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“Hoy somos retados a mirar de frente, asumir y sufrir el conflicto, y así poder resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo caminar”
Al Pueblo de Dios que peregrina en Chile
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado 8 de abril convocaba a mis hermanos obispos a Roma para buscar juntos en el corto, mediano y largo plazo caminos de verdad y vida ante una herida abierta, dolorosa, compleja que desde hace mucho tiempo no deja de sangrar [1]. Y les sugería que invitaran a todo el Santo Pueblo fiel de Dios a ponerse en estado de oración para que el Espíritu Santo nos diera la fuerza de no caer en la tentación de enroscarnos en vacíos juegos de palabras, en diagnósticos sofisticados o en vanos gestos que no nos permitiesen la valentía necesaria para mirar de frente el dolor causado, el rostro de sus víctimas, la magnitud de los acontecimientos. Los invitaba a mirar hacia donde el Espíritu Santo nos impulsa, ya que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también ciegos ante Dios» [2]
Con alegría y esperanza recibí la noticia de que han sido muchas las comunidades, los pueblos y capillas donde el Pueblo de Dios estuvo rezando, especialmente los días que estábamos reunidos con los obispos: el Pueblo de Dios de rodillas que implora el don del Espíritu Santo para encontrar luz en la Iglesia «herida por su pecado, misericordiada por su Señor, y para que sea cada día convertida en profética por vocación [3]. Sabemos que la oración nunca es en vano y que «en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce fruto» [4].
1. Apelar a Ustedes, pedirles oración no fue un recurso funcional como tampoco un simple gesto de buena voluntad. Por el contrario, quise enmarcar las cosas en su preciso y precioso lugar y poner el tema donde tiene que estar: la condición del Pueblo de Dios «es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo» [5] . El Santo Pueblo fiel de Dios está ungido con la gracia del Espíritu Santo; por tanto, a la hora de reflexionar, pensar, evaluar, discernir, debemos estar muy atentos a esta unción. Cada vez que como Iglesia, como pastores, como consagrados, hemos olvidado esta certeza erramos el camino. Cada vez que intentamos suplantar, acallar, ningunear, ignorar o reducir a pequeñas elites al Pueblo de Dios en su totalidad y diferencias, construimos comunidades, planes pastorales, acentuaciones teologías, espiritualidades, estructuras sin raíces, sin historia, sin rostros, sin memoria, sin cuerpo, en definitiva, sin vidas. Desenraizarnos de la vida del pueblo de Dios nos precipita a la desolación y perversión de la naturaleza eclesial; la lucha contra una cultura del abuso exige renovar esta certeza.
Como le dije a los jóvenes en Maipú quiero decírselo de manera especial a cada uno: «la Santa Madre Iglesia hoy necesita del Pueblo fiel de Dios, necesita que nos interpele [ ... ] La Iglesia necesita que Ustedes saquen el carné de mayores de edad, espiritualmente mayores, y tengan el coraje de decirnos, 'esto me gusta', 'este camino me parece que es el que hay que hacer', 'esto no va' ... Que nos digan lo que sienten y piensan» [6]. Esto es capaz de involucrarnos a todos en una Iglesia con aire sinodal que sabe poner a Jesús en el centro.
En el Pueblo de Dios no existen cristianos de primera, segunda o tercera categoría. Su participación activa no es cuestión de concesiones de buena voluntad, sino que es constitutiva de la naturaleza eclesial. Es imposible imaginar el futuro sin esta unción operante en cada uno de Ustedes que ciertamente reclama y exige renovadas formas de participación. Insto a todos los cristianos a no tener miedo de ser los protagonistas de la transformación que hoy se reclama y a impulsar y promover alternativas creativas en la búsqueda cotidiana de una Iglesia que quiere cada día poner lo importante en el centro. Invito a todos los organismos diocesanos - sean del área que sean - a buscar consciente y lucidamente espacios de comunión y participación para que la Unción del Pueblo de Dios encuentre sus mediaciones concretas para manifestarse.
La renovación en la jerarquía eclesial por sí misma no genera la transformación a la que el Espíritu Santo nos impulsa. Se nos exige promover conjuntamente una transformación eclesial que nos involucre a todos.
Una Iglesia profética y, por tanto, esperanzadora reclama de todos una mística de ojos abiertos, cuestionadora y no adormecida [7]. No se dejen robar la unción del Espíritu.
2. «El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn. 3,8). Así respondía Jesús a Nicodemo ante el diálogo que tenían sobre la posibilidad de nacer de nuevo para entrar en el Reino de los Cielos.
En este tiempo a la luz de este pasaje nos hace bien volver a ver nuestra historia personal y comunitaria: el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere con el único fin de ayudarnos a nacer de nuevo. Lejos de dejarse encerrar en esquemas, modalidades, estructuras fijas o caducas, lejos de resignarse o "bajar la guardia" ante los acontecimientos, el Espíritu está continuamente en movimiento para ensanchar las miradas estrechas, hacer soñar al que perdió la esperanza [8], hacer justicia en la verdad y en la caridad, purificar del pecado y la corrupción e invitar siempre a la necesaria conversión. Sin esta mirada de fe todo lo que podamos decir y hacer caería en saco roto. Esta certeza es imprescindible para mirar el presente sin evasiones pero con valentía, con coraje pero sabiamente, con tenacidad pero sin violencia, con pasión pero sin fanatismo, con constancia pero sin ansiedad, y así cambiar todo aquello que hoy ponga en riesgo la integridad y la dignidad de cada persona; ya que las soluciones que se necesitan reclaman encarar los problemas sin quedar atrapados en ellos o, lo que sería peor, repetir los mismos mecanismos que queremos eliminar [9]. Hoy somos retados a mirar de frente, asumir y sufrir el conflicto, y así poder resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo caminar [10].
3. En primer lugar, sería injusto atribuir este proceso sólo a los últimos acontecimientos vividos. Todo el proceso de revisión y purificación que estamos viviendo es posible gracias al esfuerzo y perseverancia de personas concretas que, incluso contra toda esperanza o teñidas de descrédito, no se cansaron de buscar la verdad; me refiero a las víctimas de los abusos sexuales, de poder, de autoridad y a aquellos que en su momento les creyeron y acompañaron. Víctimas cuyo clamor llegó al cielo [11]. Quisiera, una vez más, agradecer públicamente la valentía y la perseverancia de todos ellos.
Este último tiempo, es tiempo de escucha y discernimiento para llegar a las raíces que permitieron que tales atrocidades se produjeran y perpetuasen, y así encontrar soluciones al escándalo de los abusos no con estrategias meramente de contención - imprescindibles pero insuficientes - sino con todas las medidas necesarias para poder asumir el problema en su complejidad.
En este sentido, quisiera detenerme en la palabra "escucha", ya que discernir supone aprender a escuchar lo que el Espíritu quiere decirnos. Y sólo lo podremos hacer si somos capaces de escuchar la realidad de lo que pasa [12].
Creo que aquí reside una de nuestras principales faltas y omisión: el no saber escuchar a las víctimas. Así se construyeron conclusiones parciales a las que le faltaban elementos cruciales para un sano y claro discernimiento. Con vergüenza debo decir que no supimos escuchar y reaccionar a tiempo.
La visita de Mons. Scicluna y Mons. Bertomeu nace al constatar que existían situaciones que no sabiamos ver y escuchar. Como Iglesia no podíamos seguir caminando ignorando el dolor de nuestros hermanos. Luego de la lectura del informe quise encontrarme personalmente con algunas víctimas de abuso sexual, de poder y de conciencia, para escucharlos, y pedirles perdón por nuestros pecados y omisiones.
4. En estos encuentros constaté cómo la falta de reconocimiento/escucha de sus historias, como también del reconocimiento/acpetación de los errores y las omisiones en todo el proceso, nos impiden hacer camino. Un reconocimiento que quiere ser más que una expresión de buena voluntad hacia las víctimas, más bien quiere ser una nueva forma de pararnos frente a la vida, frente a los demás y frente a Dios. La esperanza en el mañana y la confianza en la Providencia nace y crece en asumir la fragilidad, los límites e incluso el pecado para ayudamos a salir adelante [13]. El "nunca más" a la cultura del abuso, así como al sistema de encubrimiento que le permite perpetuarse, exige trabajar entre todos para generar una cultura del cuidado que impregne nuestras formas de relacionamos, de rezar, de pensar, de vivir la autoridad; nuestras costumbres y lenguajes y nuestra relación con el poder y el dinero. Hoy sabemos que la mejor palabra que podamos dar frente al dolor causado es el compromiso para la conversión personal, comunitaria y social que aprenda a escuchar y cuidar especialmente a los más vulnerables. Urge, por tanto, generar espacios donde la cultura del abuso y del encubrimiento no sea el esquema dominante; donde no se confunda una actitud crítica y cuestionadora con traición. Esto nos tiene que impulsar como Iglesia a buscar con humildad a todos los actores que configuran la realidad social y promover instancias de diálogo y constructiva confrontación para caminar hacia una cultura del cuidado y protección.
Pretender esta empresa solamente desde nosotros o con nuestras fuerzas y herramientas nos encerraría en peligrosas dinámicas voluntaristas que perecerían en el corto plazo [14]. Dejémonos ayudar y ayudemos a generar una sociedad donde la cultura del abuso no encuentre espacio para perpetuarse. Exhorto a todos los cristianos y especialmente a los responsables de Centros de formación educativa terciaria, de educación formal y no formal, Centros sanitarios, Institutos de fonnación y Universidades, a mancomunar esfuerzos en las diócesis y con la sociedad civil toda para promover lucida y estratégicamente una cultura del cuidado y protección. Que cada uno de estos espacios promueva una nueva mentalidad.
5. La cultura del abuso y del encubrimiento es incompatible con la lógica del Evangelio ya que la salvación ofrecida por Cristo es siempre una oferta, un don que reclama y exige la libertad. Lavando los pies a los discípulos es como Cristo nos muestra el rostro de Dios. Nunca es por coacción ni obligación sino por servicio. Digámoslo claro, todos los medios que atenten contra la libertad e integridad de las personas son anti-evangélicos; por tanto es preciso también generar procesos de fe donde se aprenda a saber cuando es necesario dudar y cuando no. «La doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, 'no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos', ya que las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación» [15]. Invito a todos los Centros de formación religiosa, facultades teológicas, institutos terciarios, seminarios, casas de formación y de espiritualidad a promover una reflexión teológica que sea capaz de estar a la altura del tiempo presente, promover una fe madura, adulta y que asuma el humus vital del Pueblo de Dios con sus búsquedas y cuestionamientos. Y así, entonces, promover comunidades capaces de luchar contra situaciones abusivas, comunidades donde el intercambio, la discusión, la confrontación sean bienvenidas [16]. Seremos fecundos en la medida que potenciemos comunidades abiertas desde su interior y así se liberen de pensamientos cerrados y autoreferenciales llenos de promesas y espejismos que prometen vida pero que en definitiva favorecen la cultura del abuso.
Quisiera hacer una breve referencia a la pastoral popular que se vive en muchas de vuestras comunidades ya que es un tesoro invaluable y auténtica escuela donde aprender a escuchar el corazón de nuestro pueblo y en el mismo acto el corazón de Dios. En mi experiencia como pastor aprendí a descubrir que la pastoral popular es uno de los pocos espacios donde el Pueblo de Dios es soberano de la influencia de ese clericalismo que busca siempre controlar y frenar la unción de Dios sobre su pueblo. Aprender de la piedad popular es aprender a entablar un nuevo tipo de relación, de escucha y de espiritualidad que exige mucho respeto y no se presta a lecturas rápidas y simplistas, pues la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y los sencillos pueden conocer» [17].
Ser "Iglesia en salida" es también dejarse ayudar e interpelar. No nos olvidemos que «el viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn. 3,8).
6. Como les decía, en los encuentros con las víctimas pude constatar que la falta de reconocimiento nos impide caminar. Por eso creo necesario compartirles que me alegró y esperanzó mucho confirmar, en el diálogo con ellos, su reconocimiento de personas a las que me gusta llamar los «santos de la puerta de al lado» [18]. Seríamos injustos si al lado de nuestro dolor y nuestra vergüenza por esas estructuras de abuso y encubrimiento que tanto se han perpetuado y tanto mal han hecho, no reconociéramos a muchos fieles laicos, consagrados, consagradas, sacerdotes, obispos que dan la vida por amor en las zonas más recónditas de la querida tierra chilena. Todos ellos son cristianos que saben llorar con lo demás, que buscan la justicia con hambre y sed, que miran y actúan con misericordia [19]; cristianos que intentan cada día iluminar su vida a la luz del protocolo con el que seremos juzgados: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y Ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt. 25, 34-36).
Reconozco y agradezco su valiente y constante ejemplo que en momentos de turbulencia, vergüenza y dolor siguen jugándose con alegría por el Evangelio. Ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más [20]. Lejos de restarle importancia y seriedad al mal causado y buscar las raíces de los problemas, nos compromete también a reconocer la fuerza actuante y operante del Espíritu en tantas vidas. Sin esta mirada, quedaríamos a mitad de camino y podríamos ingresar en una lógica que lejos de buscar potenciar lo bueno y remediar lo equivocado, parcializaría la realidad cayendo en grave injusticia.
Aceptar los aciertos, así como los límites personales y comunitarios, lejos de ser una noticia más se vuelve el puntapié inicial de todo auténtico proceso de conversión y transformación. Nunca nos olvidemos que Jesucristo resucitado se presenta a los suyos con sus llagas. Es más, precisamente desde sus llagas es donde Tomás puede confesar la fe. Estamos invitados a no disimular, esconder o encubrir nuestras llagas.
Una Iglesia llagada es capaz de comprender y conmoverse por las llagas del mundo de hoy, hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y moverse para buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, no busca encubrir y disimular su mal, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y tiene un nombre: Jesucristo [21].
Esta certeza es la que nos moverá a buscar, a tiempo y destiempo, el compromiso por generar una cultura donde cada persona tenga derecho a respirar un aire libre de todo tipo de abusos. Una cultura libre de encubrimientos que terminan viciando todas nuestras relaciones. Una cultura que frente al pecado genere una dinámica de arrepentimiento, misericordia y perdón, y frente al delito, la denuncia, el juicio y la sanción.
7. Queridos hermanos, comenzaba esta carta diciéndoles que apelar a Ustedes no es un recurso funcional o un gesto de buena voluntad, por el contrario, es invocar la unción que como Pueblo de Dios poseen. Con Ustedes se podrán dar los pasos necesarios para una renovación y conversión eclesial que sea sana y a largo plazo. Con Ustedes se podrá generar la transformación necesaria que tanto se necesita. Sin Ustedes no se puede hacer nada. Exhorto a todo el Santo Pueblo fiel de Dios que vive en Chile a no tener miedo de involucrarse y caminar impulsado por el Espíritu en la búsqueda de una Iglesia cada día más sinodal, profética y esperanzadora; menos abusiva porque sabe poner a Jesús en el centro, en el hambriento, en el preso, en el migran te, en el abusado.
Les pido que no dejen de rezar por mi. Lo hago por Ustedes y pido a Jesús los bendiga y a la Virgen Santa los cuide.
Vaticano 31 de mayo de 2018, Fiesta de la Visitación de Nuestra Señora.
Notas
[1] Cfr. Carta del Santo Padre Francisco a los señores Obispos de Chile tras el informe de S.E. Mons. Charles J. Scicluna, 8 de abril de 2018.
[2] BENEDICTO XVI, Oeus caritas est, 16.
[3] Cfr. Encuentro del Santó Padre Francisco con los sacerdotes, religiosas/as, consagrados/as y seminaristas, Catedral de Santiago de Chile, 16 de enero de 2018.
[4] FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 278.
[5] Cfr. CONCILIO VATICANO 11, Lumen Gentium, 9.
[6] Cfr. Encuentro del Santo Padre Francisco con los jóvenes, Santuario Nacional de Maipú, 17 de enero de 2018.
[7] Cfr. FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 96.
[8] Cfr. FRANCISCO, Homilía santa misa de la solemnidad de Pentecostés 2018.
[9] Es bueno reconocer a algunas organizaciones y medios de comunicación que han asumido el tema de los abusos de una forma résponsable, buscando siempre la verdad y no haciendo de esta dolorosa realidad un recurso mediático para el aumento del rating en su programación.
[10] Cfr. FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 227.
[11] « El Señor dijo: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos». Ex 3, 7.
[12] Recordemos que esta fue la primera palabra-mandato que recibió el pueblo de Israel por parte de Yahvé: «Escucha Israel» (Dt. 6,4)
[13] Cfr. Visita del Santo Padre Francisco a Centro Penitenciario Femenino, Santiago de Chile, 16 de enero de 2018.
[14] Cfr. FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 47-59.
[15] Cfr. FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 44.
[16] Es imprescindible llevar a cabo la tan necesaria renovación en los centros de formación impulsada por la reciente Constitución Apostólica Veritates Gaudium. A modo de ejemplo subrayo que «en efecto, la tarea urgente en nuestro tiempo consiste en que todo el Pueblo de Dios se prepare a emprender 'con espíritu' una nueva etapa de la evangelización. Esto requiere 'un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma'. Y, dentro de ese proceso, la renovación adecuada del sistema de los estudios eclesiásticos está llamada a jugar un papel estratégico. De hecho, estos estudios no deben sólo ofrecer lugares e itinerarios para la formación cualificada de los presbíteros, de las personas consagradas y de laicos comprometidos, sino que constituyen una especie de laboratorio cultural providE:ncial, en el que la Iglesia se ejercita en la interpretación de la performance de la realidad que brota del acontecimiento de Jesucristo y que se alimenta de los dones de Sabiduría y de Ciencia, con los que el Espíritu Santo enriquece en diversas formas a todo el Pueblo de Dios: desde el sensus fidei fidelium hasta el magisterio de los Pastores, desde el cárisma de los profetas hasta el de los doctores y teólogos». FRANCISCO, Veritates Gaudium, 3.
[17] PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 48.
[18] Cfr. FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 6-9. [19] Cfr. FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 76.79.82
[20] Cfr. FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 76.
[21] Cfr. Encuentro del Santo Padre Francisco con los sacerdotes, religiosas/as, consagrados/as y seminaristas, Catedral de Santiago de Chile, 16 de enero de 2018.
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- Ricardo Moreno
"Es fundamental para nosotros cristianos comprender bien el valor y el significado de la Santa Misa, para vivir cada vez más plenamente nuestra relación con Dios". Con estas palabras inició —el 8 de noviembre de 2017— el Papa Francisco la primera de 15 catequesis que dedicó a tratar el sacramento de la Eucaristía. Para celebrar la fiesta de Corpus Christi, a continuación compartimos los enlaces a cada una de dichas audiencias.
- La Eucaristía, primera audiencia (8 noviembre 2017)
- Segunda audiencia (15 noviembre 2017)
- Tercera audiencia (22 noviembre 2017)
- Cuarta audiencia (6 diciembre 2017)
- Quinta audiencia (13 diciembre 2017)
- Sexta audiencia (20 diciembre 2017)
- Séptima audiencia (3 enero 2018)
- Octava audiencia (10 enero 2018)
- Novena audiencia (31 enero 2018)
- Décima audiencia (7 febrero 2018)
- Undécima audiencia (14 febrero 2018)
- Duodécima audiencia (28 febrero 2018)
- Decimotercera audiencia (7 marzo 2018)
- Decimocuarta audiencia (14 marzo 2018)
- Decimoquinta audiencia (21 marzo 2018)
"Acerquémonos a la eucaristía: recibir a Jesús que nos trasforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es muy bueno y muy grande el Señor!" — Papa Francisco
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El pasado 8 de abril, domingo de la Misericordia les envié una carta convocándolos a Roma para dialogar sobre las conclusiones de la visita realizada por la “Misión especial” que tenía como cometido ayudar a encontrar luz para tratar adecuadamente una herida abierta, dolorosa y compleja que desde hace mucho tiempo no deja de sangrar en la vida de tantas personas, y por tanto, en la vida del Pueblo de Dios.
Una herida tratada hasta ahora con una medicina que, lejos de curar parece haberla ahondado más en su espesura y dolor. Debemos reconocer que se realizaron diversas acciones para tratar de reparar el daño y el sufrimiento ocasionados, pero tenemos que ser conscientes que el camino seguido no ha servido de mucho para sanar y curar. Quizás por querer dar vuelta la página demasiado rápido y no asumir las insondables ramificaciones de este mal; o porque no se tuvo el coraje para afrontar las responsabilidades, las omisiones, y especialmente las dinámicas que han permitido que las heridas se hicieran y se perpetuaran en el tiempo; quizá por no tener el temple para asumir como cuerpo esa realidad en la que todos estamos implicados, yo el primero, y que nadie puede eximirse desplazando el problema sobre las espaldas de los otros; o porque se pensó que se podía seguir adelante sin reconocer humilde y valientemente que en todo el proceso se habían cometido errores.
En este sentido, escuchando el parecer de varias personas y constatando la persistencia de la herida, formé una comisión especial para que, con gran libertad de espíritu, de modo jurídico y técnico pudiese brindar un diagnóstico lo más independiente posible y ofrecer una mirada limpia sobre los acontecimientos pasados y sobre el estado actual de la situación.
Este tiempo que se nos ofrece es tiempo de gracia. Tiempo para poder, bajo el impulso del Espíritu Santo y en clima de colegialidad, dar los pasos necesarios para generar la conversión a la que el mismo espíritu nos quiere llevar. Necesitamos un cambio, lo sabemos, lo necesitamos y anhelamos. No solo se lo debemos a nuestras comunidades y a tantas personas que han sufrido y sufren en su carne, los dolores provocados, sino que pertenece a la misión y a la identidad misma de la Iglesia el espíritu de conversión. Dejemos que este tiempo sea tiempo de conversión.
“Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn.3,30). Con estas palabras el último de los grandes profetas, Juan el Bautista, hablaba a sus discípulos cuando, escandalizados, le hacían ver que había alguien que hacía lo mismo que él. Juan consciente de su identidad y misión –él no era el Mesías, pero había sido enviado antes que él (vv.28)- no vaciló en darles una respuesta clara y sin ningún tipo de ambigüedad.
Con este trasfondo de profecía e inspirado en las palabras de este profeta me gustaría dar el “puntapié inicial” para la reflexión fraterna con ustedes durante estos días.
1. Es necesario que él crezca…
Quizás no haya mayor alegría para el creyente que compartir, testimoniar y hacer visible a Jesús y a su Reino. El encuentro con el Resucitado transforma la vida y hace que la fe se vuelva alegremente contagiosa. Es la semilla del Reino de los Cielos que espontáneamente tiende a compartirse, a multiplicarse y que, como a Andrés, nos lleva a correr hacia nuestros hermanos y decir: “hemos encontrado al Mesías (Jn. 1,41). Un Mesías que siempre nos abre horizontes de vida y esperanza. El discípulo se deja lanzar hacia esta aventura por la acción del Espíritu para hacer crecer y esparcir la vida nueva que Jesús nos ofrece. Esta acción no la podemos identificar nunca con proselitismo o conquista de espacios, sino como la invitación alegre a la vida nueva que Jesús nos regala. “Es necesario que Él crezca” es lo que palpita en el corazón del discípulo porque experimentó que Jesucristo es oferta de vida buena. Sólo Él es capaz de salvar.
La Iglesia en Chile sabe de esto. La historia nos dice que supo ser madre que engendró a muchos en la fe, predicó la vida nueva del Evangelio y luchó por esta cuando se veía amenazada. Una Iglesia que supo dar “pelea” cuando la dignidad de sus hijos no era respetada o simplemente ninguneada. Lejos de ponerse ella en el centro, buscando ser el centro, supo ser la Iglesia que puso al centro lo importante. En momentos oscuros de la vida de su pueblo, la Iglesia en Chile tuvo la valentía profética no sólo de levantar la voz, sino también de convocar para crear espacios en defensa de hombres y mujeres por quienes el Señor le había encomendado velar; bien sabía que no se podía proclamar el mandato nuevo del amor sin promover mediante la justicia y la paz el verdadero crecimiento de cada persona (1). Así podemos hablar de Iglesia profética que sabe ofrecer y engendrar la vida buena que el Señor nos ofrece.
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de promover una acción evangelizadora que mira al Maestro con la ternura de Teresa de Los Andes y afirmar: “¿Temes acercarte a él? Míralo en medio de su rebaño fiel, cargando sobre sus hombros a la oveja infiel. Míralo sobre la tumba de Lázaro. Y oye lo que dice Magdalena: mucho se le ha perdonado, porque ha amado mucho. ¿Qué descubres en estos rasgos del Evangelio sino un corazón dulce, tierno, compasivo, un corazón en fin de un Dios?” (2).
Una Iglesia profética que sabe poner Jesús en el centro es capaz de hacer fiesta por la alegría que el Evangelio provoca. Como señalé en Iquique, pero que bien podemos extender a tantos lugares del norte al sur de Chile, la piedad popular es una de las riquezas más grandes que el pueblo de Dios ha sabido cultivar. Con sus fiestas patronales, con sus bailes religiosos –que se prolongan hasta por semanas- con su música y vestidos logran convertir a tantas zonas en santuarios de piedad popular. Porque no son fiestas que quedan encerradas dentro del templo, sino que logran vestir a todo el pueblo de fiesta (3). Y así se queda un entretejido capaz de celebrar alegre y esperanzadamente la presencia de Dios en medio de su pueblo. En los santuarios aprendemos a hacer una Iglesia de cercanías, de escucha, que sabe sentir y compartir una vida tal cual se presenta. Una Iglesia que aprendió que la fe sólo se transmite en dialecto y así celebra cantando y danzando “la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios” (4).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de engendrar en la santidad a un hombre que supo proclamar con su vida: “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a quien llamar ‘padre’, que carecen hace muchos años del beso de la madre sobre su frente… ¡Cristo no tiene hogar! ¿No queremos dárselo nosotros?... ‘Lo que hagan al más pequeño de mis hermanos, me lo hacen a Mí’, ha dicho Jesús” (5); ya que “si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse” (6).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro es capaz de convocar para generar espacios que acompañen y defiendan la vida de los diferentes pueblos que conforman su vasto territorio, reconociendo una riqueza multicultural y étnica sin igual por la que es necesario velar. A modo de ejemplo señalo las iniciativas promovidas especialmente por los obispos del sur de Chile durante la década del 60-70 impulsando los mecanismos necesarios para que el Pueblo Mapuche pudiera vivir en plenitud el arte del buen vivir –del que tanto tenemos que aprender-. Acciones fuertes que generaron estructuras en favor de la defensa de la vida invitando al protagonismo responsable de una fe encarnada, transformadora; esa fe que sabe hacer vida la llamada del Concilio que nos recuerda que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (7).
Una Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro con sinceridad es capaz –como supo mostrarnos uno de Vuestros pastores- de “confesar que, en nuestra historia personal, y en la historia de nuestro Chile, ha habido injusticia, mentira, odio, culpa, indiferencia. [Y los invitaba a ser] sinceros, humildes y decir al Señor: ¡hemos pecado contra ti! Pecar contra nuestro hermano, el hombre y la mujer, es pecar contra Cristo, que murió y resucitó por todos los hombres. ¡Seamos sinceros, humildes!: ¡Pequé Señor contra ti! ¡No obedecí a tu evangelio!” (8). La conciencia consciente de sus límites y pecados la hace vivir alerta ante la tentación de suplantar a su Señor.
Y así podríamos seguir enumerando muchos fermentos vivos de Iglesia profética que sabe poner a Jesús en el centro. Pero la invitación más grande y fecundamente vital –como lo he querido subrayar en la reciente Exhortación Apostólica recordando a Edith Stein- nace de la confianza y convicción que: “en la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos; sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisiones de nuestra vida personal, es algo que sólo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado” (9). El Santo pueblo fiel de Dios, desde su silencio cotidiano, de muchas formas y maneras sigue haciendo visible y testimonia con “testaruda” esperanza que el Señor no abandona, que sostiene la entrega constante y, en tantas situaciones sufriente de sus hijos. El Santo y Paciente Pueblo fiel de Dios sostenido y vivificado por el Espíritu Santo es el mejor rostro de la Iglesia profética que sabe poner al centro a su Señor en la entrega cotidiana (10). Nuestra actitud como pastores es aprender a confiar en esta realidad eclesial y a reverenciar y reconocer que en un pueblo sencillo, que confiesa su fe en Jesucristo, ama a la Virgen, se gana la vida con el trabajo, (tantas veces mal pagado), bautiza a sus hijos y entierra a sus muertos; en ese pueblo fiel que se sabe pecador pero no se cansa de pedir perdón porque cree en la misericordia del Padre, en ese pueblo fiel y silencioso reside el sistema inmunitario de la Iglesia.
2. Y que yo disminuya.
Duele constatar que, en este último periodo de la historia de la Iglesia chilena, esta inspiración profética perdió fuerza para dar lugar a lo que podríamos denominar una transformación en su centro. No sé qué fue primero, si la pérdida de fuerza profética dio lugar al cambio de centro o el cambio de centro llevó a la pérdida de la profecía que era tan característica en Ustedes. Lo que sí podemos observar es que la Iglesia que era llamada a señalar a Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn. 14,6) se volvió ella misma el centro de atención. Dejó de mirar y señalar al Señor para mirarse y ocuparse de sí misma. Concentró en sí la atención y perdió la memoria de su origen y misión (11). Se ensimismó de tal forma que las consecuencias de todo este proceso tuvieron un precio muy elevado: su pecado se volvió el centro de atención. La dolorosa y vergonzosa constatación de abusos sexuales a menores, de abusos de poder y de conciencia por parte de ministros de la Iglesia, así como la forma en que estas situaciones han sido abordadas (12), deja en evidencia este “cambio de centro eclesial”. Lejos de disminuir ella para que apareciesen los signos del Resucitado el pecado eclesial ocupó todo el escenario concentrando en sí la atención y las miradas.
Es urgente abordar y buscar reparar en el corto, mediano y largo plazo este escándalo para restablecer la justicia y la comunión (13). A su vez creo que, con la misma urgencia, debemos trabajar en otro nivel para discernir cómo generar nuevas dinámicas eclesiales en consonancia con el Evangelio y que nos ayuden a ser mejores discípulos misioneros capaces de recuperar la profecía.
Esa vida nueva que el Señor nos dona implica recuperar la claridad del Bautista y afirmar sin ambigüedad que el discípulo no es ni será jamás el Mesías. Esto nos lleva a promover una alegre y realista conciencia de nosotros mismos: el discípulo no es más que su Señor. Y por esto mismo, en primer lugar, tenemos que estar atentos a todo tipo o forma de mesianismo que pretenda erguirse como único intérprete de la voluntad de Dios. Muchas veces podemos caer en la tentación de una vivencia eclesial de la autoridad que pretende suplantar las distintas instancias de comunión y participación, o lo que es peor, suplantar la conciencia de los fieles olvidando la enseñanza conciliar que nos recuerda que “la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (14). Es clave recuperar una dinámica eclesial capaz de ayudar a los discípulos a discernir el sueño de Dios para sus vidas, sin pretender suplantarlos en tal búsqueda. En los hechos, los falsos mesianismos pretenden cancelar esa elocuente verdad de que la unción del Santo la tiene la totalidad de los fieles (15). Nunca un individuo o un grupo ilustrado puede pretender ser la totalidad del Pueblo de Dios y menos aún creerse la voz auténtica de su interpretación. En este sentido debemos prestar atención a lo que me permito llamar “psicología de elite” que puede traslaparse en nuestra manera de abordar las cuestiones.
La psicología de elite o elitista termina generando dinámicas de división, separación, ‘círculos cerrados´ que desembocan en espiritualidades narcisistas y autoritarias en las que, en lugar de evangelizar, lo importante es sentirse especial, diferente de los demás, dejando así en evidencia que ni Jesucristo ni los otros interesan verdaderamente (16). Mesianismo, elitismos, clericalismos, son todos sinónimos de perversión en el ser eclesial; y también sinónimo de perversión es la pérdida de la sana conciencia de sabernos pertenecientes al santo Pueblo fiel de Dios que nos precede y que –gracias a Dios- nos sucederá. No perdamos jamás la conciencia de ese don tan excelso que es nuestro bautismo.
El reconocimiento sincero, orante e incluso de muchas veces dolorido de nuestros límites es lo que permite a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en una dinámica sincera, comunitaria, y de real crecimiento (17). Esta conciencia de límite y de la parcialidad que ocupamos dentro del pueblo de Dios nos salva de la tentación y pretensión de querer ocupar todos los espacios, y especialmente un lugar que no nos corresponde: el del Señor. Solo Dios es capaz de la totalidad, sólo Él es capaz de la totalidad de un amor exclusivo y no excluyente al mismo tiempo. Nuestra misión es y será siempre misión compartida. Como les dije en el encuentro con el clero en Santiago: “la conciencia de tener llagas nos libera de volvernos autoreferenciales, de creernos superiores. Nos libera de esa tendencia prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus fuerzas y se sienten superiores a otros” (18).
Por ello, y permítanme la insistencia, urge generar dinámicas eclesiales capaces de promover la participación y misión compartida de todos los integrantes de la comunidad eclesial evitando cualquier tipo de mesianismo o psicología-espiritualidad de elite. Y, en concreto, por ejemplo, nos hará bien abrirnos más y trabajar conjuntamente con distintas instancias de la sociedad civil para promover una cultura anti-abusos del tipo que fuera.
Cuando los convoqué a este encuentro los invitaba a pedir al Espíritu el don de la magnanimidad para poder traducir en hechos concretos lo que reflexionemos. Los exhorto a que pidamos con insistencia este don por el bien de la Iglesia en Chile. Recibí con cierta preocupación la actitud con la que algunos de Ustedes, Obispos, han reaccionado ante los acontecimientos presentes y pasados. Una actitud orientada hacia lo que podemos denominar el “episodio Jonás” – en medio de la tormenta era necesario tirar fuera el problema (Jonás 1,4 – 16) (19) – creyendo que la sola remoción de personas solucionaría de por sí los problemas (20). Así pasa al olvido el principio paulino: “si el pie dijera: ‘Como no soy mano, no formo parte del cuerpo’, ¿acaso por eso no seguiría siendo parte de él?” (21). Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas (22); esto –y lo digo claramente- hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá. Sería irresponsable de nuestra parte no ahondar en buscar las raíces y las estructuras que permitieron que estos acontecimientos concretos se sucedieran y perpetuasen.
Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal. Debemos abordar los casos concretos y a su vez, con la misma intensidad, ir más hondo para descubrir las dinámicas que hicieron posible que tales actitudes y males pudiesen ocurrir (24).
Confesar el pecado es necesario, buscar remediarlo es urgente, conocer las raíces del mismo es sabiduría para el presente-futuro. Sería grave omisión de nuestra parte no ahondar en las raíces. Es más, creer que sólo la remoción de las personas, sin más, generaría la salud del cuerpo es una gran falacia. No hay duda que ayudaría y es necesario hacerlo, pero repito, no alcanza (25), ya que este pensamiento nos dispersaría de la responsabilidad y la participación que nos corresponde dentro del cuerpo eclesial. Y allí donde la responsabilidad no es asumida y compartida, el culpable de lo que no funciona o está mal siempre es el otro (26). Por favor, cuidémonos de la tentación de querer salvarnos a nosotros mismos, salvar nuestra reputación (“salvar el pellejo”); que podamos confesar comunitariamente la debilidad y así poder encontrar juntos respuesta humildes, concretas y en comunión con todo el Pueblo de Dios. La gravedad de los sucesos no nos permite volvernos expertos cazadores de “chivos expiatorios”. Todo esto nos exige seriedad y co-responsabilidad para asumir los problemas como síntomas de un todo eclesial que somos invitados a analizar y también nos pide buscar todas las mediaciones necesarias para que nunca más vuelvan a perpetuarse. Sólo podemos lograrlo si lo asumimos como un problema de todos y no como el problema que viven algunos. Solo podremos solucionarlo si lo asumimos colegialmente, en comunión en sinodalidad.
Hermanos, no estamos aquí porque seamos mejores que nadie. Como les dije en Chile, estamos aquí con la conciencia de ser pecadores-perdonados o pecadores que quieren ser perdonados, pecadores con apertura penitencial. Y en esto encontramos la fuente de nuestra alegría. Queremos ser pastores al estilo de Jesús herido, muerto y resucitado. Queremos encontrar en las heridas de nuestro pueblo los signos de la Resurrección. Queremos pasar de ser una Iglesia centrada en sí, abatida y desolada por sus pecados, a una Iglesia servidora de tantos abatidos que conviven a nuestro lado. Una Iglesia capaz de poner en el centro lo importante: el servicio a su Señor en el hambriento, en el preso, en el sediento, en el desalojado, en el desnudo, enfermo, en el abusado… (Mt. 25,35) con la conciencia de que ellos tienen la dignidad para sentarse a nuestra mesa, de sentirse “en casa”, entre nosotros, de ser considerados familia. Ese es el signo de que el Reino de los Cielos está entre nosotros, es el signo de una Iglesia que fue herida por su pecado, misericordiada por su Señor, y convertida en profética por vocación (27). Hermanos, las ideas se discuten, las situaciones se disciernen. Estamos reunidos para discernir, no para discutir.
Renovar la profecía es volver a concentrarnos en lo importante; es contemplar al que traspasaron y escuchar “no está aquí ha resucitado” (Mt. 28,6); es crear las condiciones y las dinámicas eclesiales para que cada persona en la situación que se encuentre pueda descubrir al que vive y nos espera en Galilea.