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- Juan de Dios Vial Larraín
Nota: Editorial con ocasión de la encíclica Lumen Fidei (junio de 2013)
Lumen Fidei, la encíclica del Papa Francisco, no es una estrella fugaz, sino el pleno cumplimiento, el final diseño, de una genial constelación teológica que cubre el cielo de nuestro tiempo. La obra de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, los tres últimos pontífices de la Iglesia Católica, vista desde un trasfondo en el que se divisan Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, hasta hoy.
El centro de esta figura es, sin duda, la persona de Cristo y su Gracia, que viene a los hombres a través de las virtudes llamadas teologales –Fe, Esperanza, Caridad– en el encuentro del hombre con Dios. Mediante estas virtudes la Palabra de Dios eleva el espíritu y el corazón del hombre.
Fe y razón, Esperanza que salva, Dios es Caridad, las encíclicas de los anteriores pontífices en cuyos títulos aparecen esas palabras, hablaron ya de esas tres virtudes. Benedicto XVI, en un gesto genial, clausuró su pontificado e inició el de Francisco en un tiempo al que proclamó el Año de la Fe. Lumen Fidei es su culminación.
Me parece ver aquí una teología viva, el discurso viviente que la fe toma en el cristianismo. El encuentro fundamental del hombre con Dios. Quizá lo primero y sorprendente sea la metáfora dominante en este texto: la luz. No es nada casual o retórico. La fundamental religiosidad del hombre, cabe recordar, se ha reconocido a sí misma tantas veces en la maravillosa figura de la luz del sol que ilumina la existencia humana con el poderoso ritmo del día y de la noche. No es casual, pues, la alusión en el párrafo 1 de la encíclica al Sol Invictus. Ella invita a mirar desde el fondo primario de la religiosidad del ser humano, en la que el propio paganismo pudiera reconocerse, profesada ya por egipcios, caldeos o indoeuropeos —por todos los pueblos, probablemente— e ilustrada por monumentos como las Pirámides, el Partenón o Machu-Picchu. Inclusive cabe recordar que también en la República de Platón, el Bien está representado por el sol y su influjo en el Universo. La fe cristiana, parece advertirnos la metáfora de la luz, tiene que ver con esta dimensión profunda y originaria de la realidad del Universo, con un subsuelo histórico de universal vigencia antropológica, por oscuro que sea todavía su contenido esencial.
La Fe estuvo presente, por supuesto, en la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II, en los tiempos en los que el cardenal Ratzinger —Benedicto XVI— era prefecto de la Congregación de la Fe. En ese notable texto, sin embargo, predomina más bien la Ratio: Esa encíclica fue un llamado a la inteligencia humana a abrirse a la Palabra de Dios desde el fondo mismo de su constitución, por ende, desde la metafísica. Hoy Lumen Fidei, el texto de Francisco, recupera la visión original de Benedicto XVI, la exalta y difunde.
La mano de Francisco está explícita en el pasaje inicial de esta encíclica. Ahí encara la principal objeción contemporánea a lo que la fe pueda significar. La Fe sería anacrónica; un comportamiento de antiguas sociedades de las que el hombre adulto de hoy “ufano de su razón” estaría liberado. Por cierto, esa objeción destila el progresismo positivista que animara ya a la Ilustración en el siglo XVIII, cuyos ecos todavía resuenan. La encíclica, por así decir, está más al día y apunta más bien a Nietzsche, a la “autónoma inseguridad”, de la que habla en la carta a su hermana Isabel, que trae el párrafo 2 de la encíclica. En esa “autonomía” seguramente subyacen la voluntad de dominio y el nihilismo.
La Fe, responde Francisco, no es un salto al vacío, no es un sentimiento ciego, no es una luz subjetiva. Es una luz objetiva y común, que ilumina no instantes fugaces de la vida humana, sino la existencia humana en su totalidad. Es el don de Dios, la virtud sobrenatural que el Espíritu de Dios infunde en el hombre. Su palabra encarnada en la figura humana de Jesucristo con quien el hombre se encuentra real e históricamente.
Esa Palabra fue escuchada por Abraham, el más antiguo de los patriarcas de Israel, con quien se inician las religiones superiores desde el judaísmo al cristianismo y, más tarde, al Islam. Dios pide a Abraham que acoja su palabra, que le sea fiel. Y le hace la promesa de una vida nueva. En Cristo esa promesa se hace real, se cumple. Ser cristiano es el encuentro con Él. Toda vida humana, ciertamente, está marcada por encuentros que resultan decisivos, en uno u otro sentido; pertenecen a su destino. El encuentro con Dios es decisivo absolutamente: tiene lugar en la Fe y consagra la vida.
En el cristianismo estamos en presencia de lo que originariamente es un hecho histórico que perdura. Recogido en el testimonio de los que lo vivieron en primera aproximación, narrado en los libros de la Biblia y vivido a diario, como la luz del sol, por el cristiano. Así, una historia de milenios, que ha tenido y mantiene un sentido único profundo. Milenios de vida constituida y ordenada por una poderosa fuerza, por una verdad radical alojada en lo más íntimo de la conciencia singular de cada hombre que la vive. La fuerza que le hace ser humano. La vida del alma que nos hace ser Yo mismo y Tú mismo en una íntima comunión personal que, en última y fundamental instancia, es comunión con la persona de Cristo que nos reúne y en quien vivimos y somos. El mismo Dios hecho hombre, nacido de mujer, que asume la muerte para dar cumplimiento al designio del amor que es la vida en su plenitud. Si Cristo no ha resucitado, ese designio, nuestra Fe, sería vana, dijo San Pablo.
¿Por qué ha ocurrido todo esto? Sencillamente porque la gran creatura de Dios que es el hombre, en ejercicio de su libertad se rebela contra Él. Se niega al encuentro, no le reconoce. Alguien ha inducido al hombre a creer que él mismo es Dios, no quien le creara. En el Génesis está representado por la serpiente –encarnación del demonio– que lo sugiere a Eva, pero lo han repetido las grandes herejías, desde la de Arrio, en los primeros siglos de la era cristiana, hasta el materialismo novecentista de Feuerbach o Marx, si no del propio idealismo.
La consecuencia de esa demoníaca rebeldía, a la que el hombre pareciera estar naturalmente inclinado en una falsificación de su libertad, es el pecado. Y este, también naturalmente, acarreó al hombre su más lógica consecuencia, que es la muerte. Si el hombre no es creatura de Dios, si no hay en él ninguna plenitud posible, está naturalmente llamado a morir como cualquiera de los seres del mundo. Vana resulta, entonces, nuestra fe. Ya no es Fe. En su lugar habrá una idolatría cualquiera: el placer, el poder, el dinero, los más vulgares.
Inclusive podrán serlo el saber, la belleza, la armonía del universo, en tanto meros sustitutos en la ausencia de Dios.
El Dios que habla a Abraham es el Dios creador que, como dice San Pablo a los romanos, “llama a la existencia lo que no existe”. El Dios que habla a Moisés en el Sinaí le revela su nombre, pero el pueblo “no soporta el misterio del rostro oculto”. Prefiere adorar al ídolo “porque lo hemos hecho nosotros” un pretexto “para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad” (LF.13)
Lumen Fidei destaca en la fe de Israel la figura del mediador. Lo fue Moisés. Lo será Juan el Bautista, lo fueron quienes estuvieron al pie de la Cruz, quienes llegaron al sepulcro vacío o estuvieron en la Última Cena; lo serán quienes recogen la buena nueva, los evangelistas. En fin, lo es la comunidad cristiana, la Iglesia. En la mediación hay una confianza en otro, hay una Fe que nos hace creer, que nos hace partícipes de su visión. Esta es, en el fondo, una manifestación del amor. Cristo es un mediador en quien vemos al Padre, a quién solo Él conocía.
La obra creadora de Dios, que el pecado quiebra, solo puede ser restaurada, salvada, por Dios mismo, por la misma fuerza creadora, ahora misericordiosa, de Dios que asume el trágico destino de la creatura a la que ha amado en sí misma: el hombre. Que asume inclusive su castigo, que es la muerte. La Fe abre nuevamente al hombre su vocación más alta. No lo abandona. La Fe lo reconocerá con misericordia. El amor todo lo puede.
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- Jaime Antúnez A.
Homenaje al Papa Francisco a un mes de su elección
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- Jaime Antúnez A.
Nota: Artículo publicado a un mes del solemne inicio del pontificado de S.S. Francisco
Sin que mediase ningún signo previo, la Iglesia católica y el mundo entero ha presenciado, a partir de la renuncia al pontificado romano de S.S. Benedicto XVI el 11 de febrero [2013] pasado —y en un plazo de pocas semanas— el desencadenarse de una procesión de hechos magnos, como en una especie de súbito huracán del Espíritu Santo.
I. El primer papa latinoamericano, un padre jesuita
La elección el día 13 de marzo [2013] del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, sacerdote de la Compañía de Jesús, como primer Pontífice Romano que proviene de nuestro continente —pasada la primera sorpresa que golpeó a tirios y troyanos— comenzó en seguida a constituirse en un reencuentro de la cristiandad iberoamericana con una voz entrañable y conocida: la de quien le entregó el Evangelio a través de una siembra de siglos, hasta hacer de este subcontinente, como lo dijo la Conferencia de Puebla, una cultura de sustrato católico. Desde su aparición en el balcón de la basílica de San Pedro, a través de sus gestos y palabras en aquel expectante momento y en los días sucesivos, podemos decir que la Iglesia que peregrina en esta parte del mundo ha sentido de nuevo en los oídos del alma una voz, la del Padre Bergoglio, en la que resuenan los saludables y añorados ecos de los padres Pedro Claver, José de Anchieta, Ruiz de Montoya y demás misioneros jesuitas del Guayrá en Paraguay, de Chiquitos en Bolivia, de California en el norte y de Chiloé en el sur de América, de los que evangelizaron y murieron por la fe en Canadá, y Brasil, en Nahuelhuapi y Elicura, por no decir la de nuestro Alberto Hurtado Cruchaga, grandes apóstoles de la familia religiosa fundada por San Ignacio —y en la que sirvió Francisco Xavier— que proveyeron su ADN a esta raza. Una entrega del Evangelio, ha explicado el mismo Padre Bergoglio en sus Meditaciones para religiosos (1982), “sin racionalismos ni ingenuidades sino con una fuerte apoyatura intelectual armonizada con la fidelidad a la Revelación y al Magisterio”, muy lejos por lo tanto de otras voces “no exentas de indiscreto vanguardismo”, como las que obligaron a Juan Pablo II a manifestar fuertes reservas a sus hermanos de orden.
Se sabe, y se ha comentado repetidas veces desde su elección en el Cónclave de marzo, que el cardenal Bergoglio tuvo fundamental participación en la redacción del Documento de Aparecida, carta magna en materia de Doctrina Social de la Iglesia para Latinoamérica y nuevo empuje a la evangelización del Continente. Dos meses después de concluida dicha Conferencia, el entonces arzobispo de Buenos Aires autorizó a Humanitas la traducción y edición de un trabajo suyo presentado en Italia por la Pontificia Universidad Lateranense —“Buscar el camino hacia el futuro, llevando la memoria de las raíces”— que reconocía ser un resumen de su magisterio como cabeza de la principal arquidiócesis argentina, y que al comienzo de este número reproducimos de nuevo como homenaje al Papa Francisco. Inmediatamente se descubre en sus líneas un claro y profundo desarrollo de la doctrina relativa a la “subjetividad del individuo”, expuesta por Juan Pablo II en la encíclica Centesimus Annus, que el autor recoge también, de manera muy explícita, en su libro Diálogos entre Juan Pablo II y Fidel Castro (1998). Su crítica al socialismo real se traspone ciertamente a todos los mecanicismos que reducen en su humanidad al hombre contemporáneo, según se desprende de la premisa principal: “La negación de Dios priva del valor supremo, del fundamento esencial a la persona y la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad que debe asumir. Este ateísmo que se pregona tiene íntima relación con el racionalismo iluminista, en el que la concepción de la realidad del hombre se traduce en forma totalmente mecanicista”.
Para esta América morena, azotada por múltiples vendavales que colocan en juego seriamente su identidad más profunda, el huracán del Espíritu que lleva a la cátedra de Pedro a un obispo nacido en Argentina —nación a tantos títulos fuertemente representativa de lo mejor de la identidad latinoamericana— repone de inmediato, en todas nuestras poblaciones, el muchas veces desvaído vínculo nutricio con la sede de Roma. La sola consideración, por ejemplo, de que el sucesor de san Pedro conoce desde su interior lo que ha llamado, con respecto a Buenos Aires, las oscuras nuevas formas de “esclavitud” en que viven millones de personas en las grandes urbes continentales, otorga sin duda una fuerte luz de esperanza en medio de ese duro exilio, que fortalece la fe católica de estos pueblos.
Su presencia en Roma y su cercano acompañamiento de las realidades continentales constituye por su parte un aviso a las dirigencias políticas, sociales y económicas latinoamericanas, en la dirección de lo expresado por Benedicto XVI en el n°3 de la encíclica Caritas in veritate a propósito del “fideísmo”. En el clima de pragmático antiintelectualismo que invade a estos sectores, donde cunde la ignorancia respecto de las categorías esenciales de una cultura humanista —en particular la cristiana—, vale pues la pena una pronta autointerpelación: ¿será posible sostener por mucho tiempo más la fe católica en un esquema apenas devocional, ajeno a veces casi por completo, en la realidad práctica, a las categorías propias de la cultura cristiana en temas de derecho a la vida, de familia, de justicia equitativa y distributiva, por mencionar solo algunos?
La libertad con que obraron siempre ante los poderes del mundo los santos sacerdotes y misioneros jesuitas, antecesores del ahora Papa Bergoglio; la libertad con que asimismo él obró como arzobispo ante dichos poderes, aquella con la que también se ha expresado desde un primer momento para decir que la Iglesia no es una ONG y que se centra, ora y sirve a Jesucristo, su Señor, o cae en la mundanidad que es terreno del padre de las tinieblas —palabras en que resuena el tan silenciado discurso de las “dos banderas” de San Ignacio—, configura un mensaje que puede recogerse o quizá presumirse que no se escucha, pero que es inequívoco: la Iglesia es de Jesucristo y ni siquiera lo es de Pedro, como recordó Benedicto XVI después de renunciar, por lo que las reformas y renovaciones a que apelan tantas voces ajenas a ella, solo pueden apuntar y tener por respuesta una creciente fidelidad al Evangelio, a la milenaria enseñanza de la Iglesia y al fervor apostólico en orden a la transmisión de la fe católica.
II. El Pontífice de la Iglesia universal
El nuevo pontífice ha sido el primero en dos mil años que adopta el nombre de Francisco, elección relevante y llena de significado simbólico si se piensa que el santo de Asís es, en el consenso universal de los fieles, quien más lejos llevó la sequela Christi, llegando a parecerse al Señor incluso físicamente, también por sus estigmas. La imagen suya que lega la historia es la de quien, en plena revolución cultural del siglo XII, sustenta la fe católica a través de su santidad y ruptura con el mundo, pero siempre desde la Iglesia —como lo subrayó Benedicto XVI— y en plena fidelidad a los pontífices Inocencio III y Honorio III, quien aprueba las constituciones de la orden franciscana. Un conocido fresco del Giotto nos muestra hoy el sueño del Papa Inocencio que ve a Francisco sosteniendo los muros de la basílica lateranense que amenaza ruina, reflejo del estado general de la sociedad de su tiempo. El nombre de Francisco nos recuerda, pues, la envergadura de la crisis contemporánea y el deber frente a ella de quien porta el don de la fe, precisamente el apremiante llamado realizado por Benedicto XVI en la Carta Apostólica Porta fidei, con la que convoca al Año de la Fe, el que habrá de concluir en la festividad de Cristo Rey del Universo, en noviembre próximo.
No todos, entre tanto, entienden esto de igual manera.
También al tenor de las interpretaciones de dudoso origen que propala la prensa mundial —como sucedió durante el Concilio, con alto riesgo de confusión para los fieles— muchas de las palabras que escuchamos con insistente frecuencia para caracterizar el momento actual de la Iglesia y el inicio de un nuevo pontificado —renovación, transparencia, modernización, etc.— se insertan emocionalmente en una dinámica de cambio, sobre todo rupturista, el de la “hermenéutica de la ruptura”, en nada distinta de aquella que denunciara Benedicto XVI en su discurso anual a la Curia el año 2005, contrastándola con la “hermenéutica de la reforma en continuidad”, camino apropiado para seguir adelante con la tarea del Vaticano II, que precisamente el Año de la Fe viene a conmemorar.
Observado en la perspectiva de los fenómenos de larga duración, este conmocionante momento que ha vivido la Iglesia al comenzar el año 2013 debería entre tanto apreciarse, sobre todo, como otro episodio de su largo diálogo con la modernidad. Dicha dialéctica arranca, más explícitamente, de la primera mitad del siglo XIX, con el papado de Gregorio XVI y la encíclica Mirari vos. Liberalismo, positivismo, fideísmo y muchos otros ismos que fluyen del iluminismo agnóstico o ateo fueron abordados en toda su hondura y complejidad por el magisterio de ese pontífice, como lo harían luego, en línea de continuidad, el beato Pío IX, León XIII, san Pío X y una sucesión ininterrumpida de papas hasta hoy, sin dar lugar a una modificación en los criterios de fondo. Cambios los hubo, ciertamente, derivados de las circunstancias que acompañan el período histórico en que se desarrolla ese debate: diferentes serán, por ejemplo, las circunstancias condicionantes del mismo durante la guerra de la unificación italiana que implicará la pérdida de los Estados Pontificios por parte de Pío IX, de aquellas otras predominantes en el contexto del ralliement de León XIII o de la posguerra mundial y el Concilio Vaticano II. No obstante, si bien los modos se transforman conforme a las distintas situaciones, la cuestión de fondo permanece la misma. Prueba muy elocuente de esa permanencia la vemos, por ejemplo, cuando se atiende a lo apuntado por Joseph Ratzinger en el sentido de que el “modernismo” teológico, que tan arduamente debió combatir san Pío X en la primera década del siglo XX, se sumerge entonces y reaparece más tarde en la crisis del posconcilio, en los años sesenta y setenta, debiendo Juan Pablo II y Benedicto XVI acometer la tarea de clarificar la verdad comprometida por sus errores (cfr.”Situación actual de la fe y de la teología”, por Joseph Card. Ratzinger, en Humanitas n°6, abril-junio 1997 p.280; y en Humanitas edición especial Habemus Papam, mayo 2005, p.30).
Con todo, pero en un sentido bien diferente del que se hace creer a través de los medios de comunicación masivos, el actual momento podría también constituir, a su modo, un hito cualitativa y decididamente nuevo, distinto y tal vez hasta distante de aquel centenario proceso dialéctico entre Iglesia y modernidad. Lo podemos visualizar si sopesamos, por ejemplo, la envergadura de la tarea desarrollada en la Europa de fin del siglo XX y comienzos del XXI, a través de 34 años, por los dos últimos papas. Primero por el beato Papa Juan Pablo II, cuyo largo y magno pontificado dio honda consistencia antropológica a ese continuum magisterial de más de un siglo —fortalecido y enriquecido ya entonces con nuevas categorías de análisis entregadas por el Concilio— transformándose él, primer Papa polaco, en la piedra angular de un mundo que dejó atrás 75 años de comunismo, principalmente en Europa. Luego, por Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, uno de los teólogos más eminentes de su siglo, cuyo recorrido no omitió ninguno de los principales areópagos del orbe contemporáneo, iluminando desde allí a todos los responsables del gobierno de los pueblos, con argumentos siempre fuertes, nacidos de una amplitud del “Logos” a la que nunca se cansó de convidar y de la que siempre dio vivo y personal testimonio. Bastaría a la luz de esto, y tan solo considerándolos a ellos, concluir que a lo largo de las tres gravitantes décadas que abarca su período, muy difícilmente pudo estar el orden natural y divino mejor ilustrado, lo cual de suyo reivindica la gloria de Dios.
No obstante lo arriba señalado, y paradójicamente, el tiempo transcurrido en ese casi cuarto de siglo que va de la caída del Muro de Berlín hasta hoy —período coincidente con el despliegue magisterial referido— muestra también a los ojos de cualquier observador, en su dinámica social y moral, un espacio que en realidad ha sido más devastador para la fe de los pueblos cristianos de Occidente que lo que fueran 75 años de opresión comunista en Rusia y otras partes del planeta, incluso considerados los perniciosos efectos que su desafío significó para la libertad religiosa, cultural y política de muchos pueblos de la tierra. Pareciera así, fijando la mirada en el orden causal inmediato, que dada la dureza de las posiciones ideológicas de sesgo anticristiano adoptadas hoy por los establishment mediático y político del primer mundo –donde remedando “al acusador” se pretende que la Iglesia esté siempre sentada en el banquillo y tenga que dar justificación de su existir— se haría de momento inoficioso continuar en aquel más que centenario debate. El sesgo militantemente radical de ciertas esferas dirigentes laicistas implica a menudo que estas ya no den atención a un diálogo de fondo acerca de lo que sea realmente la modernidad. (cfr. “Benedicto XVI, el papa de la modernidad”, Humanitas 70). Debilitado en su fuerza demográfica —cuando otrora fue un surto inagotable de recluta-miento en todo orden de actividades—, en la actualidad ese mundo desarrollado mira además, sin saber bien qué hacer, una invasión poblacional y cultural proveniente de Latinoamérica, de África y de Asia, que en el primer caso el escritor norteamericano Samuel Huntington calificó de “reconquista”, pero que de cualquier modo va camino de un mestizaje de civilizaciones, cuyo futuro abre interrogantes de muy diverso tipo, incluso religiosos, sin duda también con aspectos positivos.
He aquí entonces que, mientras la Iglesia se empeñaba por más de siglo y medio en desarrollar y actualizar siempre su magisterio para iluminar los desafíos de un orbe que se enriquecía materialmente pero que reducía cada vez más su horizonte espiritual —contribuyendo a este dramático contraste dos cataclismos de dimensiones jamás conocidas, como las dos guerras mundiales con sus causas y secuelas ideológicas—,otros espacios geográficos florecían a su alero o maduraban antiguas siembras. Es el caso de África, por lo primero, y de América, por lo segundo.
Habría así, por estas vías, llegado el momento preparado por la Providencia para la elección del primer sucesor del apóstol Pedro proveniente de tierras iberoamericanas. ¡Con qué fuerza profética resuenan en este sentido las palabras del beato Juan Pablo II al arribar en 1992 a Santo Domingo, para inaugurar la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano: “El 12 de octubre de 1492 es una de las fechas más importantes en la historia de la humanidad” (cfr. “La Fe de América”, editorial Humanitas n° 68, octubre – diciembre 2012).
III. Sentire cum Ecclesiae
Con el transcurrir de los días y las semanas el pueblo cristiano va modulando en el lenguaje comunicacional de la sociedad global, la imagen hasta ahora poco conocida de su pastor. Se cruzan de norte a sur y de este a oeste del planeta diversas figuras, textos e impresiones que buscan, en un genuino sentire cum Ecclesiae, entender desde la fe los signos del momento que se vive.
Para unos, los tres pontífices que ha regalado Dios a su Iglesia representan, cada cual, una de las virtudes teologales: Juan Pablo II la esperanza, Benedicto XVI la fe, Francisco la caridad.
Para otros, la Iglesia ha encontrado su carta de navegación en las agitadas aguas de este nuevo milenio, acudiendo a la inspiración que le entregan dos de sus carismas más queridos y más relevantes en la historia, ambos de hondo sentido fundacional. San Benito, primero, con su orante contemplación y su labora que dispone la tierra para que broten los frutos, y se transmitan la fe y la sabiduría que otorgan los cimientos a una civilización. Luego, san Francisco, cuyo testimonio kerygmático de amor a Dios y a las criaturas, sostiene a la Iglesia y afianza la fe de los pueblos en medio de la turbulencia y la crisis.
Todo parece indicar que después de la inmensa tarea de profundización en las doctrinas del Concilio Vaticano II llevadas adelante por sus inmediatos antecesores, con el Papa Francisco ha soplado la hora del kerygma. En el afecto filial y en la oración nos unimos a él corde magno et animo volente, llenos de entusiasmo con sus gestos y palabras. Estos, como en Francesco, el icono del que tomó su nombre, trasuntan siempre un hondo amor a todo el espectro de la creación, en cuyo corazón figura el hombre, misterio que, como enseñó el Concilio, “solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, Jesucristo, centro del cosmos y de la historia (cfr. Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis n° 1 y 8).