fray andresito 01Su nombre real: Andrés García Acosta. Se le conoce como “Fray Andresito” (1800-1853). Lo llaman en diminutivo, trasparentando que derramaba inocencia, que conservaba todas aquellas virtudes que admiramos de los niños. Andresito: un apodo y hombre pequeño, que pareciera haber pedido permiso para existir. Incluso hoy hay quienes lo confunden con el fraile peruano San Martín de Porres, el “santo de la escoba”; sin embargo, la historia de Fray Andresito tiene colores distintos, toma de la misma fuente de la Belleza, pero de manera única.

Su vida comenzó el día 10 de enero del año 1800 en la isla de Fuerteventura, perteneciente al archipiélago de las Islas Canarias, en España. Hijo de Gabriel García y Agustina de Acosta, fue bautizado como Andrés Antonio María de los Dolores, niño de ojos oscuros, profundos y cabello moreno. Una fisonomía que poco dejaba ver acerca de su tarea en este mundo. Su tierra era notablemente árida: la escasez de agua era un tema constante. Cuando Andrés estuvo en la edad de ayudar con las responsabilidades familiares, le encomendaron la misión de ser pastor de cabras. Y como si fuese una labor especialmente querida por Dios, él ocupaba los viajes buscando agua y pasto para sus animales, rezando y apacentando su ganado al son de cánticos a la Santísima Virgen. Cuando ya se apagaba el día, disfrutaba enseñando la doctrina católica a los niños de la isla. Su rutina era apacible. Había nacido ahí y eso le bastaba porque tenía a Dios. Era, como habría dicho Shakespeare, un rey de espacio infinito:

Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito.
(Hamlet, William Shakespeare)

Un hombre ínsula que estaba destinado a ser puente entre islas y continentes, entre pobres y ricos. Seguro podía hasta parecer un monarca prodigioso con su bastón para guiar cabras, palo especial de entre 2,5 a 4 metros que se usa en Fuerteventura hasta el día de hoy para sortear terrenos escarpados, poder escalar y así practicar lo que llaman “el salto del pastor”, brinco que por momentos parece hacer “volar” a sus usuarios. Murieron sus padres, se casaron hermanos y en la isla las cosas no andaban nada bien: había sequía, mucha hambre, poca comida y escasez de trabajo. La política migratoria promovida por las repúblicas de América y España seguramente motivó a Andrés a poner sus ojos en el nuevo continente. Partió de Fuerteventura a mediados de 1832 junto a uno de sus hermanos, Eugenio. El viaje en barco fue tortuoso: las tempestades y encontrones con marineros absolutamente embrutecidos fueron la tónica. Pese a los malos ratos, Andrés García llegó al puerto de Montevideo, Uruguay, el 11 de diciembre de 1832 en la goleta Flor del Río. Por esos tiempos había sido elegido primer presidente constitucional de la nueva república el general Fructuoso Rivera. Andrés ejerció como labrador y pasaba el tiempo en casa de conocidos, según escribía en una carta del 15 de mayo de 1834. Existía en Montevideo cierta presencia franciscana a la que estaba habituado, pues en Fuerteventura también había tenido contacto con ellos. Aprendió ya a amar la pobreza y saberse necesitado, de la mano de los franciscanos, en su terruño, anticipándose al verso que escribiría el “donado García” (que era como firmaba sus cartas y versos) en Chile:

Buen ejemplo nos ha dado/el que no cabe en el cielo que se ha humillado hasta el suelo/ de pastores celebrado.

fray andresito 02Acercándose a esta orden fue como conoció en Montevideo al español Fr. Felipe Echenagussia OFM, quien se transformaría en su confesor, director espiritual y amigo. El que sería llamado “Fray Andresito” ingresó en 1836 al convento franciscano como laico, Hermano Donado, destinado por el Guardián Fr. Hipólito Soler a ejercer el oficio de recolector o limosnero.

En la orden franciscana existen los “Donados”, que sin profesar ni hacer votos, son laicos libres de permanecer en la casa común. Se ocupan de menesteres humildes, visten el hábito y siguen las prácticas regulares de la comunidad: como los rezos en común y la obediencia a los superiores. Pese a ejercer de manera positiva su trabajo en Montevideo, Andrés fue expulsado por el Guardián del convento. Bajo este panorama, tuvo que ganarse el pan como obrero de la construcción y, luego, como vendedor de objetos de piedad. Su vocación le hizo pedir su reingreso al mismo Guardián que lo había echado. Tuvo éxito, pero Dios le preparaba nuevo destino. En diciembre de 1838, cuando Andrés era portero y limosnero del convento, el Gobierno de Fructuoso Rivera declaró extinguida la Orden y decretó que dicho convento de San Francisco pasara a ser sede de una futura universidad. Fue así como Andrés volvió un tiempo a sus ocupaciones de obrero y vendedor, hasta que su confesor, Fr. Felipe, le contó que, en Chile, se había restablecido la antigua Recoleta de San Francisco, y lo invitó a dirigirse a ella, lo que Andrés aceptó acompañado de su padre espiritual. El 10 de julio de 1839 llegaron al convento de la Recoleta Franciscana de Santiago. La comunidad estaba compuesta por el Padre Guardián, que era el único sacerdote, dos seminaristas, un hermano lego y un donado. Andrés fue destinado a la cocina: lavar los platos y barrer; labores que aseguran desempeñaba con humildad, dedicación y alegría. Luego, cuando lo nombraron hermano limosnero, su día a día era este: se levantaba a las cuatro de la mañana para ayudar en la primera misa; comulgaba diariamente y, luego, hacía su oración de acción de gracias. A las siete de la mañana salía a pedir limosna, recorriendo las calles de Santiago por los pavimentos de gruesas piedras de río. Rogaba limosnas para el convento a casas por el camino, las pedía también en sufragio de las Ánimas del Purgatorio, para la propagación de la Fe y la devoción a Nuestra Señora de la Cabeza, advocación que se puede admirar todavía hoy en la Recoleta Franciscana. Su actitud para con todos era paciente, afable y modesta. Era cosa común verlo dando consejos.

Muchas veces recibió insultos y burlas. Andrés regresaba al convento a la puesta del sol y en la noche rezaba con la comunidad, fabricaba remedios caseros, ungüentos confeccionados por él mismo y elaboraba escapularios, los que se pueden ver hoy en el Museo de la Recoleta Franciscana. Todos los días esperaba una buena acogida y así llenar de alguna manera su hucha y canasto de limosnero. Muchas veces logró su objetivo, pero otras solo recibió maltrato. Habiéndose hecho fama y conocido en el ambiente santiaguino, lo comenzaron a estimar ricos y pobres. Entre sus amigos estuvieron la familia del magnate de la época Francisco Ignacio Ossa, propietario de una de las minas más poderosas de Chile en aquellos años, Chañarcillo. Se dice que el hermano donado sanó a este personaje de una grave enfermedad. Habría dejado tres días sus sandalias bajo la cama de su amigo y caminó descalzo esas jornadas por Santiago haciendo su habitual rutina. Al cabo de los tres días fue a ver al Sr. Ossa y se encontró con la alegría de verlo recuperado. Destaca también su amistad con la familia del presidente Manuel Bulnes, especialmente con su esposa Enriqueta Pinto.

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En su tarea de Hermano Donado lo impulsó siempre su devoción por Santa Filomena, de quien fue apasionado promotor en Chile; incluso tomó el nombre de Filomeno. En 1850 pagó al arquitecto Fermín Vivaceta la cantidad de 448 pesos y 4 reales por la construcción del Altar a Sta. Filomena. Encargó a Europa ornamentos para la Iglesia y mandó a hacer a Francia hermosas vestimentas religiosas para la santa bordadas a mano con incrustaciones de piedras preciosas, confeccionadas en raso, además de un par de pesados y valiosos candelabros con la imagen de Filomena grabada en ellos. Los fondos que recolectó Fray Andresito fueron además claves para construir la iglesia actual de la Recoleta Franciscana. Junto a su labor iba esparciendo consejos, ayuda y caridad entre los más desposeídos del antiguo barrio La Chimba, hoy Recoleta, dejando una profunda huella. Era un hombre de acción: en 1850 fundó, junto a Fray Francisco Pacheco, la primera asociación obrera: “Hermandad del Sagrado Corazón”. Rezaban habitualmente el Via Crucis, decían oraciones y finalizaban con una reflexión del Hermano Donado. Dentro de la Hermandad se ayudaban en todas sus necesidades espirituales y materiales. Pasados unos años, la Hermandad poseía en Santiago 17 capillas, escuelas y diversos talleres, con 4.000 socios y 3.000 socias; posteriormente se extendió a Maipú, Rancagua y Valparaíso. Se podría decir que en este sentido fue un antecedente de San Alberto Hurtado, pero Fray Andresito se involucraba no tanto con la indigencia, que fue el caso del jesuita chileno, sino más bien con el obrero que ganaba un sueldo que no le alcanzaba para vivir y le imposibilitaba llevar a cabo un proyecto familiar. Además, visitaba frecuentemente la cárcel de Santiago y el hospital. Llevaba medicinas, preparadas por él mismo, a los enfermos en sus casas y visitaba a los moribundos. Muchos solicitaban su intercesión en la oración por necesidades de diversa índole. Los domingos repartía pan y frutas a los pobres. Por la tarde invitaba a la gente al cementerio para rezar el Via Crucis o el rosario por las Ánimas.

La expresión “Alabado sea Dios” lo identificó siempre, incluso cuando enfermó grave. Los primeros días de enero de 1853, Fr. Andrés fue a casa del Dr. Vicente Padin llevando, de regalo, un bastón que solía usar, argumentando que ya no lo necesitaría más. También visitó a su amigo Francisco Ignacio Ossa, solicitándole mandar decir misas por su alma. El hermano enfermero del convento se percató de la gravedad de su estado de salud y le procuró medicinas. Cuando los médicos lo visitaron solo pudieron constatar que “la enfermedad era de muerte”. El Dr. Fontecilla le diagnosticó una pulmonía y, en su presencia, se le practicó una sangría como un medio para aliviar la fiebre. El día 12, Andrés pidió a Fr. Pacheco, que lo acompañaba, que no se preocupara y fuera a descansar porque el viernes moriría. El jueves 13 los médicos aconsejaron sacramentarlo y así se hizo. Andrés solicitó al Guardián un hábito para cubrir su cadáver y una sepultura, lo que le fue otorgado, y luego emitió la profesión solemne. A las 21 hrs., Andrés le dijo a Fr. Pacheco: “Moriré mañana a las ocho”. Y así fue: falleció el 14 de enero de 1853 a las ocho de la mañana. Sus restos fueron expuestos en el coro del Convento, donde fue visitado por una multitud de todas las condiciones sociales. La sangría que le fue practicada durante su pulmonía fue guardada y dicha sangre no coaguló. Actualmente se guarda en la Recoleta Franciscana.

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Tal fue la fama de santidad con la que vivió y murió Fray Andresito que en 1893 se inició la causa de canonización. El 8 de julio del presente año, el Santo Padre Francisco ha autorizado a la Congregación de las Causas de los Santos para promulgar el decreto que aprueba las virtudes heroicas de Fray Andresito, con lo que pasa a ser llamado “Venerable”. Esto significa que el Papa reconoce en sus virtudes un modo de vivir el Evangelio de manera extraordinaria. Fray Manuel Alvarado, vicepostulador de la causa, asevera que ahora están en la espera de un milagro para poder presentar a Roma. Es importante dar a conocer la vida y obra del que profesó como lego, por lo que se está llevando a cabo la preproducción de un largometraje de animación destinado a toda la familia a cargo del productor chileno Mario Gutiérrez. Por mientras la comunidad franciscana invita a rezar por la pronta canonización de Fray Andresito y a encomendarse en las necesidades. Y el mismo Venerable deja como deseo a Chile en uno de sus versos:

Que haya un gobierno feliz, / que no se encienda la zaña, que todos teman a Dios:/ pidamos por nuestras almas, y guardemos las virtudes/ de la fe y de la esperanza y la caridad también/ que es la que todo lo allana.


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 Las "últimas conversaciones" de Benedicto XVI

Por Federico Lombardi, S.J.

LA PERLA PRINCIPAL ES EL CONMOVEDOR TESTIMONIO DE LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL DEL ANCIANO PONTÍFICE EMÉRITO, QUIEN "SE ENCAMINA INTERIORMENTE HACIA EL ENCUENTRO CON EL ROSTRO DE DIOS" (P. 291). EN SUMA, BENEDICTO XVI HABLA SERENAMENTE SOBRE CÓMO ESTÁ VIVIENDO EN RECOGIMIENTO Y ORACIÓN EN LA ÚLTIMA ETAPA DE SU VIDA. (…)

El nuevo libro-entrevista de conversaciones de Benedicto XVI con Peter Seewald, en librería y en los quioscos en diversas lenguas a partir del 9 de septiembre de 2016, es ciertamente para muchos una sorpresa, pero bien podemos decir "una linda sorpresa". Dada la clara opción de Benedicto XVI de dedicarse a una vida retirada de oración y reflexión, tal vez no habríamos esperado ahora la publicación de una nueva larga conversación con un periodista. Una vez superado el asombro inicial, la lectura tranquila del texto nos ofrece algunas perlas preciosas y de gran significado, y otras útiles e interesantes. Las perlas más preciosas son, en nuestra opinión, dos, incluidas en la primera parte y en el capítulo final de la tercera parte del libro.

Benedicto XVI

 

“En camino para llegar ante Dios”

La perla principal es el conmovedor testimonio de la experiencia espiritual del anciano Pontífice emérito, quien “se encamina interiormente hacia el encuentro con el rostro de Dios” (p. 291). En suma, Benedicto XVI habla serenamente sobre cómo está viviendo en recogimiento y oración en la última etapa de su vida. San Juan Pablo II nos entregó su precioso testimonio sobre cómo vivía en la fe la condición de grave sufrimiento a causa de la enfermedad. Benedicto XVI nos entrega el testimonio del hombre de Dios anciano, que se prepara para el encuentro con el Señor. Lo expresa en tonos humildes y humanos, reconociendo que la debilidad física le hace difícil permanecer siempre, como quisiera, en las “regiones superiores del espíritu” (p. 34). Nos habla de sus oraciones preferidas (un jesuita no puede no impresionarse ante el hecho de que, entre cuatro que cita, tres sean de santos jesuitas), de sus meditaciones, de su larga preparación de la homilía dominical para la celebración con su pequeña “familia”. Nos habla del gran misterio de Dios, nos habla de las grandes interrogantes que lo han acompañado en su vida espiritual y siguen acompañándolo, llegando tal vez a ser aún más grandes, como la presencia de tanto mal en el mundo.

Nos habla en particular de Jesucristo, verdadero eje central de su vida, al cual “ve directamente ante” sí “siempre grande y misterioso” y del hecho que “muchas frases de los evangelios las encuentro ahora, por su grandeza y su peso, más difíciles que antes”, y que “percibimos con mucha más fuerza la gravedad de las preguntas, la presión de la impiedad actual, la presión de la ausencia de fe, incluso muy dentro de la Iglesia (p. 37).

El anciano Pontífice vive el acercamiento a los umbrales del misterio “sin abandonar la certeza de fondo de la fe y permaneciendo, por así decir, inmerso en la misma”. “Uno se da cuenta de que tiene que ser humilde; de que cuando no comprende las palabras de la Escritura, debe esperar a que el Señor le abra el acceso a ellas” (p. 39).

Sabemos que Joseph Ratzinger se ha dedicado considerablemente en su reflexión teológica a la escatología, es decir, a las “cosas últimas”, y es hermoso constatar que ahora precisamente esa reflexión sigue acompañándolo también ante la perspectiva próxima del encuentro con Dios, señal evidente de que no era una reflexión formal y superficial. En todo caso, habla serenamente de la mirada a la vida pasada y del “peso de la culpa”, del pesar por no haber hecho lo suficiente por los demás, pero también de la confianza en el amor fiel de Dios, del hecho que en el momento del encuentro “le rogará ser indulgente con su insignificancia” y de la convicción de que en la vida eterna “se encontrará de verdad en casa” (p. 41).

Benedicto XVI vive en este tiempo “sencillamente en una meditación. Pensando una y otra vez que el fin se acerca. Intentando hacerme la idea y, sobre todo, manteniéndome presente a mí mismo. Lo importante no es que me lo represente, sino el hecho de vivir con la conciencia de que toda la vida se dirige hacia un encuentro” (p. 291). Y la última respuesta de la conversación termina así: “Cada vez he visto con mayor claridad que Dios mismo no solo es, por así decirlo, un gobernante poderoso y un poder lejano, sino que es amor y me ama; de ahí que la vida debe estar modelada por Él. Por esta fuerza que se llama amor” (p. 293).

 

Motivos y espíritu de la renuncia al pontificado

Además de esta perla fundamental —en nuestra opinión, el aspecto más importante del libro—, en otro nivel se aprecia la respuesta clara y serena de Benedicto XVI a todas las elucubraciones inmotivadas sobre los motivos de su renuncia, aclarando el espíritu y los motivos de la misma.

A decir verdad, para quienes estuviesen abiertos a comprender, las motivaciones se expresaban con bastante claridad en el texto mismo de la renuncia pronunciada por el Papa Benedicto el 11 de febrero de 2013; pero es cierto que a pesar de esto —a causa de la novedad del hecho mismo de la renuncia— surgieron posteriormente numerosas interrogantes e interpretaciones sobre “otras explicaciones”, ocultas o no confesadas, especialmente en la dirección de interpretar la renuncia como presentada ante las dificultades o desilusiones de la última etapa del pontificado o —lo que es peor— como consecuencia de oscuros complots o chantajes. Siempre hemos pensado que estas interpretaciones eran infundadas y a veces realmente fantasiosas, y por parte nuestra siempre lo hemos dicho desde el comienzo, pero evidentemente eso no era suficiente.

Al respecto, motivado por las preguntas de Seewald, el mismo Benedicto, en primera persona, despeja la situación con claridad y decisión —de manera, esperamos, definitiva—, hablando del camino de discernimiento con el cual llegó ante Dios a la decisión, y de la serenidad con la cual, una vez tomada esta decisión, la comunicó y llevó a cabo sin incertidumbre alguna, y nunca se arrepintió de eso. Insiste en el hecho de que la decisión no fue tomada bajo la presión de dificultades apremiantes, sino precisamente cuando estas se habían superado substancialmente. “Pude renunciar porque el sosiego había vuelto a esta situación. No cedí a ninguna presión ni por incapacidad de manejar ya estas cosas” (p. 53).

Con todo, aparte de la respuesta a las interpretaciones infundadas, de las palabras de Benedicto se desprenden también con claridad y naturalidad las verdaderas motivaciones de la renuncia, que resultan ser absolutamente razonables y convincentes. En cierto sentido —permítasenos decirlo— la renuncia por parte del Papa, cuando se siente efectivamente H38 inadecuado para el ejercicio de su responsabilidad en el gobierno de la Iglesia a causa de la disminución de las fuerzas físicas y psíquicas, se manifiesta como necesaria y “normal”. “El Papa —responde Benedicto— tiene que hacer también cosas concretas, debe tener en mente una imagen global de la situación, debe saber qué prioridades hay que marcar, etc. (…) Aunque se diga que se puede prescindir algo de ello, aún quedan muchas cosas esenciales. Si se quiere desempeñar adecuadamente la tarea, está claro que cuando uno no tiene ya la capacidad suficiente, lo pertinente es —al menos para mí, otros pueden verlo de manera distinta— dejar libre la sede pontificia” (p. 49).

Aun cuando es evidentemente soberana la libertad de todo Papa al respecto, no se puede no constatar que la decisión de Benedicto ha ofrecido un modelo de discernimiento y ha abierto concretamente —¿podemos decir también en este caso “definitivamente”?— una posibilidad de elección más fácil de recorrer para todos sus sucesores, que a su vez reconozcan ante Dios la oportunidad en las condiciones existenciales e históricas concretas en que se encuentren.

Estos dos grandes argumentos sumamente importantes son los que en nuestra opinión justifican plenamente y hacen oportuna la publicación de este libro en vida de Benedicto.

 

Materiales para una biografía

libro-benedictoxviAsímismo, en la segunda y tercera parte, la conversación se extiende en argumentos sumamente diversos sobre la totalidad de la vida de Joseph Ratzinger, desde la familia de origen hasta la totalidad del pontificado. Como explicó el mismo Seewald en una entrevista reciente, conviene observar que el libro surgió en realidad de ciertos coloquios concedidos al entrevistador por Benedicto XVI, tanto antes como después de la renuncia, en vista de una posible futura biografía, respondiendo por lo tanto con aclaraciones y profundizaciones a preguntas sobre situaciones, episodios y encuentros de especial interés en las diversas etapas de la larga vida y de la actividad de Ratzinger.

No sabemos si Seewald nos ofrecerá una verdadera biografía ni cuándo lo hará. Este libro no lo es en modo alguno. Sin embargo, con párrafos sintéticos de introducción en los diversos capítulos y con una oportuna formulación de las preguntas, Seewald ordena y contextualiza en rápida sucesión cronológica las respuestas de Benedicto. La claridad y la profundidad de muchas respuestas, así como su tono personal y su absoluta sinceridad, hacen cautivadora la lectura de una serie de informaciones y reflexiones que de otro modo serían fragmentarias.

Nos permitimos observar que efectivamente es posible comprender mejor el valor de estas partes del libro sobre la base de un conocimiento más completo y orgánico de la vida y la obra de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, es decir, precisamente de una biografía orgánica, a la cual se otorga con esta entrevista un enriquecimiento de testimonios y observaciones expresadas “en primera persona”, que es útil para entrar en mayor profundidad y más “en lo vivo” del conocimiento del biografiado. En este contexto, diríamos que es muy hermoso e interesante leer estas conversaciones sobre el fondo ofrecido por la imponente biografía de Ratzinger recién publicada por Elio Guerriero. En nuestra opinión, precisamente sobre este fondo amplio pueden presentar especial interés las páginas dedicadas a temas de mayor relevancia. Puede señalarse, por ejemplo, el tema del nazismo en la experiencia familiar y eclesial del joven Ratzinger o el clima cultural casi exaltante vivido por el joven profesor de teología en Bonn, en el contexto del renacimiento de Alemania después de la catástrofe de la guerra, o su aporte personal como experto en el Concilio Vaticano II, especialmente sobre el tema fundamental de la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio, o su posición cada vez más crítica ante otros teólogos alemanes precisamente sobre la comprensión misma de la naturaleza y la función de la teología en relación con la fe de la Iglesia, o por último su estrecha y sumamente larga relación de cercanía y colaboración con el Papa Wojtyla.

Queremos presentar aquí únicamente dos ejemplos tomados de estas páginas.

Hablando de su creciente disentimiento con la orientación de otros teólogos (Küng, por ejemplo) en el curso del período en el cual era profesor en las facultades alemanas, Ratzinger lo explica sencillamente así: “Vi que la teología no era ya interpretación de la fe de la Iglesia Católica, sino que reflexionaba sobre sí misma, sobre cómo podía y debía ser. Como teólogo católico, para mí aquello no era conciliable con la teología” (p. 200).

A propósito de las relaciones con el Papa Wojtyla, es muy ameno el relato de lo que ocurre después de la publicación del polémico documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus. Por cuanto Juan Pablo II, después de las críticas e insinuaciones sobre una diferencia de pensamiento entre el Papa y el Prefecto, quería manifestar de manera “inequívoca” su pleno apoyo al documento, pidió al cardenal prepararle un texto en ese sentido para pronunciar en el Angelus dominical. Ratzinger lo hizo, pero en forma muy “rebuscada”, de tal manera que al final todos dijeron: “Ah, también el Papa se ha distanciado del Cardenal” (p. 217).

Podrían recopilarse muchos otros fragmentos preciosos entre las páginas de estas conversaciones. Por ejemplo, las observaciones sobre cierto espíritu de contradicción que caracteriza desde su juventud la personalidad de Joseph Ratzinger “Está ahí, en efecto. El gusto por llevar la contraria, sí que es cierto” (p. 84), o el recuerdo feliz de los comienzos de su ministerio sacerdotal, cuando era capellán en Bogenhausen: “Ese año fue en verdad el tiempo más hermoso de mi vida” (p. 122). O la sintonía profunda y los encuentros con grandes espíritus de la Iglesia de nuestros tiempos, como Guardini, De Lubac, Von Balthasar… Se podría continuar mucho tiempo.

 

Balance de un pontificado y acogida del sucesor

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Muchos se interesarán ciertamente en las respuestas que contribuyen a hacer un “balance” del pontificado por parte del mismo Papa Benedicto a partir de sus pautas. Ciertamente, esta es también una posibilidad inédita. Ofrecemos tan solo algunas ideas.

Llamado a destacar lo que “deseaba hacer” y lo que “no deseaba hacer” como Papa, Benedicto responde: “Para mí era importante volver a poner también en primer plano la Sagrada Escritura. Se quiera o no, yo era un hombre que procedía de la teología y sabía que mi punto fuerte, en caso de haberlo, es que anuncio positivamente la fe. En consonancia con ello, quería sobre todo enseñar desde la plenitud entera de la Sagrada Escritura y la tradición” (p. 236).

Benedicto vuelve a destacar varias veces el espíritu de su pontificado, reconociendo en cierto sentido su señal distintiva en el Año de la Fe: “Un nuevo estímulo para CRECER, una vida desde el centro, desde lo dinámico, redescubrir a Dios, redescubrirlo en Cristo, o sea, encontrar de nuevo la centralidad de la fe” (p. 281).

No cabe duda de que la gran obra sobre Jesús tiene un lugar central en el pontificado de Benedicto XVI. No se trataba del ejercicio del teólogo en el “tiempo libre” que le dejaba el servicio como Papa, sino su servicio más importante para la Iglesia, porque “si no conocemos ya a Jesús, la Iglesia está acabada. Y el peligro de que determinados tipos de exégesis nos lo destruyan y desgasten sin más de tanto hablar de él, es inmenso” (p. 253). Precisamente Seewald pone el título “El Papa de Jesús” a la tercera parte del libro. Una vez más, así como antes observamos la continuidad entre la reflexión teológica de Ratzinger sobre la escatología y su actual meditación sobre las realidades últimas, ahora queremos advertir con emoción la continuidad de su estudio sobre la persona de Jesús y su vivir hoy continuamente ante él, “siempre grande y misterioso” (p. 37), en la última etapa de su vida.
Es notable, comentando las dificultades y oposiciones encontradas en su pontificado, la observación por parte de Benedicto de que otros Papas de los tiempos modernos —en particular Pío IX y Benedicto XV— debieron soportar ataques mucho más violentos que él por haber querido evitar proféticamente asumir posiciones políticas o por haber condenado claramente la Primera Guerra Mundial como “inútil estrago” (p. 202 s.).

Seewald no ha perdido la oportunidad de plantear también ciertas preguntas a Benedicto a propósito de su sucesor. Él responde con sencillez que no esperaba la elección del cardenal Bergoglio, pero lo conmovió el hecho de que haya querido llamarlo por teléfono antes de salir a la logia de la Basílica, y “cuando vi cómo hablaba con Dios, por un lado, y con las personas, por otro, me alegré de veras y me sentí feliz” (p. 59).

No tiene dificultad alguna para advertir en Francisco rasgos diferentes de personalidad, de temperamento y de gobierno, como “el valor con que enfrenta los problemas y busca las soluciones” (p. 45); pero lo más importante es la cordial valoración positiva de la novedad que trae Francisco, primer Papa latinoamericano, a la Iglesia: “Significa que la Iglesia es móvil, dinámica y abierta, que en ella tienen lugar desarrollos nuevos. Que no está anquilosada en esquema alguno, sino que nos depara sin cesar sorpresas; que es portadora de una dinámica capaz de renovarla de continuo. Esto es bello y alentador: que también en nuestro tiempo ocurran cosas que nadie esperaba y muestran que la Iglesia está viva y llena de posibilidades inéditas” (p. 60).

Ratzinger, cardenal y Papa, ha sido siempre un hombre valeroso en sus amonestaciones, cuando era necesario, ante los riesgos y las desviaciones en la Iglesia, así como en la sociedad y en la cultura de nuestro tiempo; pero también ha sido siempre un hombre de sólida esperanza, capaz de mirar hacia adelante y reconocer las señales de la presencia activadora del Espíritu. “Desempeñé el ministerio petrino ocho años. En ese tiempo hubo muchas situaciones difíciles (…) pero en conjunto fue también un período de tiempo en el que numerosas personas reencontraron el camino hacia la fe y existió un gran movimiento positivo” (p. 287). En conclusión, la mirada que hace de su pontificado, con sus luces y sus límites, es humilde, lúcida y serena, como corresponde a quien “contando sus días” ha aprendido a mirar los eventos de este mundo con la “sabiduría del corazón” (ver Sal 90), y puede encomendar a Dios con confianza su vida y su obra. Entretanto, como nos recordaba el Papa Benedicto al terminar su última audiencia general del 27 de febrero de 2013: “Dios sigue guiando a su Iglesia”.

Con motivo de los 30 años de la visita de San Juan Pablo II a Chile, hemos preparado este especial con artículos y publicaciones de nuestra revista sobre el gran pontífice que inauguró el tercer milenio de la Iglesia.

 

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Revista HUMANITAS 6 — A 10 años de su visita (Publicada en 1997) 

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Lo invitamos a rememorar los testimonios que publicó Revista HUMANITAS en 1997 con motivo de la conmemoración de los 10 años de la visita de San Juan Pablo II en 1997. Este especial trae:

➤ Itinerario del Papa en Chile

➤ "Recordando una visita de Dios a nuestra Patria", por Carlos Oviedo Cavada, ex Arzobispo de Santiago. 

➤ "Ocasión para renovar un compromiso"por Juan de Dios Vial Correa, ex Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

➤ Entrevista con el Cardenal Juan Francisco Fresno


"A 10 años de la visita del Papa"

En la perspectiva de los 10 años transcurridos desde que el Papa Juan Pablo II visitara Chile, los miembros del Comité Editorial de HUMANITAS de la época entregaron su personal apreciación de ese acontecimiento.

La esperanza necesita buenas razones, por Pedro Morandé Court.

Enseñanza de una visita, por Gabriel Guarda.

Impacto en el orden político, por René Millar Carvacho.

Hito forjador de historia, por Hernán Corral Talciani.

Marca imborrable, por Rafael Vicuña Errázuriz.

La vigorosa presencia de un hombre fuerte y humilde, por Juan de Dios Vial Larraín.

Vigencia que perdurará siempre, por Ricardo Riesco Jaramillo. 

➤ "Santo Padre, aquí está su casa", por Thomas Leisewitz Velasco.

 

HUMANITAS 66: "Juan Pablo II, hace 25 años, su visita a Chile"

Leer artículo en papel digital

JPII Hace 25 anos Gonzalo Ibanez Portada 

 

Por Gonzalo Ibáñez Santa María

"El día 1 de abril de 1987 Chile conoció una experiencia inédita: un Sumo Pontífice de la Iglesia Católica pisó su suelo y durante una semana a partir de ese día recorrió su territorio en una visita apostólica. Fue, sin duda, un hecho de la máxima importancia que no puede ser dejado de lado al elaborar un rol de los acontecimientos más significativos ocurridos en la historia de nuestra nación. Desde luego, la importancia de lo sucedido quedó en evidencia por la enorme convocatoria que produjo la presencia del Pontífice en cada una de las actividades que realizó en su visita, como asimismo durante los continuos desplazamientos terrestres que le fueron necesarios para llegar a los distintos lugares propios de esas actividades. Muy pocas veces en la historia de nuestro país se han producido concentraciones de población tan masivas como las que ocurrieron entonces". Siga leyendo.

 

Hace 30 años: San Juan Pablo II visita y conmociona a Chile

Artes y Letras

La visita que realizó el Papa Juan Pablo II a Chile en los seis primeros días de abril del año 1987, no estuvo exenta de incertidumbres. A dos años todavía de la caída del Muro de Berlín, el espacio cultural y físico de la patria chilena era algo así como la "última trinchera de la Guerra Fría". Había fuertes divisiones en el país político y en la misma Iglesia, reflejos, en buena medida, de las tensiones de la posguerra entre Occidente y el Este. Gobernaban Thatcher y Reagan en este hemisferio, Honecker en la RDA y Andrei Gromyko, secretario general del PCUS, en la Unión Soviética. La discusión sobre el uso del análisis marxista por importantes corrientes de la teología de la liberación, hacía ya una década que quitaba la paz en varios espacios de la Iglesia en Latinoamérica."

Con motivo de los 30 años de la visita de San Juan Pablo II, este domingo 2 de abril 2017, Artes y Letras de EL MERCURIO públicó artículo del director de Revista HUMANITAS, Jaime Antúnez Aldunate, que puede leer aquí.

 

  

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