca cosa si no están unidas a Cristo, pero unida a la suya: “mi donación se hará más total, si no en la extensión, siempre al menos en la intensidad” [16].
San Alberto señala también que, unida a esa presencia excelente de Jesús en la Eucaristía –sacramento del optimismo como le llama san Alberto–, Cristo está también presente en su Iglesia, manifestándose al mundo en todo aquel que transubstanciado en la Eucaristía le hace presente en nuestro mundo, en lo que él llama una “Encarnación mística, que es el cuerpo de Cristo, la Iglesia” que, dirá el santo:
quita esa restricción y la amplía a todos los tiempos y espacios donde hay un bautizado. (…) El Cristo histórico fue judío, vivió en Palestina, en tiempo del Imperio Romano. El Cristo místico es chileno del siglo XX, alemán, francés y africano... (…) Es todo cristiano que vive en gracia de Dios y que aspira a integrar su vida en las normas de la vida de Cristo en sus secretas aspiraciones. [17]
3. La Iglesia Cuerpo de Cristo: el pobre es Cristo
El Papa Pío XII publicó el 29 de junio de 1943 una encíclica sobre la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Se trata de una importante encíclica de este Pontífice porque su concepto de Iglesia fue inspirador de la Lumen gentium en el Concilio Vaticano II.
Este documento fue redactado por el Papa en tres partes: dos doctrinales –la Iglesia cuerpo místico de Cristo y la unión de los fieles en Cristo– y una práctica –exhortando a amar a la Iglesia– con un corolario hablando de María Madre del Cuerpo Místico de Cristo que anticipa el título de María, Madre de la Iglesia de la Lumen gentium.
Pío XII escribe esta encíclica motivado por la excepcional importancia de esta doctrina, por la Iglesia perseguida y que sufre los horrores de la guerra mundial. Pero también por el creciente interés en la Iglesia por la doctrina del Cuerpo Místico debido a la restauración de los estudios litúrgicos, la mayor costumbre de la comunión frecuente, el culto al Sagrado Corazón y la Acción Católica [18]. La finalidad de esa encíclica era que resplandeciera con nueva gloria la soberana hermosura de la Iglesia, dar a conocer mejor la nobleza de los fieles y cerrar la puerta a los errores de un falso misticismo, un falso quietismo y un falso “liturgismo”.
Es indiscutible que para san Alberto esta doctrina tuvo gran importancia, junto a las enseñanzas del abad benedictino Dom Columba Marmion en su libro Jesucristo vida del alma.
Son tres los grandes temas que articulan los pensamientos del padre Hurtado sobre el Cuerpo Místico: ser Hijos de Dios; la Encarnación del Verbo y sus consecuencias para la Humanidad; y la comunión de los santos en Cristo.
En primer lugar, el padre Hurtado insiste en la centralidad de estar llamados a ser hijos de Dios señalando que “solo siéndolo llegará (el hombre) a ser plenamente hombre” [19]. Argumenta así desde la antropología que defiende una finalidad sobrenatural en el hombre, que fundamenta su dignidad radicándola más allá del orden natural, siendo la gracia de la filiación divina la mayor gracia y fuente de dignidad que se pueda imaginar.
La encíclica del Papa señala que “entre los miembros de la Iglesia solo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo” [20]. Esto podría suponer un cierto conf licto con respecto al reconocimiento de Cristo en el pobre que proclamaba nuestro protagonista. Sin embargo, él entendía que del Misterio de la Encarnación brotaba no solo la identidad del cristiano con Cristo mismo, sino también la identificación del prójimo, y en particular del pobre, con el Señor. Esto fue propiciado probablemente por su encuentro con aquel pobre al que auxilia y le mueve a fundar el Hogar de Cristo.
Como señala Cristián Hodge en un artículo, san Alberto, inspirado en Dom Columba Marmion, resuelve este conflicto afirmando que “Desde la Encarnación y por la Encarnación todos los hombres estamos unidos de derecho a Cristo y muchos de hecho” [21]. De este modo afirma que algunos hombres son y otros están llamados a ser cuerpo de Cristo, y por eso bastaría ser hombre para poder ser cuerpo de Cristo en virtud de la comunión de los santos, que “nos hace comprender que hay entre nosotros los hombres, por el solo hecho de serlo, vínculos mucho más íntimos que los de la camaradería, la amistad, los lazos de familia, porque ellas nos enseñan que no somos dos sino uno en Cristo” [22].
Unido a esto es muy probable que también se pudiera inspirar en lo que dice el Papa Pío XII que escribió también en ese documento: “aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna” [23].
También en estas consideraciones pudo apoyarse en sus reflexiones sobre las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). En este texto Jesús no hace distinciones en la pertenencia jurídica a la Iglesia para identificarse Él con la persona auxiliada. Así san Alberto va a ver a Cristo en el pobre, no simplemente de una forma romántica o metafórica, sino como una realidad fundamentada teológicamente. Por eso afirma que el pobre “es Cristo” y que es la fe la que nos lo permite ver, y así lo señala con estas palabras:
“Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta a nosotros bajo una u otra forma (…). Por la fe debemos ver en los pobres a Cristo, y si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto” [24].
Para poder vivir esta donación completa destaca también el padre Hurtado su profunda devoción al Corazón de Cristo. Él sostiene que es propio de la Compañía de Jesús la propagación de esta devoción: “Tener muy en el corazón el encargo que nos ha hecho el Sagrado Corazón a todos los jesuitas de conocer, cultivar y propagar su devoción” [25].
Por esta razón va a tener esta devoción un protagonismo particular en su vida al ser la que le impulse a la acción caritativa: “mirando al Corazón abierto de Cristo, que os muestra su Corazón como una invitación a dar el vuestro a vuestros hermanos, penséis cuál es vuestra comprensión del mandamiento del amor” [26].
Es el amor de Dios y a Dios sobre todas las cosas el que se convierte en la fuente de la que brota el amor a los demás. El cristiano no entrega simplemente su amor en un mero gesto solidario, sino que ofrece a los demás el amor de Dios que se ofrece a los demás pasando a través de la propia experiencia. Ama, pero no con un amor que viene de nosotros, sino del Corazón de Cristo.
Esta contemplación del Corazón traspasado la vivirá en su intensa vida de oración, que genera una actitud radical de disponibilidad y es la fuente de la que bebe para saciar su sed de amor y eternidad, en la que renueva sus fuerzas, lugar de su descanso que le ayuda para mantener su donación consumiéndose, pero no quemándose: “Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, solo miro hacia arriba, hacia Dios” [27].
Para concluir, creo que las últimas palabras del padre Hurtado a la Fraternidad del Hogar de Cristo resumen bien su pensamiento: su confianza en la Providencia, su esperanza en la vida eterna, su caridad fraterna y el deseo de que Cristo sea conocido en el pobre: “Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. ‘Lo que hiciereis al más pequeñito, a mí me lo hacéis’ (Mt 25,40)” [28].