Los recursos de todo orden con que el conjunto de la humanidad occidental empieza su vida son hoy inmensamente superiores que antes. Si no estamos en una época creadora, afirma el autor, no tenemos disculpa. Somos responsables de nosotros mismos, de lo que hacemos con nuestras vidas. Por ejemplo, de renunciar a la inteligencia, de negarle la estimación y el prestigio, de dejarla perder.
Humanitas 1997 V, págs. 85-87
Parece evidente el descenso del nivel que padece la humanidad, al menos la occidental, en estos últimos decenios. Es de temer que las cosas no vayan mejor en el resto del mundo, ya que todo él está en presencia y las influencias son muy grandes, y los que no son occidentales se nutren muy principalmente de lo que ha creado Occidente. He hablado hace tiempo de la amenaza de una "decadencia evitable", lo que empieza a parecer problemático es que sea evitable.
Una gran proporción de lo que se hace, en todos los campos, es resueltamente inferior a lo que podría ser, a lo que se hacía en los primeros sesenta años de nuestro siglo, y que perdura en la memoria y conserva actualidad. Con excepciones, que son bastantes pero no dejan de serlo, lo que se dice, escribe, pinta, compone, edifica, se proyecta en las pantallas, se plantea intelectualmente, está por debajo del nivel exigible, porque se había alcanzado uno mucho más alto. Una persona con alguna sensibilidad intelectual o estética experimenta a diario una impresión penosa: el descontento.
Como pocas cosas me descontentan más que no entender, no me limito a experimentar esa impresión, sino que procuro averiguar sus causas. Se pensaría que se ha producido una mengua de las dotes en nuestro tiempo, que los hombres de las últimas generaciones son menos inteligentes que hace algún tiempo.
Esta explicación no me convence. Creo que las dotes humanas, al menos dentro de las históricas que conocemos, son aproximadamente las mismas. Los niños que nacieron en la Grecia clásica, de fantástica capacidad creadora, o durante el también creador Imperio Romano, no eran probablemente distintos de los nacidos en los cuatro oscuros siglos que sucedieron a su caída, hasta que se inició un tímido renacimiento cultural hacia el año 800, en tiempo de Carlomagno. Si se hubieran hecho pruebas psicofísicas, medidas de lo que ahora se llama el cociente de inteligencia y cosas análogas, creo que los resultados no serían muy diferentes. Con mayor motivo, no hay razón para sospechar cambios sustanciales en las dotes a lo largo de los siglos de la Edad Moderna, no sigamos en el espacio de nuestras vidas.
Si los resultados de los últimos decenios se resienten de lo que podemos llamar "falta de inteligencia", no será por falta de dotes, quiero decir de “posibilidades” psicofísicas, sino por motivos estrictamente humanos, biográficos, en su conjunto sociales e históricos. Creo muy moderadamente en el valor de los genes y su transmisión: los hijos de los más geniales con frecuencia son bastante mediocres; a la inversa, los padres de los genios han solido ser personas modestas, nada extraordinarias. Más importante es la convivencia, la educación, el ambiente en que cada persona se forma; y todavía más la libertad de cada una, su vocación personal, su exigencia de autenticidad.
He dicho en ocasiones que los autores de la generación del 98, con la posible excepción de Unamuno, eran hombres de dotes nada extraordinarias; su genialidad consistió en el uso que hicieron de esas dotes, que resultaron más que suficientes y les permitió seguir irradiando sobre nosotros al cabo de un siglo.
Si las personas son hoy tan “inteligentes” como antes, y sus obras no lo son, salvo un número limitado de excepciones, hay que preguntarse por qué. No se ha perdido la “inteligencia”; lo que ha descendido de manera aterradora es su “prestigio”, su estimación, su exigencia. He observado que, cuando se elogia a alguien que ejerce funciones culturales en el más amplio sentido de la palabra, rara vez se dice que es “inteligente”.
Se confunde todo. Hay un extraño “igualitarismo”, compensado por la amistad, los intereses económicos o el partidismo. Se habla interminablemente de algunos, a pesar de su notoria mediocridad, y poco o nada de otros, cuya obra tiene un valor incomparablemente superior. Los que no producen, los que se nutren de lo que una minoría hace, en principio para los demás, viven en estado de confusión, de desorientación, porque hay un absoluto desorden de las jerarquías. He recordado a veces que en los años que siguieron a la guerra civil, a pesar de las fuertes presiones políticas, los españoles siguieron aceptablemente “orientados” sobre los valores culturales, mucho más que después.
El que crea en cualquier disciplina no se siente obligado a ser inteligente. Podría serlo, sus dotes se lo permiten, pero no siente en torno suyo la presión social que lo lleva a aprovecharlas, a usarlas en el máximo de su rendimiento. Casi todo lo que vemos, oímos, leemos, “podría ser mejor”. Esta es la triste situación que nos puede llevar a una decadencia de la que será sumamente difícil salir, porque se habrá producido un descenso del nivel de lo “humano”, difícilmente superable.
Lo que se ha perdido es el prestigio, la estimación de la inteligencia real, puesta en ejercicio, relativamente independiente de las dotes, que pueden ser modestas, y con eso basta si se las pone en juego. No se trata de ser fenómenos de feria: casi ninguno de los genios que han hecho prodigiosa a la humanidad lo eran.
Casi todos ellos eran personas “normales”, que no deslumbraban a sus contemporáneos, que no venían de estirpes particularmente ilustres. Tenían “vocación”, en los casos menos eminentes algo tan importante y valioso como la “afición”; sentían el placer de aplicar sus talentos a algo para lo que sentían “haber nacido”. Se veían forzados a dar lo mejor de sí mismos a eso que era su empresa vital.
Somos responsables de nosotros mismos, de lo que hacemos con nuestras vidas, por ejemplo, de renunciar a la inteligencia, de negarle la estimación y el prestigio; en una palabra, de dejarla perder.
Hacían lo mejor posible. Con eso basta. Les importaba, más que el éxito —que rara vez era espectacular— el resultado de su esfuerzo. Recuerdo, desde que era muchacho, aquellos versos de Goethe, en su poema “Der Sänger” (“El cantor”); “Das Lied, das aus der Kehle klingt, ist Lohn, der reichlich lohnet” ("la canción que brota de la garganta es premio que recompensa con riqueza"); y por eso el cantor renuncia a la cadena de oro que le ofrece el rey y se contenta con una copa de vino. Hay recuerdos, casi de niñez, recibidos en la cuna o en la escuela, que quedan adheridos a la memoria y son una exigencia perdurable a lo largo de toda la vida. Lo decisivo es haberlos recibido. ¿En qué medida ocurre así hoy? ¿Qué oyen, en su casa, en la escuela, en la Universidad, en las horas que pasan delante de la televisión, los niños y los jóvenes que han nacido en los últimos treinta años?
No se trata de mejorar las dotes psicofísicas; ni es posible ni es necesario. Los recursos de todo orden con que el conjunto de la humanidad occidental empieza su vida son inmensamente superiores a todo lo anterior. Si no estamos en una época creadora, no tenemos disculpa. Somos responsables de nosotros mismos, de lo que hacemos con nuestras vidas, por ejemplo, de renunciar a la inteligencia, de negarle la estimación y el prestigio; en una palabra, de dejarla perder.