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- Jorge Bergoglio
El hecho de una identidad concebida en su doble parámetro: en cuanto perteneciente y en cuanto actuante marca los dos polos de referencia que posibilitan la concepción pluralista.
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- Jaime Antúnez Aldunate
Nota: Editorial con ocasión de encíclica Laudato si’ (mayo 2015)
No parece desproporcionada la comparación en el sentido de que la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco sea, para la humanidad de comienzos del siglo XXI, lo que fue la Rerum novarum de León XIII para la del mundo de fines del siglo XIX. El llamado al sentido de responsabilidad frente a una sociedad que velozmente se industrializaba, lanzado por el Papa Pecci —recordado como un hito por sus sucesores Pío XI, Pablo VI y Juan Pablo II con sendas encíclicas—, se situaba ante el contexto cultural de ligereza e irresponsabilidad social y política que, muy pronto, llevaría a las naciones de Europa y al mundo entero a las dos más devastadoras guerras de toda la historia universal.
Llama la atención, y constituye todo un signo a meditar, la constatación que hace el Papa Francisco en el sentido de que esa irresponsabilidad social y política no ha tenido hasta ahora cura verdadera: “la humanidad del período post-industrial quizá sea recordada como una de las más irresponsables de la historia” (LS, 165).
El esfuerzo de este importante documento magisterial, Laudato si’, apunta fundamentalmente en la dirección de subsanar esa irresponsabilidad, remontando desde las consecuencias —siendo ciertamente la crisis ecológica una de las más graves y sintomáticas— a las causas, que el Papa visualiza en el orden antropológico. A pesar de la enorme gravedad de los temas que trata, su esperanza sin embargo no declina, y aguarda así “que la humanidad de comienzos del siglo XXI pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades” (id.).
Dicho lo anterior, que puede valer como premisa histórica, conviene en seguida hacer presente la continuidad magisterial en la que se insertan tanto la Rerum novarum como la Laudato si’.
En efecto, al contrario de quienes la interpretaron como una apertura al mundo de la época, discordante con la enseñanza de sus predecesores, lo que la voz de León XIII trajo consigo a la cultura de inicios de la era capitalista fue la proyección, al contexto social y político de la Revolución industrial, de la visión del hombre desarrollada por sus antecesores Pío IX y Gregorio XVI. Estos habían ya advertido, con extraordinaria lucidez y fuerza profética, el desafío que significaba el inmanentismo de la filosofía liberal de su tiempo, que tantos problemas, externos e internos, acarrearían muy luego a la propia Iglesia.
Con caracteres distintos, potenciados por una sociedad fuertemente mediatizada, la misma falsa dicotomía se repite hoy. Como si el cuidado de la naturaleza no fuese un tema antiguo en el magisterio y como si de la crisis ecológica no hubiesen ya tratado Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (cfr. capítulo 4 de la Caritas in veritate), se hace a la nueva encíclica, informativamente hablando, objeto de una mañosa contradicción.
Pero más allá de todo ello y de las complejas circunstancias sociales, políticas o económicas frente a las que haya querido responder cada pronunciamiento, lo que debe observarse es la común visión del hombre y de su destino trascendente que inspira todos los documentos papales conocidos, no solo en el ‘ciclo breve’, sino en el ‘ciclo largo’, como aquel que puede comprender desde Gregorio XVI a Francisco, y más.
Una variedad de autorizados analistas ha subrayado y comentado, consistentemente con lo anterior, lo que la encíclica Laudato si’ deja ver de manera inmediata al lector desprejuiciado. Precisa el Papa que “las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía” (LS, 161). Sin embargo no se está frente a un documento “ecologista”, como superficialmente algunos han querido llamarlo, ni tampoco político, económico o técnico. Al igual que sus antecesores, Francisco ha querido hablar de una forma de vivir o, en términos más precisos, de una antropología —de cara ciertamente a un gravísimo problema de hoy, como pudo ser, por citar un ejemplo, el caso de Pío XI frente a las ideologías de su tiempo—, lo cual, en rigor, es común a la totalidad del magisterio.
Constata Francisco que el mundo vive, en este tiempo, la dinámica de un estado contracultural, profundamente dañino al bien común, del que es difícil evadirse, en el cual la política es dominada por la economía y esta, a su vez, por el “paradigma eficientista de la tecnocracia” (LS, 189). Obviamente, no se trata de desconocer los progresos de la ciencia y la técnica modernas. Sí, en cambio, de encarar el modo como la humanidad ha asumido la tecnología, en ningún caso de forma integral, lo cual en lugar de extender la mirada y ampliar la razón —reclamo en continuidad con Benedicto XVI—, la empuja cada vez más en una dirección reductiva. De aquí adviene, como consecuencia, un relativismo “todavía más peligroso que el doctrinal” (Evangelii gaudium, 80), por el que el ser humano “termina dando prioridad absoluta a sus conveniencias circunstanciales, y todo lo demás se vuelve relativo”, provocándose, con soporte en esta fragmentación, “al mismo tiempo la degradación ambiental y la degradación social” (LS, 122).
Mientras tanto, como había advertido su antecesor, a quien Francisco cita, si estamos viendo cada vez más que los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, es porque antes se han extendido los desiertos interiores. “La crisis ecológica es una eclosión o manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad”, señala el Papa (LS, 119). Una grave dificultad para abordarla, de la que hay que tener conciencia al hacerse cargo del grave problema mundial puesto en foco, es que “no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al ambiente, porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (LS, 123).
Señalando los falsos atajos dilatorios, que en lugar de enfrentar el desafío ecológico buscan términos medios —y que “son sólo una pequeña demora en el derrumbe”—, Francisco se plantea, sin eufemismos, frente a la necesidad de reformular la noción de progreso y de verdadero desarrollo, no siendo todo lo que se engloba en su nombre digno del hombre. “Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso” (LS, 194).
Late en el fondo de todo el documento papal la “antropología teológica” de San Juan Pablo II, así como la concepción creatural del hombre legada a la humanidad contemporánea —conformada de seres fundamentalmente celosos de su autonomía— por el Concilio Vaticano II, y hondamente desarrollada por el magisterio de los papas Wojtyla y Ratzinger. Para Francisco, en efecto, es la incomprensión de la fe bíblica en el Dios creador lo que ha conducido a un antropocentrismo exacerbado, situado en el corazón de la crisis ecológica. La fe, en cambio, nos hace reconocer que “no somos Dios”, que “la tierra nos precede y nos ha sido dada” (LS, 67).
La “ecología del hombre”, como la llamó Benedicto XVI hablando en el Bundestag —asimilable a la ecología integral de que habla Francisco—, supone que la creatura humana “posee una naturaleza que [él] debe respetar y que no puede manipular a su antojo”. Esta nos pone en estrecha relación con el ambiente y con los demás seres vivientes, continúa Laudato si’. Y está necesariamente también presente en ella la ley moral, escrita en la propia naturaleza del animal racional, el hombre —”el único sujeto óntico de la cultura” (cfr. Juan Pablo II en la Unesco, 2.VI.80)—, que con su inteligencia sabe descubrirla para crear un ambiente culturalmente digno.
“La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación”. En el horizonte del “todo conecta con todo” que desarrolla el Papa Francisco en esta encíclica, se comprende en seguida la relación que esto guarda con temas cruciales del debate actual, relacionados con la masculinidad, la femineidad y las manipulaciones ideológicas que incurren en la insania de “cancelar la diferencia sexual porque ya no saben confrontarse con la misma” (LS, 155).
Reconocidas y fortalecidas las relaciones constitutivas de la vida humana —con uno mismo, con los demás, con lo creado y con Dios—, se puede entender que “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola crisis socioambiental” (LS, 139). Dicha mirada unitaria reclama, asimismo, “la necesidad imperiosa del humanismo” (LS, 141).
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- Pedro Morandé Court
Nota: Editorial con ocasión, de la Exhort. Ap. Evangelii gaudium (noviembre 2013)
La exhortación apostólica Evangelii gaudium es notable por muchos aspectos: su serena alegría, su equilibrio, su eclesiología del pueblo de Dios, la iniciativa permanente del Espíritu de Dios que nos anticipa. Pero en este breve comentario quisiera concentrarme en la eclesiología del pueblo Dios que, a mi parecer, recupera muy hondamente la doctrina de Lumen gentium en nuestra época.
Después de haber destacado el principio de la primacía de la gracia, señala el Papa Francisco: “Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos, y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados. Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana” (n.113).
Estamos acostumbrados a escuchar en ambientes pastoralistas del protagonismo de los agentes pastorales, como también de las “pastorales especializadas”. Se cae fácilmente después en la visión de la evangelización como la ejecución de una estrategia pastoral que debe tener indicadores de logro, medibles y cuantificables. Con ello, se pone inevitablemente en el centro el protagonismo de la acción humana gestionada desde el plan pastoral. Pero nos advierte el Papa: “Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).(ibíd.). Y agrega: “Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad”. (n.114) Y también: “Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia” (n.115), lo que recuerda las afirmaciones de Juan Pablo II en su memorable discurso ante la UNESCO.
Así, no contrapone la acción del Espíritu a la dinámica sociológica natural de la transmisión de la cultura entre las generaciones, dándole a la evangelización un alcance verdaderamente universal. Reconoce que cada pueblo tiene su particular estilo de convivencia, desde el cual identifica cuáles son sus necesidades y prioridades. La riqueza y dignidad de las culturas son un indicio cierto de las huellas del Espíritu de Dios en el corazón humano, incluso cuando la persona está alejada de la Iglesia, busca a Dios sin encontrarlo todavía o no tiene conciencia de que lo ha anticipado y alcanzado.
El Papa no es ingenuo y ha llamado la atención precedentemente sobre el riesgo de caer en la “mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia; en buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (n.93). Pero este no es el núcleo de las culturas humanas, sino la deformación de la experiencia religiosa, que él compara con el fariseísmo.
Por ello, como buen latinoamericano, contrapone esta mundanidad espiritual con la religiosidad popular que brota de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular que tiene rostros y devociones concretas y genera vínculos de humanidad para una convivencia fraterna. A su vez, concibe la fraternidad como fundamento y camino para la paz, como tituló su mensaje para la tradicional jornada mundial del 1 de enero.
Lo que personalmente encontré más notable de esta visión fue su afirmación de que cuando se ha inculturado el Evangelio, cuando se ha vuelto fermento de humanidad, la propia transmisión intergeneracional de la cultura es una forma de evangelización, aun en el caso que las personas que lo hacen no tengan conciencia de pertenecer a la Iglesia (n. 68). También los cristianos tienen que encontrar las huellas de la presencia de Dios en los vacíos, en los desiertos, en las miserias morales, en las “llagas de Cristo”, como las denomina contemplando al crucificado.
Esto lo lleva a plantear “el gusto espiritual de ser pueblo”. Señala, al respecto: “La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo” (n. 268). Pero se trata siempre de rostros humanos concretos que tienen identidad, historia, simbolismos culturales compartidos en la familia, en el trabajo, en la ciudad, en los medios de comunicación.
Concluyo destacando que una de las novedades de esta exhortación apostólica es la plena recuperación del papel del pueblo de Dios en medio de los pueblos de la tierra y que la evangelización tiene por objeto abrazarlos fraternalmente a todos ellos, creciendo en medio de ellos, respetando sus culturas y su libertad, alentando su búsqueda de la verdad y reconociendo el don de la misericordia.