Quiero dedicar esta catequesis y la próxima a los niños, y reflexionar sobre la plaga del trabajo infantil.

Hoy sabemos dirigir nuestra mirada hacia Marte o hacia mundos virtuales, pero nos cuesta mirar a los ojos de un niño que ha sido dejado al margen, explotado y abusado. El siglo que genera inteligencia artificial y proyecta existencias multiplanetarias aún no ha enfrentado la plaga de una infancia humillada, explotada y mortalmente herida. Reflexionemos sobre esto.

Antes que nada, preguntémonos: ¿qué mensaje nos da la Sagrada Escritura sobre los niños? Es curioso notar que la palabra que más se repite en el Antiguo Testamento, después del nombre divino de Yahveh, es la palabra ben, es decir, “hijo”: casi cinco mil veces. «Los hijos (ben) son herencia del Señor, recompensa del fruto del vientre» (Sal 127,3). Los hijos son un don de Dios. Desafortunadamente, este don no siempre es tratado con respeto. La Biblia misma nos lleva por las calles de la historia donde resuenan cantos de alegría, pero también se alzan los gritos de las víctimas. Por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones leemos: «La lengua del niño de pecho se pega al paladar por la sed; los niños piden pan y no hay quien se los parta» (Lam 4,4); y el profeta Nahúm, recordando lo sucedido en las antiguas ciudades de Tebas y Nínive, escribe: «Sus niños fueron destrozados en las encrucijadas de todas las calles» (Nah 3,10). Pensemos en cuántos niños, hoy, mueren de hambre y de miseria, o son despedazados por bombas.

Incluso sobre el recién nacido Jesús estalla de inmediato la tormenta de violencia de Herodes, que masacra a los niños de Belén. Una oscura tragedia que se repite en otras formas a lo largo de la historia. Y así, para Jesús y sus padres, llega la pesadilla de convertirse en refugiados en un país extranjero, como sucede hoy a tantas personas (cf. Mt 2,13-18), a tantos niños. Superada la tormenta, Jesús crece en un pueblo nunca mencionado en el Antiguo Testamento, Nazaret; aprende el oficio de carpintero de su padre legal, José (cf. Mc 6,3; Mt 13,55). Así «el niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40).

En su vida pública, Jesús predicaba por los pueblos junto a sus discípulos. Un día, algunas madres se acercaron a Él y le presentaron a sus hijos para que los bendijera; pero los discípulos las reprendieron. Entonces Jesús, rompiendo con la tradición que consideraba al niño solo como un objeto pasivo, llama a los discípulos y les dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios». Y así señala a los pequeños como modelo para los adultos. Y añade solemnemente: «En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él» (Lc 18,16-17).

En un pasaje similar, Jesús llama a un niño, lo pone en medio de los discípulos y dice: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Y luego advierte: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran una piedra de molino al cuello y lo arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).

Hermanos y hermanas, los discípulos de Jesucristo no deben permitir nunca que los niños sean descuidados o maltratados, que se les priven de sus derechos, que no sean amados ni protegidos. Los cristianos tienen el deber de prevenir con empeño y de condenar con firmeza cualquier forma de violencia o abuso hacia los niños.

Hoy, en particular, son demasiados los pequeños obligados a trabajar. Pero un niño que no sonríe, un niño que no sueña, no podrá descubrir ni desarrollar sus talentos. En todas partes del mundo hay niños explotados por una economía que no respeta la vida; una economía que, al hacerlo, consume nuestro mayor tesoro de esperanza y amor. Sin embargo, los niños ocupan un lugar especial en el corazón de Dios, y quien dañe a un niño tendrá que rendirle cuentas.

Queridos hermanos y hermanas, quienes se reconocen como hijos de Dios, y especialmente quienes son enviados a llevar la buena nueva del Evangelio, no pueden permanecer indiferentes; no pueden aceptar que nuestros pequeños hermanos y hermanas, en lugar de ser amados y protegidos, sean despojados de su infancia, de sus sueños, víctimas de explotación y marginación.

Pidamos al Señor que nos abra la mente y el corazón al cuidado y la ternura, y que cada niño y niña pueda crecer en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc 2,52), recibiendo y dando amor. Gracias.

 

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Fuente: Vaticano

 

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