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- Eduardo Valenzuela Carvallo
El problema de la libertad ofrece la siguiente paradoja: la existencia es siempre una existencia ligada, existimos gracias a otro, y por lo tanto, la experiencia originaria es para todos aquella del que recibe algo, en particular la vida, su atención y sus cuidados. Este vínculo primordial coloca la vida de cada cual en el plano de la dependencia respecto de otros, y más propiamente de la indigencia, vale decir, del que no puede valerse por sí mismo, del que nada tiene para dar a cambio de la atención y solicitud recibida. ¿Qué puede significar entonces la libertad en este contexto radical de dependencia e indigencia originarias? El pensamiento moderno se caracteriza por situar la libertad fuera del plano de una existencia que aparece de suyo y originariamente ligada: la existencia es aquello dado con anterioridad a la conciencia y voluntad de los individuos, y corno tal la esfera que es preciso trascender y superar para conseguir una vida auténticamente libre. Lo dado adquiere el sentido de lo natural, de lo que existe por sí mismo y no es obra del hombre (corno en francés donde "donnée" significa el "hecho" o el" dato" en su existencia pura y desnudamente objetiva). La existencia aparece efectivamente corno un factum, algo que no he decidido y que tiene, por ello, la misma consistencia de las cosas de la naturaleza. El pensamiento moderno ha retomado la tradición griega que desliga la naturaleza (phisei) de toda referencia a un creador y concibe la existencia como un hecho sujeto a relaciones puramente objetivas (leyes de causalidad). Lo dado pierde entonces su significado original y literal de lo donado, vale decir, de aquello que ha sido dado por alguien, y se identifica simplemente con la objetividad de las cosas naturales.
Este significado subsiste, no obstante, en una segunda modalidad de concebir la existencia dada: en este caso, lo dado ya no aparece corno fuente de determinación (aquello que no ha sido fruto de una elección), sino como fuente de obligación (aquello que compromete la posibilidad ulterior de decidir). Puesto que debernos la existencia a otros, contraemos inmediata e inexorablemente un deber respecto de aquellos que nos la han dado. La existencia, precisamente porque nos ha sido dada, aparece corno una existencia a la vez deudora y culpable (en el sentido de la expresión alemana Schuld, que significa a la vez "deuda" y "culpa" y que es el fundamento corno se sabe de la crítica nietzscheana al cristianismo). La existencia, cuya cualidad más propia es aparecer como dada, es pues lo que fatalmente anula la libertad humana: no sólo fuente de determinación, puesto que la existencia es algo que nadie puede poner por sí mismo, y hemos nacido sin elección ni deliberación posible, sino también fuente de obligación, puesto que nadie puede devolver su propia existencia y liberarse de la obligación contraída, Esta indigencia óntica de la existencia humana (lo que originariamente es imposible iniciar o lo que con posterioridad es imposible devolver) ha obligado permanentemente a situar la libertad por encima de ella, y entender su despliegue como una doble tarea de desligar la conciencia y la voluntad de estas condiciones originarias en que emerge la vida.
Es típicamente moderna la hostilidad hacia lo dado al punto de hacer olvidar el potencial de libertad que se encuentra pre sente en el don, Lo dado, en efecto, también puede darse bajo la forma de la gratuidad, La gratuidad, que consiste en dar sin esperar nada a cambio y sin comprometer por ello la voluntad de otro, deja intacta la libertad de aquel que ha recibido, En la forma del don gratuito aquello que se recibe deja de ser fuente de obligación, de deuda y de culpa: la deuda desaparece cuando no se exige su reembolso y saca a la existencia del horizonte nietzcheano de la culpabilidad, vale decir, del peso que siente aquel que no puede retribuir lo que se le ha dado, La disposición a dar sin esperar recompensa (gratuidad) exige también la capacidad de recibir sin entregar nada a cambio (gratitud): no es siempre la avaricia o la incapacidad de dar, sino sobre todo la ingratitud o la incapacidad de recibir y de acoger un don gratuito lo que arruina la eficacia liberadora del don, La deuda no desaparece sólo en la intención del donante, sino también en la disposición del que recibe, en su capacidad de acoger aquello que no podrá devolver, y que convierte definitivamente la deuda en algo alegre y ligero y la culpa en algo feliz (como en la doctrina de la "felix culpa" que descubre en la deuda y la dependencia respecto de otros el secreto de la propia libertad) [1], Nadie puede existir sino gracias a otros que le han dado la vida: pero esta determinación óntica no cancela la existencia como espacio de la libertad ni exige remontarse por encima de ella para conseguirla, Por el contrario, ninguna libertad se equipara a aque lla que se funda realmente en el acto de dar la vida sin obligaciones ulteriores y en el acto de recibirla sin culpa.
Este acto se encuentra sociológicamente asociado a las relaciones de filiación cuyo fundamento es otra vez el modelo de la indigencia: el hijo es aquel que no puede valerse por sí mi mo y sólo está en condiciones de recibir y aquel que nada tiene para retribuir lo que se le ha dado. Lo propio de la filiación, sin embargo, es distinguirse de la servidumbre: el siervo comparte la misma condición de desvalimiento que el hijo, necesita de la protección y cuidado de otro y nada tiene para retribuir esa solicitud, pero el siervo, a diferencia del hijo, paga esta condición menesterosa justamente con su libertad. Lo propio del señorío, en efecto, es la generosidad que endeuda y que obliga, es el don que se pone en la modalidad seca y dura del dominio [2]. En la paternidad, en cambio, se puede reconocer siempre este fondo de gratuidad que hace distinta la filiación de la servidumbre, a veces de un modo menos claro y perceptible (donde la posición que sostiene la diferencia es aquella de la madre), a veces abierta y ejemplarmente declarada (como en la parábola del hijo pródigo en la que el padre se niega tercamente a equiparar a su hijo con alguno de sus servidores). Todavía en la tradición griega, en la que la vida doméstica es entendida casi enteramente como una esfera de necesidad y dominio y en la que la imagen del padre se desprende apenas de la del señorío subsiste, no obstante, esta diferencia, como aparece expresamente en la ética aristotélica: "Hay muchos casos, en efecto, en que es imposible pagar todo lo que se debe; por ejemplo, en la veneración que debemos tener para con los dioses y para con nuestros padres. Nadie puede darles jamás lo que se les debe; pero el que los adora y los venera todo lo posible ha cumplido con su deber. Y así, podrá tolerarse que un padre reniegue de su hijo, pero jamás será permitido que un hijo reniegue de su padre. Cuando se debe es preciso pagar, pero como un hijo no ha podido ni pue de dar jamás el equivalente de lo que ha recibido, queda siempre siendo deudor de su padre. Por lo contrario, aquellos a quienes se debe son árbitros siempre de librar a su deudor, y de este derecho usa el padre respecto de su hijo" [3].
La paternidad es un don sin contrapartida: ni la vida dada, ni los desvelos y atenciones que ella exige, pueden ser realmen te retribuidos o compensados. El don de la vida es siempre, en este sentido, desmesurado, puesto que se da a quien no está en condiciones de devolver nada de lo dado y a quien probablemente nunca lo estará (y donde no cabe por ello ninguna prenda o garantía que asegure alguna retribución). Por lo demás, ¿cómo podría esperar razonablemente una retribución de aquel que todo lo ha recibido de mí, que no tiene ni tendrá nada, por lo tanto, que no haya yo tenido? La paternidad no puede fundarse ni sostenerse entonces en la modalidad del dar-para-recibir (en el do ut des que sostiene la moral veterotestamentaria que por esto mismo rara vez llama padre a Dios) [4]. El fundamento de la paternidad se encuentra más bien en la modalidad del dar-porque-se ha recibido. El motivo del don en este caso no se encuentra en la recompensa sino en la gratitud: puesto que se ha recibido desmesuradamente, sin atención al mérito, vale decir a lo que se ha dado o a lo que se es capaz de devolver, se da también a éste o a otros del mismo modo y con la misma desmesura. El padre presupone en este sentido al hijo: aquel que ha recibido en abundancia está en condiciones de dar de la misma manera y como nadie ha dejado de ser un hijo y de recibir, por lo tanto, de este modo, nadie está totalmente exento de la capacidad de dar (lo que funda la hipótesis de una naturaleza humana esencialmente buena o también la hipótesis de la imposibilidad de un mal radical). La paternidad aparece entonces como una figura de la retribución, el padre devuelve simplemente lo que se le ha dado y hace con sus hijos lo que han hecho con él: por ello, su posición no es la de aquel que obliga y endeuda a nadie, como tampoco la del que paga una deuda que nadie le ha exigido propiamente pagar.
La paternidad remite al modelo de la caritas que se presenta como la figura más exigente de la gratuidad humana. La caritas manda dar también sin esperar recompensa y se valida justamente en aquel que nada tiene para devolver, en la figura del pobre por excelencia (cuyo sentido original es aquel que está desnudo, vale decir, que no tiene prenda que entregar, desnudez por lo demás que es la misma condición originaria del hijo). La exigencia de la caritas radica en la apertura del don hacia el extraño, hacia aquel que no hemos visto nunca y seguramente no veremos nunca más. Es por esto que la caritas encuentra su forma ejemplar en el gesto del buen samaritano que atiende al mismo tiempo a un extranjero, a quien no se ha visto nunca ni del cual no se ha recibido, por consiguiente, ningún bien, y a un moribundo que con toda seguridad no tiene los medios ni tendrá la ocasión de pagar el bien recibido. La exigencia de dar gratuitamente al extraño puede fundarse en esta hermosa homilía de San Juan Crisóstomo: "Aquel que presta desea una hipoteca, una prenda, una caución. ¿Pero cuál podría ser la hipoteca del pobre? El pobre nada tiene. ¿Su prenda? El pobre está desnudo. ¿Su caución? El pobre carece de crédito. Pero Dios se pone entre el pobre y el rico: al pobre se ofrece como garantía y al rico como prenda. ¿Tú no quieres prestarle a este hombre en razón de su miseria? Y bien, préstame a Mí con confianza, que yo responderé por él con todas las riquezas del cielo. Cuando el Hijo del Hombre esté sentado sobre su trono de gloria verás cómo el deudor divino pagará magníficamente su deuda!" [5].
En el marco de una comunidad natural al extraño nunca se le da algo, solamente se le presta y se espera convenientemente la retribución de lo dado ¿Pero qué ocurre cuando este extraño es un pobre que carece de toda posibilidad de retribución? La caritas de San Juan Crisóstomo permite resolver este desamparo y resituar al pobre en la comunidad a través de la retribución divina. Dios es aquel que sostiene a todos los que no pueden pagar, no solamente el que perdona las deudas, sino también el que paga las deudas de otro por su cuenta. La caritas entendida de este modo trasciende sobre todo la relación señorial puesto que impide endeudar al otro que aparece ya liberado o rescatado por Dios (rescatar significa liberar al prisionero, al que ha perdido su libertad ya sea por coacción o por deudas). El fundamento de la dominación señorial -la incapacidad de pagar las deudas que afecta al pobre y lo convierte en siervo- aparece directamente removido por un Dios que rescata y paga por quienes no pueden pagar, de tal manera que deja intacta la libertad del que no tiene. La caritas elude, por lo tanto, la relación de dependencia servil y se distingue claramente de ella, como ocurrió con la institución a la que históricamente se le encomendó esta tarea, la Iglesia, a quien se le privó siempre de las dos facultades señoriales: hacer la guerra y tener siervos.
Esta forma de concebir la caritas se funda todavía en la expectativa de recibir, aunque no sea de aquel a quien se ha dado algo. La caritas se vincula de esta manera con la fe entendida como aquella confianza de que lo dado será retribuido por Dios: en la fórmula de San Juan Crisóstomo no hay caridad sin fe, y al revés, la fe se corrobora necesariamente en el ejercicio de la caridad. ¡El que tenga fe como realmente dice, pues entonces que dé a quien no le puede devolver!, que es el sentido de la sentencia evangélica: "la fe sin obras es fe muerta". Todo esto presupone el contexto del do ut des veterotestamentario que define la actitud natural: se da para recibir y toda donación espera su recompensa. Aquel que da al que no puede devolver da prueba entonces de que espera realmente su recompensa de otro y valida con ello su fe. La gratuidad entre los hombres se hace posible por la promesa de retribución divina. Asimismo el que da gratuitamente certifica su confianza en que será póstumarnente recompensado por Dios y con ello prueba la autenticidad de la fe declarada.
La caritas, sin embargo, al igual que la paternidad, puede ser fundada fuera del contexto del do ut des: ya no en la exigencia de dar-para-recibir, sino en la del dar-porque-se ha recibido, vale decir, en el contexto ya no de la recompensa, sino de la gratitud. También da aquel que ha recibido en abundancia, mucho más de lo que le corresponde, que es la condición justamente del que tiene bienes y riqueza y a quien se reclama privilegiadamente la caridad. Esa parte sobreabundante se define propiamente porque no exige ser devuelta a quien la dio y aparece por ello como una gracia, corno algo que es preciso agradecer pero no devolver. ¿Qué hago entonces con aquello que he recibido y no se me exige devolver? La experiencia de la gratuidad se exige a sí misma en este caso como réplica e inaugura justamente la donación bajo la forma del consejo evangélico: ve y haz con otros aquello que se ha hecho contigo. La caritas, entendida de esta manera, reproduce el modelo de la paternidad que consiste, como se ha visto, en replicar el don recibido, y por ello, se afirma esencialmente en la capacidad de nombrar a Dios como Padre. Dios no es solamente el que paga las deudas contraídas por otros, el que retribuye, sino también el que perdona las deudas, el que da sin exigir la recompensa debida y el que entrega más de lo que cada cual puede devolver. La perfección de la paternidad divina radica, sin embargo, en que Dios da sin haber recibido, mientras que la gratuidad humana aparece siempre motivada y precedida por un don original que alguien inaugura y hace posible.
La caritas se distingue de la paternidad, sin embargo, en que debe vencer sobre todo la obstinación del amor filial que se vuelca sobre aquellos que algo nos han dado y que circunscribe la gratuidad al espacio de los próximos, al tiempo que se cierra frente al extraño, que es aquel del cual nunca nada hemos recibido y, por lo tanto, al que nada debemos propiamente (y respecto del cual pues sólo cabe la actitud del do ut des: dar para recibir algo a cambio). El freno de la caritas, en efecto, ha sido siempre la familia ("la caridad empieza por casa" se dice para contravenir la donación al extraño). En este punto la caritas trasciende una moral particularista, usualmente de cuño familiar, que refiere toda nuestra capacidad de dar a aquellos que nos han dado algo y permite coherentemente ignorar o maltratar .al extraño. Pero así corno Dios asegura que aquel que no puede devolver, devolverá en el futuro, también corrobora que hemos recibido de aquel que nada nos ha dado. De la misma manera como Dios vuelve rico al pobre que nada tiene para devolver, también vuelve próximo al extraño del que nada hemos recibido. La dificultad de la caritas es justamente reconocer esa parte de Dios en aquello que se ha recibido, cosa que requiere igualmente de la fe, puesto que la gracia (lo recibido que no proviene de quien me ha dado) como la retribución divina (lo devuelto que no proviene de aquel a quien le he dado) es la parte invisible del don. La caritas inaugura una relación humana enteramente inédita: la posibilidad de dar a otros sin exigir nada a cambio (que supera la relación señorial en que estuvo inscrita la relación con el pobre) y la posibilidad de dar a quienes nada nos han dado (que extiende el modelo de la paternidad hacia el extraño y el forastero). La caritas no contraviene las reglas de la reciprocidad (se da para recibir o se da porque se ha recibido): sólo que la garantía de esta reciprocidad se encuentra fuera de la comunidad humana, en el Dios cristiano que recompensa por cuenta de los que no pueden devolver y que entrega por cuenta de los que no han podido dar.
La ruptura moderna con esta concepción de la libertad cristiana, cuyos modelos son la paternidad y la caridad, se produce inicialmente con la concepción burguesa del trabajo. Todo el espíritu burgués se concentra en esta expresión : "miseris is malis", que da cuenta de la condición del siervo y del menesteroso que no pueden sostenerse por sí mismos y que entregan por ello su libertad y dignidad en manos de otro. El fundamento de la servidumbre es el acto por el cual se recibe algo que no se está en condiciones de devolver y cuyo pago no obstante se reclama rigurosamente al punto de comprometer la libertad del que ha recibido (todavía hoy aquel que no paga sus deudas es encarcelado y pierde justamente su libertad).
La servidumbre desaparece cuando no se reclama la deuda contraída (caridad), pero también cuando no se hace necesario contraer ninguna deuda (trabajo) o cuando se tiene lo suficiente para pagarla oportunamente (riqueza). El ethos burgués, como se ha dicho muchas veces, se constituye más en el trabajo que en la riqueza: el trabajo elimina la deuda de raíz puesto que permite sostener la vida sin recibir nada de nadie, mientras la riqueza sólo garantiza la posibilidad de devolver lo recibido. La hostilidad burguesa hacia la deuda se realiza plenamente en el trabajo que es aquello que permite situar el acto humano fuera de las obligaciones de recibir y devolver, o sea, fuera del marco de la reciprocidad natural. El trabajo, en efecto, hace posible concebir la libertad como autonomía, como la capacidad de valerse por sí mismo, que implica la posibili dad de contar con algo que no se ha recibido ni es necesario por ello mismo entregar a nadie.
Esta figura no es enteramente nueva: el honor, en la ética señorial, era justamente aquello que no se podía recibir de na die ni podía traspasarse a ninguno, era lo que dependía única y exclusivamente de cada cual y lo que se conseguía demostrando precisamente valor, o sea, capacidad de valerse por sí mismo, en el campo de batalla. La riqueza, en cambio, estaba incluida en el marco de la reciprocidad que es propia a la vez de economías naturales y familiares, En una economía natural, cuyo fundamento es la tierra, la riqueza siempre se autocomprende como un don, como aquello que se ha recibido por gracia, independientemente del mérito y de la obra de los hombres (que aunque trabajan viven literalmente de lo que la tierra produce). De la riqueza recibida de esta manera no se puede disponer soberanamente, debe ser obligatoriamente devuelta, por lo general, bajo la forma de la ofrenda religiosa y de la herencia. Las economías naturales son por ello economías cúlticas, religiosas; las economías señoriales son patrimoniales: la riqueza circula a través de la herencia y de la dote, que son justamente figuras de lo que se recibe y de lo que se entrega. El nacimiento, el matrimonio y la muerte son acontecimientos específicamente patrimoniales que deciden la apropiación y distribución social de la riqueza. Esta centralidad de la naturaleza, de la herencia y de la dote impidieron por cierto fundar la riqueza en el mérito burgués del trabajo.
La economía burguesa rompe doblemente con el fundamento natural de la riqueza (que alcanzará su culminación en la teoría del valor-trabajo de la economía industrial moderna: toda mercancía adquiere valor por la cantidad de trabajo incorporada en ella) y con el principio de circulación patrimonial (mediante la formación del intercambio mercantil). La autocomprensión de la riqueza como algo que proviene del trabajo humano sólo puede florecer cuando la riqueza se desprende de su origen natural: es el caso del comercio primero, la actividad burguesa por excelencia de los siglos XVI y XVII, que agrega valor a las cosas por medio del intercambio; y definitivamente el de la industria en la que el trabajo no aparece sólo como agregación, sino como fundamento del valor (las cosas manufacturadas son cosas producidas enteramente por la mano del hombre y de ninguna manera dadas o recibidas de la naturaleza). El trabajo desestabiliza inmediatamente la concepción patrimonial de la riqueza, convirtiendo el patrimonio en propiedad: lo que se recibe por herencia y lo que forzosamente debe entregarse del mismo modo, y específicamente por ello lo que no se puede vender, se convierte en lo que no se ha recibido de nadie porque es fruto del propio esfuerzo, y aquello de lo que se puede disponer, por lo tanto, libremente. La economía burguesa libera con ello a la riqueza de las obligaciones patrimoniales de la herencia (que convino por lo demás a la expansión del intercambio mercantil y decidió la animadversión burguesa hacia las convenciones hereditarias) y de la dote (lo que permitió legitimar el amor romántico).
La ruptura burguesa con la economía señorial alcanza de lleno a la caritas. ¿Por qué habría de dar, en efecto, aquel que no ha recibido? La dignidad del que se vale por sí mismo, del que ha conseguido lo que posee por medio de su trabajo, lo hace capaz al mismo tiempo de disponer soberanamente de su riqueza. Es la famosa figura de la avaritia burguesa (por ejemplo en El Avaro de Molière) que incluye a aquel que se dispensa de las obligaciones de la herencia y de la dote (la avaricia paternal que funda paradojalmente la filantropía moderna en el sentido de aquel que prefiere favorecer a la sociedad antes que a los hijos) y al que elude, e incl uso, de estima la caridad como ocurrió con el célebre movimiento de internación de pobres y la persecución sis temática de la mendicidad en la s ciudades burguesas el siglo XVII y XVIII). Es precisamente esta avaritia, sin embargo, la que hizo posible el espíritu de ahorro y acumulación, la posibilidad de re invertir la riqueza en el proceso de producción, que forma parte de las fortalezas de la economía moderna.
Esta desvalorización burguesa de la caritas es históricamente más eficaz que el principio luterano de la "sola fides" , al cual se ha prestado, sin embargo , mucha más atención. La "sola fides" dese stabiliza el otro motivo de la caridad: "dar para recibir". La teoría de la predestinación elimina la posibilidad de la recompen sa divina conforme al mérito o la obra de los hombres, y arrastra en ello a la propia caridad que deja de ser un acto de calificación religiosa. Dios no retribuye los actos de compasión humana: la caritas en el sentido en que la concebía San Juan Crisóstomo desap arece por completo (y sobrevive como filantropía, anclada simplemen te en un sentimiento natural de bondad y amistad con otros). La separación entre fe y obras y la exacerbación luterana de la gracia desmienten aparentemente el espíritu burgués: todo se recibe, nada se merece. Pero el protestantismo arruina también la experiencia de gratuidad originaria con su énfasisen el pecado original que coloca al hombre en el plano de la culpa, vale decir, de una deuda irreparable, que no se puede jamás pagar y que invalida, por lo tanto, cualquier obra humana. Además,como el pecado es original, afecta propiamente a la existencia que deviene entonces una existencia culpable, que nunca puede autocomprenderse como un don. La dignidad burguesa que consiste en deshacersede las deudas a través del trabajo se ha convertido en la dignidad de aquel que no puede desprenderse de la culpa y que trabaja perpetuamente para otro (en la modalidad del trabajo metódico y sistemático para la glorificación de Dios que describe la ética calvinista del trabajo) [6].
La comprensión burguesa de la libertad como autonomía debe entenderse como contestación del dominio señorial. Es ante todo el combate contra las relaciones de dominio que surgen de la miseria y que definen la condición servil. El modelo de la autonomía, sin embargo, puede extenderse desde la esfera de los bienes hacia la esfera de la vida. La deuda que es preciso remontar en este caso no es solamente la que proviene de una existencia miserable (miseris is malis), sino la que proviene de la existencia misma. Es la propia vida, en tanto ha sido siempre recibida de otro, la que está sellada por la marca indeleble de la dependencia que se transforma en dominio. La libertad, por lo tanto, ya no puede comprenderse sólo como un desafío al señor, sino propiamente como un desafío al padre (como aparece expresamente en el psicoanálisis moderno por ejemplo).
La contraposición entre libertad y existencia ha sido formulada muchas veces, tal vez de un modo ejemplar, en la tesis sartreana acerca de la imposibilidad ontológica del amor. La existencia, o la conciencia de ser en el mundo, que adviene a través de la mirada del otro, aparece fatalmente en la pers pectiva de la caída, la vergüenza y la esclavitud.
"La vergüenza es sentimiento de caída original, no del he cho de que haya cometido tal o cual falta, sino simplemente del hecho de que estoy "caído" en el mundo, en medio de las cosas, y que necesito de la mediación ajena para ser lo que soy. El pudor y, en particular, el temor de ser sorprendido en estado de desnudez, no son sino una especificación simbólica de la vergüenza original: el cuerpo simboliza en este caso nuestra objectidad sin defensa. Vestirse es disimular la propia objectidad, es reclamar el derecho de ver sin ser visto, es decir, de ser puro sujeto. Por eso el símbolo bíblico de la caída, después del pecado original, es el hecho de que Adán y Eva "conocen estar desnudos". [7]
La mirada sobre el cuerpo desnudo, que es la mirada de Dios sobre sus creaturas, y típicamente la de la madre sobre su hijo, o también la del que da a aquel que no tiene prenda, o sea, vestido alguno, es el canon de la mirada existencial, que apunta únicamente al ser en el mundo de alguien. Esta mirada, sin embargo, usualmente la más íntima y profundamente humana, aparece como el modelo de la mirada objetivante que la libertad solo puede elaborar bajo la forma de la vergüenza y el temor.
“Ser visto me constituye como un ser sin defensa para una libertad que no es la mía. En este sentido podemos considerarnos como ‘esclavos’ en tanto que nos aparecemos a otro” [8]. La libertad sartreana es la capacidad de anonadar la existencia, vale decir, de escapar de la mirada de otro, tarea ciertamente infructuosa que hunde la vida social en el conflicto y la lucha permanentes. La comprensión de la vida fuera del marco de la gratuidad penetra abiertamente la conciencia moderna bajo la forma de una radicalización del concepto de autonomía burguesa, que desborda el ámbito de la propiedad (que condujo a la desvalorización de la caritas), para alcanzar el ámbito de la existencia misma (y que conduce crecientemente a la desvalorización de la familia). La dignidad humana no se arruina en la miseria (“miseris es malis”), sino que en el acto mismo de existir. Como ocurre en la ontología sartreana, se trata de escapar de la mirada del otro, sobre todo de aquella que funda la existencia, asociada arbitrariamente con la mirada señorial que endeuda, obliga y cautiva la libertad humana. La identificación entre paternidad y señorío es una de las claves de esta forma de pensar: ¿acaso el señorío no se constituye justamente en la generosidad del que da algo a quien no puede devolverlo? El secreto del dominio no sería la capacidad de coacción que se puede ejercer sobre otros, sino la capacidad de dar algo a quien no puede retribuir, lo que hace del amor paternal el modelo de todas las relaciones de poder. El don debe ser desenmascarado, por consiguiente, como la realidad última y la técnica más precisa del poder, como ocurre en las teorías de Foucault actualmente en boga: es siempre preferible el suplicio y el castigo expresamente ejecutado antes que las sutilezas del trato humanitario y de la misericordia divina. Es preciso, pues, arrancar la vida del contexto de lo recibido, para disponer de ella soberanamente, como ocurría con la riqueza. ¿Por qué habría de dar, en efecto, aquel que no ha recibido? Quien aprecia la vida, y ya no solamente los bienes, como algo que no ha recibido de otro, puede justificar su derecho a disponer soberanamente, ya no de su riqueza, sino de su existencia misma. La mirada burguesa que se exime de la caritas y de la herencia se extiende, impropia pero coherentemente, hacia la de aquel que se exime de la paternidad (lo que ha conducido a la legitimación moderna del aborto). La dignidad del que se vale por sí mismo se reivindica ahora como la libertad del que existe por sí mismo, radicalizando de este modo la autocomprensión moderna de la libertad como autonomía. La libertad, sin embargo, como se ha dicho tantas veces en la tradición cristiana, pertenece auténticamente a quien ha recibido con amor y al que da con largueza, no al que desliga su vida y sus bienes de otros, sino al que está más profundamente ligado a otros. Solo es libre aquel para quien existir no es una carga, una deuda, ni una vergüenza; aquel —como lo reconocemos ordinariamente— que sobrelleva su existencia con la alegre inocencia del que ha sido mirado con amor.
Notas
[1] Ver Jacques Dewitte, “Il en falfait pas: notes sur le don, la dette et la gratitude”, en L’Obligation de Donner, La Découverte/ M.A.U.S.S., n. 8, 1996.
[2] La servidumbre por deudas se distingue habitualmente de la servidumbre por miedo descrita en la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo.
[3] Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII.
[4] 4 Véase Paul Ricoeur, “La paternité: du fantasme au symbole”, en Le Conflit des Interpretations, Seuil, 1969. También la tradición veterotestamentaria conoce, sin embargo, el jubileo o la fiesta del perdón de las deudas que decide justamente el carácter patriarcal de la sociedad hebrea y su dificultad específica de constituir establemente una tradición señorial como ocurrió en el mundo grecorromano. Pero solo en el Nuevo Testamento la imagen paterna de Dios y la eficacia del perdón deciden el corazón de la experiencia religiosa.
[5] San Juan Crisóstomo, De poenitentia, Homil. VII.
[6] Es preciso por esto distinguir la legitimación burguesa y la legitimación protestante del trabajo que la conocida tesis weberiana sobre el espíritu del capitalismo ha tendido a desdibujar demasiado. El espíritu burgués se identifica más con el liberalismo que con el protestantismo.
[7] J. P. Sartre, El Ser y la Nada, Losada, Buenos Aires, 1972, p. 369.
[8] Ibídem, p. 345.
Sobre el autor
Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile y profesor del Departamento de Sociología. Sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. D.E.A. École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia. Ha dedicado su investigación a la Teoría sociológica, Sociología de la cultura, Sociología de la religión y de la familia y Sociología del crimen.
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- Jaime Antúnez A.
* El presente texto corresponde en lo fundamental a la exposición del autor con ocasión del coloquio “Un nuevo humanismo para el tercer milenio”, organizado por el Consejo Pontificio de Cultura y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, y que tuvo lugar en la sede de la UNESCO, en París el 6 de mayo de 1999.
Puestos ya en la inminencia de otro cambio de siglo que es también el término de un milenio y alba de uno nuevo, los hombres de nuestro tiempo se enfrentan a muchos interrogantes. La fuerza simbólica de estas conmemoraciones lleva ineludiblemente a tal camino, aun cuando la vorágine de nuestro tiempo no haga propicia esa meditación básica y esencial del ser plenamente hombre, y a fortiori de todo humanismo, y que discurre acerca de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
Siglo XX: humanismo y deshumanización
La imagen lacerada que dejan muchos de los escenarios de este siglo -presente, a pesar de todo, en una memoria histórica que en nuestra época tiende a desvanecerse en el inmediatismo- impulsa, por su parte, a quienes reflexionan sobre estas materias, a una percepción crítica, en la que el humanismo y su futuro se plantea necesariamente como un contrapunto respecto de una deshumanización que oscurece importantes rasgos de la modernidad.
Ya antes de la mitad de este siglo que acaba, advertía el pensador ítalo-germano Romano Guardini, que el hombre moderno, consciente o inconscientemente, se había forjado un universo compuesto de elementos naturales e ideales, de realidades y normas impersonales, en el cual lo propiamente personal quedaba relegado sólo a la poesía. Entre tanto, el ser humano, reclamaba Guardini, exige y espera una determinación personal [1].
Transcurridas cinco décadas, este deambular en el fenómeno, lejos del fundamento de las cosas, ha tendido sin embargo a hacerse crónico. La capacidad de emprender un vuelo metafísico, apto a trascender lo meramente fáctico o empírico para llegar, en la búsqueda de la verdad, a algo absoluto y fundamental, constituye sin duda un desafío pendiente y crucial para la cultura humanística en este fin de siglo [2].
Por el camino presente corremos el serio riesgo de precipitarnos en ilusiones de alto costo. Podría incluso parecer a algunos que la reflexión sobre la cuestión de nuestra identidad y su vinculación con una tradición en orden a discernir el futuro está superada y que, por otra parte, estamos simplemente aboliendo la enfermedad o eliminando el envejecimiento, y con ello, las preguntas esenciales que estas realidades plantean al hombre desde siempre.
Mientras tanto, y en forma concomitante, se ha pasado de un optimismo racionalista, que veía en la historia un avance victorioso de la razón, a una crisis de confianza en ella, como si ésta no pudiese ya aspirar a certezas sólidas en cuestiones últimas, como si el hombre debiera ya acostumbrarse a vivir en una perspectiva de carencia de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz [3]. Se vive la vanificación de las realidades más sagradas. La palabra "ateísmo", así, que sugería, no hace muchas décadas, una decisión personal de rechazo a Dios, una toma de posición deliberada, ha pasado a ser reemplazada por la "increencia", término que evoca la confusión y la indiferencia en lugar de una decisión clara.
En esta perspectiva, en la que casi sólo se valida lo fáctico, mientras la ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico, la cuestión sobre el sentido de la vida es considerada como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario, y los valores son relegados a meros productos de la emotividad [4].
Por tal senda, sin un anclaje cognoscitivo seguro, que apunte a lo que la filosofía, desde los griegos, llamara el ser, la luz natural de la mente, dudando de sí misma, termina necesariamente fragmentándose. La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos, característicos de la fragmentación, ha observado Vittorio Possenti, "es una tentación propia de la cultura contenporánea, que conlleva un quiebre inevitable de la visión global. Este proceso se remonta en el tiempo y no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo que será necesario para corregirlo" [5]. Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización, con efectos que se hacen palpables en cuanto a la carencia de unidad interior que padece el hombre en esta alba del tercer milenio.
Las consecuencias de este estado presente del humanismo en el ámbito de la polis y de las realidades de orden público, son notables. La pérdida de fundamentos alcanza así también a la democracia, afirmándose cada vez más un concepto de la misma que no contempla referencias al plano axiológico y a categorías por lo tanto inmutables. Alexis de Tocqueville señalaba, hace siglo y medio, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida de un determinado ethos. Es por lo demás un hecho que las primeras democracias modernas -la americana y la inglesa- nacieron basadas en una conformidad procedente de valores de la fe cristiana, protestante, que no eran discutibles por el sistema. Hoy, en cambio, la admisibilidad de un determinado comportamiento se decide por el voto de la mayoría, debiendo subordinarse a ésta las grandes decisiones morales del hombre.
Es sin duda preocupante constatar que la democracia de nuestros días se asienta sobre n cuerpo social en buena medida falto de consistencia, donde los individuos viven desarraigados de un patrimonio común de valores, de un tejido de referencias que la experiencia histórica se haya ido encargando de cuajar. Mientras este individuo aislado se hace muchas veces la ilusión de que razona independientemente, en realidad es presa de modelos ideales, traídos y llevados por la propaganda. El mismo Tocqueville se preguntaba por las garantías contra esa sutil tiranía que puede convivir con las formalidades democráticas, y se respondía que había que buscarlas en las "circunstancias y costumbres, antes que en las leyes". Dicho de otra forma, el esqueleto jurídico e institucional de la democracia ha de estar habitado por una experiencia verdaderamente humana, vale decir, por un consenso profundo. Consenso que nada tiene que ver, por supuesto, con aquel otro que a menudo se esgrime y que nace del poder económico que ejercen los medios de comunicación, para inducir situaciones que contrarían los verdaderos postulados axiológicos de una sociedad [6].
Atendiendo el lenguaje de esa fuerza expresiva y premonitoria que es el arte, faceta esencial del humanismo -cuya percepción inmediata y sensible puede manifestar realidades de las cuales se tomará conciencia en un sistema intelectual una o dos generaciones después- impresiona hoy releer lo que escribía el pintor Auguste Renoir en 1911, anunciando ya entonces que el "racionalismo había matado el arte"[7].
Precisamente la escuela impresionista, a la que perteneció Renoir , se nos presenta, en cuanto al sentido que sigue nuestra reflexión, como un punto de cambio significativo. Hasta entonces, todo arte liberado de las cargas del oficialismo, buscó sobre todo celebrar los esplendores físicos y morales del mundo. Hecha excepción de figuras como un Bosch o un Goya, que merecen análisis aparte, "el arte parecía asignarse como función celebrar el placer que la vista puede obtener del espectáculo que le ofrece el mundo" -nos dirá desde su cátedra del College de France ese gran historiador y analista que fue René Huyghe-, "su intento apuntaba a llevar a la más alta expresión de armonía las formas y los colores que conforman las apariencias. Y con claridad, desde Grecia, la búsqueda de la belleza constituía su objetivo primordial" [8].
Sin perjuicio de cuán válida es la búsqueda de nuevas y genuinas expresiones de arte -y sin pretender discutir el valor de la obra de arte en sí misma- no puede dejar de atenderse al hecho sintomático de que después del impresionismo, y alzándose como una excepción en la historia universal del arte, la cultura del siglo presente ha traducido su tensión entre el humanismo y la deshumanización a través de una inclinación trágica, expresada en imágenes frecuentemente obsesivas [9]. Todo sucede, ha observado con razón cierta crítica, como si un movimiento voluntario hubiese vaciado repentinamente al arte de aquel contenido humano, emocional, religioso e histórico que lo envolvía y que constituía su fundamento e interés. Y hechas las debidas excepciones, las grandes preguntas esenciales sobre la existencia humana que motivaban al creador, han venido finalmente a ser suplantadas por la lógica pedestre y brutal de consumo.
J.F. Lyotard, autor al que no se podría clasificar de conservador ni de tradicionalista, ha sido precisamente uno de los tantos en señalar que esta privilegiada expresión del humanismo que es el arte, se ha convertido hoy "en un producto de consumo difundido, en algo que podemos llamar la estetización en masa de la vida, una cultura del narcisismo". Cercanos a él, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, han lamentado la desacralización del oficio literario, de la literatura y su transformación en mero producto industrial [10].
El hombre y la cultura
Si hemos tomado suficiente conciencia de la tensión desarrollada entre humanismo y deshumanización como tema de nuestro tiempo, si nuestra preocupación de hoy estriba en remontar el camino hacia un humanismo pleno, imperioso sería volcarse con atención a la relación que debe prevalecer entre el hombre y la cultura. La cultura humanista se ha apoyado desde siempre en premisas inclaudicables respecto del hombre. Para Kant, el imperativo práctico categórico fundamental quiere que el otro sea tratado como un fin en sí y no como un medio. Cinco siglos antes, Santo Tomás de Aquino [11] enseñaba que Dios creó al hombre para el bien del mismo hombre, bien que como sabemos, es Dios mismo.
En este tránsito de un milenio a otro, a vista de las luces y sombras de nuestro estado actual en cuanto humanidad, ¡cómo no recordar las inolvidables palabras pronunciadas por S.S. Juan Pablo II en 1980, en París, en el Areópago universal que es la sede de la Unesco!:
"El hombre que, en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es de este modo su único objeto y su término (...) No podemos imaginar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; en el terreno cultural el hombre es siempre el hecho primigenio: es el hecho primordial y fundamental de la cultura. Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto íntegro de su subjetividad espiritual y material (...) Pensando en todas las culturas deseo decir en alta voz, aquí, en Paris, en la sede de la Unesco, con respeto y admiración: ¡He aquí al hombre!".
Antropología para un humanismo pleno
"El hombre es el hecho primero... el hecho primordial y fundamental de la cultura", "su único objeto y su término", pero este sentido y consistencia no se hallará, entre tanto, sino en la medida en que el hombre se encuentre con otros seres de su misma condición y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia.
Esbocemos a este respecto algunas consideraciones antropológicas que nos dictan la memoria de los siglos y que arrancan fundamentalmente de la observación de la remota lucha del hombre por ser hombre, o en otras palabras, de la ya milenaria tensión entre humanismo y deshumanización.
No haría falta, intuyo, detenernos a citar ejemplos provenientes de la literatura, la filosofía, el arte o la teología para avalar en profundidad nuestras observaciones. El punto neurálgico central en todo humanismo parece ser, indiscutiblemente, el amor. Resulta posible incluso avizorar -a través de ese mismo legado humanístico que nos entregan los siglos- una virginidad esponsalicia en la capacidad y necesidad de amor que lleva el hombre en sí. Percibimos rápidamente, ene efecto, que mientras todo lo creado es dado al hombre, en el mundo sólo el hombre es dado a sí mismo. Y ya que se posee a sí mismo, es también el hombre el único ser que puede darse; más aún, si quiere ser él mismo, el hombre es impelido a darse. Es en este darse, por su parte, que reside precisamente el amor.
Se siguen de aquí, en lo que podríamos llamar tradición humanista, otros dos puntos, también neurálgicos, que se enlazan haciendo un todo con el amor. Son ellos la libertad y la dignidad.
En esa virginidad de todo ser humano, que para ser tal debe darse a los demás, se descubre la subjetividad de la persona, el ser sujeto y su tensión hacia la libertad. Porque puede por sí mismo darse, el hombre es libre. La dignidad, a su vez, será el resultado de la relación del sujeto libre con la verdad, del vivir en torno a ella y en constante camino hacia ella. En el pensamiento clásico griego, será el habitar de la persona en el "ethos" -con eta y sin épsilon, en este caso- entendido así como casa, morada, patria, en el sentido profundo del horizonte de sentido, de fundamento de los valores para los que se vive.
Desde luego que el amor, la libertad y la dignidad no se conciben, como está claro, sin la comunión de personas en la amistad, en la familia, en la nación entendida como familia de las familias. Si en la soledad, todo termina en el abandono -marco de la deshumanización-, hay una derrota del hombre, el amor, la libertad y la dignidad excluyen radicalmente la soledad.
Acudiendo a las raíces hebreas y griegas que confluyen en la tradición humanista que heredan principalmente Europa y América, habría aquí que poner de relieve, que lo dicho sobre estos tres fundamentos antropológicos descansa -como posteriormente también el humanismo cristiano- en una fundamental apertura al ser, que podemos bien resumir en el verbo escuchar.
Ya en el comportamiento tanto de Sócrates como de Abraham nos sorprende algo notable en tal dirección ha observado Possenti- que permite establecer una secreta afinidad entre ambos personajes:
"Es la obediencia a una voz que a ellos se dirige, que al escucharla de aorigen a consecuencias sumamente importantes. Dispuesto a obedecer la voz de la conciencia y a no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates permanece en la prisión de Atenas y enfrenta la muerte. Para obedecer a la voz de Dios, Abraham hace abandono de su tierra natal. Uno permanece y el otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país. Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.
Ambos llevaron algo consigo y dejaron asimismo algo atrás: Sócrates dejó el deseo de seguir viviendo y se llevó la esperanza de la inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las pautas del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta, que lo distingue de Sócrates, a quien no se le pide nada parecido con el sacrificio de Isaac. Sin embargo, ambas tienen en común el haber escuchado una voz interna y haber obedecido. Es la voz que llama a todos los hombres y habla en ellos. Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni rechazaron el llamado que recibieron: en la sumisión, procuraron comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.
En actos culminantes de su existencia, el representante de la filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a la obediencia de una voz. Escucharon y obedecieron" [12].
No otra que ésta parece ser, por lo demás, la disposición que encontramos en el origen de las grandes culturas humanistas, que expandieron de forma insospechada la inteligencia humana, dando soporte al desarrollo primero interior y luego exterior del hombre[13]. Es frecuente la percepción en el sentido de que tal origen, en sintonía con la escucha, es de naturaleza mística. Y no es forzado afirmar, me parece, que la propia cultura europea nace precisamente de estas dos místicas que representan Abraham y Sócrates: la hebraica, ligada a una revelación, y la griega, natural y fuertemente profética. ¿Qué son, si no, los clamores de la tragedia griega, a través de las palabras de Esquilo, Sófocles y Eurípides?
Siglos más adelante, en el atardecer del imperio romano ya decadente, surgirá de sus ruinas un nuevo orden alumbrado por el Evangelio de Jesucristo. En su origen, un joven patricio romano, Benito de Nursia -nombrado el 24 de octubre de 1964 patrono de Europa por Pablo VI-, escribe su Regula Monachorum. Esta primera matriz civilizadora del Medioevo confirma, una vez más, lo que está al comienzo de las grandes empresas humanistas, por medio de la propia palabra con que se inicia dicha Regla: "Escucha".
El desarrollo del tiempo pondrá siempre en juego la fidelidad con esa luz primigenia, y será de nuevo en el arte donde apreciaremos esas tensiones. Me complace a este propósito recordar la hidalga personalidad de ese genuino místico y humanista a quien los franceses leyeron por más de treinta años diariamente en la primera página de Le Figaro y a quien los hombres de cultura de esta gran nación dieron su reconocimiento, haciéndolo miembro de la Academia Francesa. Me refiero a André Frossard -figura largamente respetada y querida también en Chile-, en cuyas reflexiones y preferencias entre el románico y el gótico, dos estilos tan arraigados en su tierra, se debatían, según sus originales observaciones, las tensiones entre la apertura virginal al ser y a la verdad, y la independencia de la razón, en los complicados tiempos que establecen el tránsito de la alta a la baja Edad Media.
Me pregunto, por fin, si las premoniciones de ese otro gran francés que fuera André Malraux, a respecto del milenio cuya alba asoma, no querían reafirmar exactamente lo mismo. Malraux, aunque agnóstico, predijo, como se sabe, en términos cuyo tono categórico no se puede desconocer, que "el siglo próximo será místico, o no será".
¿Qué apreciaba con su lucidez natural, aunque no sobrenatural, la penetrante inteligencia de Malraux? ¿Acaso veía ya la definitiva confusión que habían introducido diversos sistemas filosóficos, alejando al hombre de nuestro tiempo del gozo de insertarse en la verdad, para realizarse plenamente al amparo de la Sabiduría, convenciéndolo en cambio de que es dueño absoluto de sí y que puede decidir en forma autónoma sobre su propio destino y su futuro, confiando sólo en él mismo y en sus propias fuerzas? [14] ¿Observaba, quizá, el consecuente agotamiento de la metafísica, incapaz ya de escuchar al ser, transformada por tanto en ideología, que haciendo abandono de su primado en el saber, se ponía, en el marco de la cultura pragmática, al servicio de conocimientos técnicos como los de la ingeniería genética? ¿Intuía, tal vez, las crisis que en el plano de la ecología o de instituciones fundamentales como la familia, se producirían en una sociedad que descree de la verdad, y que no escucha ni obedece lo que esta verdad le dice a través del agua, el bosque, el aire o por fin el hombre?
No podemos con exactitud saber cuánto de esto barruntaba Malraux al hacer su célebre y profético aserto. Sí, entre tanto, a partir del diagnóstico más cercano en el tiempo que nos legara otra preclara inteligencia, esta vez alumbrada por la fe _Hans Urs von Balthasar-, podemos intuir, por su semejanza con la realidad, la proximidad de nuestros días con esa dramática disyuntiva de Malraux, que contrapone el despertar místico nada menos que al no ser: "Siempre que se corta la relación entre la naturaleza y la gracia -diría Von Balthasar- la totalidad del ser mundano cae bajo el dominio del 'conocimiento', y las fuentes y fuerzas del amor inmanentes en el mundo son subyugadas y finalmente sofocadas por la ciencia, la tecnología y la cibernética. El resultado es un mundo sin mujeres, sin niños, sin reverencia por el amor, en pobreza y humillación, un mundo en el que el poder y el margen de ganancia son los únicos criterios, donde el desinteresado, el inservible, el que no tiene un fin determinado es despreciado, perseguido y al final exterminado, un mundo donde el arte mismo es forzado a vestir el manto de la técnica" [15].
Desde la hondura asombrosa de una existencia forjada en el dolor e impregnada de gozo y de sentido, en esas "Confesiones" que exhuman esta atmósfera en cada una de sus páginas, San Agustín de Hipona nos cuenta en el libro cuarto de las mismas, que a la muerte de su amigo, "se convirtió él para sí mismo en una gran pregunta" ("Et factus sum mihi ipsi magna questio"). A la luz de la persona amada, San Agustín también comenzó a morir en él, y queriéndolo o no, se convierte en pregunta crucial: "¿Cuál es el sentido de mi vida?".
En la civilización pragmática que describen las palabras de Von Balthasar, donde el criterio de "calidad de vida", interpretada según cánones de eficiencia económica, consumismo, belleza y goce de la vida física, posterga o anula las dimensiones más profundas, relacionales, espirituales y religiosas de la existencia, puede olvidarse, como sucede hoy en Occidente, la pregunta sobre el sentido, o puede construirse ideológicamente una respuesta, como en el pasado lo intentara por ejemplo el comunismo. San Agustín, en cambio, no puede construir la respuesta, porque él no construye tampoco la pregunta. Se convirtió en ella, fue transfigurado por ella. Y cuando el hombre se convierte en pregunta sobre el sentido, sólo puede esperar la respuesta, no puede construirla. El dolor y la muerte -preteridos u ocultados por la cultura de la modernidad- son, vemos aquí, un espacio que impele al espíritu a escuchar y conduce a la salvación [16].
Para nosotros, hombres de nuestro tiempo -donde la "producción" de la vida a través de la clonación, y de la muerte a través de la eutanasia, van casi pareciendo situaciones normales-, puede resultar difícil de entender el valor de esa espera y del don, como factores sustanciales de una cultura. Difícil quizá, incluso, nos será asumir el símil que a este respecto ofrece -como escuela de milenaria sabiduría natural- el oficio de la agri-cultura, que a pesar de los avances de la técnica sigue obligando al trabajador de la tierra a esperar lo fundamental como un don.
Y sin embargo están marcados, a partir de este deslinde, los caminos que pueden llevar al humanismo pleno o a la deshumanización.
Con todo, podrá tal vez ayudarnos en nuestra oscuridad, como recuerda Stanislav Grygiel, lo que Platón nos enseña sobre el hombre que espera, en cuanto figura que establece un vínculo entre la vida presente y la otra orilla, que construye un puente hacia ella. Es la imagen del pontí-fice. Figura ajena, por cierto, al espectáculo, al protagonismo y al triunfalismo que domina en el ámbito de lo que hoy se proclama como "producciones culturales", más que adolecen de cualquier sentido ponti-fical.
Es éste el esfuerzo, intuimos, que en el espacio de la cultura, y no de la mera producción, tendrán que emprender también el ejercicio de la política y la conducción de la economía para tornarse humanos, esto es, enriquecidos de un humanismo de cuya falencia hoy evidentemente adolecen. Si la política y la economía quieren ayudar al hombre a ser él mismo, deben también obedecer y escuchar la verdad presente en el hombre. Han de edificar el puente hacia la verdad, ser ponti-ficales y no sólo una fase del simple "operar". Han de transfigurarse en la cultura, realidad que no puede alcanzarse mediante la mera construcción de sistemas, que constituirían otras fases de la "producción", sino que a través del actuar de hombres transfigurados, hombres que sean, como decíamos, verdaderamente amantes, dignos y libres.
La recuperación del horizonte que conduciría a un humanismo pleno radica, pues, no en los sistemas, sino que en el corazón del hombre mismo. Y el problema central del hombre es su conversión o transfiguración, que es condición de la cultura; no el "cómo hacer".
Trátase aquí, pienso, de una cuestión de envergadura y me atrevo a afirmar que alcanza a todas las estructuras que conforman nuestros "sistemas", incluso al ámbito pastoral de las diferentes iglesias. Mirando el contexto poítico-cultural de las naciones iberoamericanas, territorio sujeto a menudo a la experimentación foránea de "sistemas" en los más variados ámbitos, me permito decir que no creo sean ajenas a estas razones las causas del fracaso experimentado en este espacio por las así llamadas "teologías de la praxis", en particular aquella teología de la liberación que tomó su inspiración del marxismo.
La escucha, la espera, el establecer puentes, que asimilamos con una actitud ponti-fical, supone por último un horizonte, que es por cierto una ventana escatológica, que se confronta, por su parte, con el secularismo dominante [17].
En la cuestión del horizonte radica, entre tanto, nuestra posibilidad de comprensión y de transformación. Sin horizonte domina el caos, decían los griegos, la "no comprensión"; se produce el orden, se transforma el caos en cosmos, cuando se une el cielo con la tierra. Y es en el punto de unión entre el cielo y la tierra que nace el horizonte.
Si por arbitrio humano fijáramos el horizonte más acá de aquel punto de unión, muchas cosas escaparían a nuestro entendimiento y la comprensión de la realidad se subjetivizaría por completo. Dependiendo de un movimiento hacia delante o de uno hacia atrás, de uno a la derecha o de uno a la izquierda, el "horizonte" cambiaría enteramente, con lo que nos encontraríamos en una situación de relatividad frente a la verdad de las cosas, de la cual surge como natural consecuencia la indiferencia ante la verdad. Sólo cuando el horizonte no depende del sujeto sino de la unión del cielo con la tierra, es posible una comprensión certera del mundo. En tal circunstancia el punto de vista para la comprensión y ubicación de las cosas no lo da mi posición, sino la del horizonte. Es desde los griegos que sabemos, por lo tanto, que sin horizonte toda "comprensión" no será más que una producción subjetiva, que no dependerá de la verdad, sino del punto de vista donde me haya situado [18].
Decíamos que en el origen de toda gran cultura, identificable con cierto humanismo, encontramos una fuerza mística. En el nacimiento de la cultura griega podemos ya ver estas formas, que comprenden también el universo de su mitología, mas cuya tensión escatológica ordena y clarifica la comprensión del macro y del micro cosmos (el universo y el hombre), en términos tales que significó un excepcional despertar del logos humano, un progreso de la razón como no lo había habido antes, especie de preparatio evangelica, si tomamos en consideración lo que sucedería apenas cinco siglos después en el mundo con el nacimiento de Jesucristo, el Verbo encarnado.
Hoy, dos mil quinientos años después, al observar, en el plano humanístico, los despojos de un maremoto que avasalló a muy antiguas culturas con un progreso carente de sentido, nos puede entre tanto consolar el actual generalizado presentir de una inmensa esperanza o ansia religiosa en el mundo. Es posible, en dicho contexto, que el largo exilio de la metafísica, más aún, el anuncio de su muerte, no venga a ser al fin y al cabo más que un momento pasajero, "una puesta a prueba de la razón por sí misma... un escalón en la experiencia total del ser" [19].
Medios para alcanzar un humanismo pleno
Si la cultura que conduce al humanismo reside fundamentalmente en un desear y en un obrar que es amar, conocer, hacer justicia y hacer paz, el principio esencial e irrenunciable de nuestro actuar debería ser, desde luego -y en concordancia con todo lo anterior-, el primado del hombre sobre las cosas y el resguardo de su inalienable dignidad.
El hombre -nos dice San Ambrosio- es la "culminación y casi el compendio del universo y la suprema belleza de toda la creación" [20]. "Creyentes y no creyentes", señala el Concilio Vaticano II "están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tuierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos". Y agrega: "Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que, por virtud de su inteligencia, se superior al universo material" [21].
Pero este hombre, "hecho primordial y fundamental de la cultura", como veíamos antes, no es solo, sino que es un ser para otros, y su dignidad, libertad y capacidad de amar se alcanzan en la medida que éste se encuentre con seres de la misma condición -en comunión de personas, de amistad, de familia, de nación- y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia. Imagen superior de esa capacidad relacional es la que ofrece la familia, en el amor entre un hombre y una mujer y los hijos que son su fruto, tesoro de humanidad que no hace más que reflejar de modo velado el misterio íntimo de un Creador que no es soledad, sino familia, y que lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la familia, que es el amor [22].
En un contexto cultural de difundido liberalismo político, social y económico, donde se hacen apreciable espacio voces que defienden la teoría del "Estado mínimo", no debe claudicarse en cuanto a la muchas veces necesaria intervención de la autoridad para salvaguarda del hombre, no sólo en lo que respecta a sus requerimientos elementales, provenientes de su concreta dimensión de vida individual, sino que también de aquellos que arrancan de su dimensión de vida asociativa y principalmente familiar. Ello debe producirse, no obstante, velando cuidadosamente por preservar el principio de subsidiariedad, cuestión de absoluta relevancia para el funcionamiento de una democracia sustancial. Es justo aquí rendir homenaje a la clarificadora e incansable labor de la Santa Sede -a través de la Academia pro Vitae y el Consejo Pontificio para la Familia- en su defensa de la dignidad del hombre desde el nacimiento hasta su muerte, y en su resguardo de un amor humano perseverante y volcado a los frutos del mismo, que son los hijos, como es propio de la naturaleza de un ser libre y capaz por tanto de compromiso. Las afirmaciones de principios y las iniciativas llevadas a cabo por la Santa Sede en todo el mundo, a través de estas dos instancias, no podrían estar ausentes en una reflexión que apunta a revelar un humanismo pleno.
El segundo criterio a ser sostenido en orden a encaminar resultados, debería ser la laicidad del Estado, entendida como genuina independencia e imparcialidad del mismo. El Estado es de veras laico cuando no impone a nadie una particular concepción filosófica, teológica o cultural, y cuando -respetando siempre el orden natural- no identifica oficialmente su ordenamiento jurídico con las prescripciones de una determinada ideología.
El estado moderno no puede ser "confesional" en ningún sentido: ni en sentido religioso (católico, judío o musulmán, por ejemplo); ni en sentido científico o materialista; ni en sentido laicista, si por laicismo se entiende -como frecuentemente se verifica- una particular concepción, de inspiración inmanentista o iluminista, que rechaza los valores trascendentes y los quiere confinados en el secreto de los corazones.
Obviamente que, según este criterio que proponemos, no podrán existir "religiones de Estado". ¿Querrá esto tal vez decir que sea posible y razonable impugnar o quizá ignorar el hecho de que el catolicismo es la religión histórica tanto de Chile como de la nación francesa, por ejemplo, así como de varias otras naciones de Europa, y desde luego de toda América Latina, y que esta realidad constituye, en cada caso, una fuente primordial de la respectiva identidad nacional?
El alcance de esta realidad —como señaló con lucidez Pierre Emmanuel [23]— y su conexión con la educación y la cultura, es de extrema importancia, y no debería dejar de plantearse y reflexionarse a su respecto en un foro universal como es, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
En consonancia con todo ello, tanto un miembro de las Organizaciones Internacionales como todo hombre de fe cristiana en general no podrían dejar de estar atentos frente a esa gran tentación contemporánea de transformar la verdad religiosa cristiana en una teoría ética junto a otras teorías éticas, con alcance y valor meramente privados. Es evidente, por ejemplo, la tentativa de la teoría política relativista en el sentido de hacer aceptar al catolicismo un estatuto privado, cuestión letal para su identidad. El catolicismo es público por definición. La humanitas christiana no es confesional, pero sí es universal, pues apela a todos los hombres y habla de la totalidad del hombre, sin existir dimensión alguna del mismo sobre la cual no pueda adoptar una posición.
A la pregunta anterior respondemos entonces que siendo efectivo que el catolicismo es la religión histórica de muchas naciones, entre ellas Francia y Chile, constituye en cada caso un referente primordial de la respectiva identidad. Si bien no deba entendérsele como “forma” oficial, estamos frente a un factor cuya dimensión de realidad supera cualquier tópico ideológico y es precisamente en esa condición que debe ser asumido de manera ineludible por la educación y la cultura, con toda la densidad y proyección que el hecho tiene.
La tendencia globalizadora que invade al mundo a través de infinidad de situaciones nuevas nos proporciona una tercera consideración práctica. La nueva Europa, como la nueva América —y lo mismo se habría de decir de otras regiones del mundo— nacerán sin duda bajo la impronta de impulsos funcionales de naturaleza prevalentemente económica. Pero estas unidades regionales compuestas de naciones, que antes que tales son culturas, subsistirán y progresarán en el tiempo solo si a su “cuerpo” de reglamentaciones, tablas, organismos directivos, iniciativas monetarias, estructuras políticas les es dada un “alma”: vale decir, un patrimonio de principios incontestablemente reconocidos y de raíz común. El discernimiento acerca de la naturaleza de los mismos nos retrotrae a la primera parte de esta reflexión, donde abordáramos los presupuestos antropológicos de un humanismo para el tercer milenio.
A pesar de su perspectiva compleja y crítica, hemos escuchado al filósofo alemán, muerto hace treinta años, Karl Jaspers, afirmar que Jesucristo sigue siendo el más decisivo entre los hombres decisivos de la historia [24]. Saber qué inspira esta declaración del filósofo contemporáneo nos llevaría entre tanto a un horizonte infinito en su riqueza, pero probablemente inagotable en una sola exposición. De esa misma inabarcable infinitud para los ojos del hombre nos hablan también las palabras con que termina el evangelio de San Juan: “Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros” [25].
A la espera de qué hará hoy, en este decisivo tránsito histórico, ese mismo Cristo cuyo mensaje “abre un horizonte infinito y proporciona una energía incomparable, luz para la inteligencia, fuerza para la voluntad y amor para el corazón” [26], llegamos a la consideración práctica final y que dice relación con lo que sería dable aguardar de quienes saben que la fe en Él no es un simple valor cultural entre otros [27].
Serán ellos seres tanto más útiles a la causa de un humanismo pleno cuanto más vivan dentro de sí e irradien, con gozosa simplicidad, la luz de la certeza que Dios les revelara y que torna la existencia humana rica de sentido.
Al relativismo escéptico, que todo lo vanifica y diseca, aportarán la fuerza intrínseca de una verdad salvadora y la pasión por su búsqueda incansable.
Al eclipse de la razón responderán con la inteligencia iluminada por la fe, capaz de distinguir la autenticidad del ser de la mera ideología y del sofisma, el dato real de la apariencia. Demostrarán así que se puede todavía —y se debe— distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal, aquello que es conforme de aquello que es contrario a la naturaleza no manipulable del hombre.
Frente al absurdo que significa un caminar terreno que concluye en la nada, harán brillar la esperanza racional y hermosa de un destino de vida sin fin.
En el campo más específicamente ético y de costumbres, harán presente con su influencia ante la comunidad de los pueblos, tantas veces confundida y fatigada, las antiguas verdades existenciales enseñadas por el Evangelio sobre la institución del matrimonio, la realidad fundamental de la familia, el principio de la sacralidad e intangibilidad de la vida humana inocente.
Después de un largo período histórico marcado por cierta doctrina ética del deber, de origen kantiano, y que criticó con dureza la moral orientada hacia la felicidad, oscureciendo en la mente de muchos el diseño amoroso del Creador, harán presente la justa recuperación de una visión moral centrada, a la vez que en el ejercicio de la virtud, en la bienaventuranza.
Buscarán de este modo devolver a los hombres de nuestro tiempo el gusto por la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad, así como el gusto por el Evangelio, para desarrollar una sana antropología y una verdadera inteligencia de la fe, que la humanidad necesita y añora.
Si a través de todo esto arribamos a un humanismo pleno, podremos por fin estar ciertos y agradecidos de que lo acontecido no es obra de hombres, sino de Dios.
Notas
[1] R. Guardini, Der Herr, Werkbund Verlag, München.
[2] Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 83.
[3] Fides et ratio, 91.
[4] Fides et ratio, 88.
[5] V. Possenti, “Fe y Razón”, Humanitas 14 (julio-octubre 1999).
[6] J. Antúnez, “En Occidente después del Muro: Sombras y Esperanzas”, Humanitas 1 (enero-marzo 1996).
[7] A. Renoir, Lettre a Mottez, como prólogo a V. Mottez, Le livre de I’art de Cennino Cennini, 1911, en J. Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, BAC, Madrid, 1996.
[8] R. Huyghe, Les signes du temps et l’art moderne, Flammarion, Paris,1985
[9] R. Huyghe, “La noche llama a la aurora”, entrevista con Jaime Antúnez, en Crónica de las Ideas. Para comprender un fin de siglo, Andrés Bello, Santiago, 1988.
[10] J. Antúnez, “En Occidente después del Muro: sombras y esperanzas”, Humanitas 1 (enero-marzo 1996).
[11] Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 111, 112.
[12] V. Possenti. “Fe y Razón” en Cuaderno Humanitas n°14, julio-octubre 1999.
[13] Esta apertura de la inteligencia a través de la fe y de la razón o, en otras palabras, de la obediencia y la escucha, encuentra una acabada contrafigura en la siguiente explicación de la no-inteligencia o estupidez: “La estupidez es un vicio porque pertenece no a la inteligencia sino a la voluntad, o como diría Santo Tomás, es un hábito del corazón (…) es una de las consecuencias de la caída del hombre. Ser estúpido es ser sordo y ciego en relación al ser y a Aquel que lo da; es rehusar el conocimiento de la realidad, el verla, el hacerle justicia”. John M. Oesterreicher, en Edith Stein, philosophe juive devant le Christ (Ad Solem, con prefacio de Jacques Maritain), recuerda con esas pa-labras el tratado De la stupidité (De la estupidez) de Annie Grauss.
[14] Fides et ratio, 107.
[15] En J. F. Cardenal Stafford, “La vocación del artista”, Humanitas 15 (julio-octubre 1999).
[16] S. Grygiel, “La acuciante pregunta acerca del sentido”, entrevista de Jaime Antúnez A., en En busca del rumbo perdido, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1998.
[17] La resistencia al secularismo ha tendido muchas veces a confundirse con expresiones de clericalismo, de muy diverso orden. No debiera haber lugar a tal confusión, siendo que también cabe —como se ha señalado aquí a propósito de ciertas “teologías de la praxis”— la posibilidad de un secularismo clerical.
[18] S. Grygiel, “Antropología para un Occidente postmoderno”, entrevista de Jaime Antúnez A., en Humanitas 31 (junio-septiembre 2003).
[19] Cfr. voz ‘Cultura y Religión’, en P. Emmanuel, Diccionario de las religiones, Herder, 1997.
[20] San Ambrosio, Exameron IX, 75.
[21] Gaudium et spes, n. 12 y 15.
[22] Cfr. P. Cardenal Poupard, Diccionario de las religiones, Herder, 1997, voz “Antropología cristiana de Juan Pablo II”.
[23] “En el mundo moderno, occidental u occidentalizado —señala Pierre Emmanuel— el hecho religioso no está integrado en el vasto dominio de la cultura (…) En general, la religión se considera como un conjunto de fenómenos sociales que afectan a grupos sociales concretos, pero, de alguna manera, independientes del funcionamiento propio de la sociedad (…) Las sociedades seculares, constituidas al margen de toda perspectiva religiosa del mundo o liberadas de ella, se resisten a aceptar, dentro del espíritu religioso, el lugar secundario o derivado que, en la jerarquía de los valores humanos, les corresponde (...) Resulta significativo observar que en ningún sitio (o en casi ninguno, agregaríamos nosotros) —excepción hecha del estudio sumario de ciertas mitologías— se ha establecido dentro de la educación secundaria una enseñan-za sistemática de las grandes religiones universales, tan estrechamente vinculadas sin embargo a la historia de los pueblos y de las civilizaciones”. Y concluye Emmanuel: “El retorno a lo religioso, por simple desesperación ante el absurdo y el sin sentido del pensamiento predominante o por la convicción íntima de su insuficiencia radical para definir la naturaleza y la finalidad del hombre pleno, puede ocasionar una revolución espiritual capaz de afectar a la dirección que desde hace siglos, y más especialmente desde el comienzo del siglo presente, ha seguido todo el proceso histórico. Pues el ateísmo de principio, inscrito, abiertamente o no, en la política, convertido por usurpación progresiva en el elemento integrador y regulador de toda actividad humana hasta en el menor detalle, resistirá con todas sus fuerzas a la revisión de su derecho exclusivo a ‘normalizar’ el pensamiento en la educación, la vida social y la cultura. Existen numerosos ejemplos de los procedimientos de una Inquisición inversa, que funciona en el aparato del Estado, con la intención no solo de arrinconar la religión, sino también de petrificar temática y estéticamente la cultura. Tal vez el surgimiento, en todas partes del mundo, de un funcionariado cultural vinculado directamente al poder entre dentro de esta lógica, incluso en los países que se proclaman libres, donde dicho poder no posee aún un programa, aunque ya se ha depositado la simiente”. Cfr. Voz “Cultura y religión”, en P. Emmanuel, Diccionario de las religiones, op. cit.
[24] En Juan Pablo II, Discurso a los artistas en Munich (19-XI-80).
[25] Juan 21, 25.
[26] Juan Pablo II, Discurso sobre una nueva cultura cristiana (14-I-99).
[27] Seguimos, en lo fundamental, el itinerario trazado por el cardenal Giacomo Biffi, Arzobispo de Bolonia, al recibir el “Premio San Benito” (19-V-98).
Sobre el autor
Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra, España. Profesor e investigador de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.
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- Jaime Antúnez Aldunate
Dibujado en pinceladas gruesas el panorama cultural presente en orden a lo religioso, propongámonos considerar a continuación el nuevo escenario que, como consecuencia previsible, empieza a afrontar la presencia de la religiosidad eclesial, en la sociedad y en la cultura. Tomaremos en consideración inquietudes que se hacen ya presente con carácter de urgencia a muchos cristianos, a estudiosos y a observadores de este orden de realidades.
En la perspectiva de una visión de futuro para las culturas religiosas y la trascendencia, el tema sobre el que se nos ha solicitado reflexionar es el del actual choque de culturas y de civilizaciones, y las exigencias que ello supone para la trascendencia.
1. Estado de la cuestión
Aun cuando no todos los hombres del continente americano se reconocen cristianos, puede perfectamente decirse de sus pueblos lo que el Santo Padre acaba de expresar con relación a los de Europa. Están éstos, en efecto, tan profundamente marcados por la impronta evangélica, que de prescindirse de ella sería muy difícil hablar de América. Es en esta cultura cristiana, que constituye nuestra raíz común, que encontramos sin duda los valores capaces de guiar nuestro pensamiento, nuestros proyectos y nuestra actividad [1].
No obstante, es un hecho por su parte innegable que existe siempre una tensión entre la forma como los cristianos viven la fe y contribuyen a modelar la cultura que los rodea y la influencia uqe el ambiente circundante, con sus características históricas, ejerce sobre la vivencia de esa misma fe [2]. Han nacido y nacerán de esta tensión importantes y siempre nuevos desafíos y exigencias para la trascendencia.
En esta perspectiva de análisis, es preciso decir que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es, como lo han venido poniendo de relieve numerosos pronunciamientos del magisterio de la Iglesia -en particular la reciente encíclica “Fides et Ratio” -la crisis de sentido. Se caracteriza ésta por un fuerte fragmentariedad del conocimiento y la información, siendo así que en medio de la baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos incluso se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. Esta duda radical fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo [3]. Una obra recientemente publicada por Ediciones Universidad Católica de Chile y que comprende conversaciones con 39 eminentes figuras de la cultura contemporánea, nos da cuenta de cuán extensa y profunda puede llegar a ser en nuestro tiempo esta inquietud por la búsqueda del sentido perdido. Recorren sus páginas las luminosas opiniones de personalidades de Iglesia como los cardenales Ratzinger, Danneels, Poupard, López Trujillo y Medina, de teólogos como Cottier, Scola, Caffarra, Bruguès y Bruno Forte, de filósofos como Guitton, Spaemann, Julián Marías, Avernizev y Buttiglione, de creadores como Ionesco y Jünger, entre muchos otros de similiar categoría [4].
Podríamos así resumir, en muy breves palabras, su diagnóstico respecto de la cuestión del sentido:
• Se vive un zozobra de las grandes cuestiones morales y antropológicas, puestas a un lado por la ruidosa avalancha publicitaria de lo efímero;
• Existe en consecuencia una manifiesta decadencia del pensar, ejercicio inherente al ser persona:
• En todos los planos la identidad cualitativa va siendo reemplazada por la identidad cuantitativa; o en otras palabras, el ser de las cosas está siendo reemplazado por el valor de ellas;
• Son devastadores los efectos que se pueden observar de tales fenómenos sobre la “memoria histórica” de las naciones jóvenes, que recién emergen, y cuya identidad tiene raíces católicas, como es el caso de Iberoamérica;
• Se afirma cada vez más la absolutización de los criterios relativistas, con exclusión de cualquier asertividad, fenómeno identificable en el campo moral y cultural con una suerte de “civilización de la hipótesis”; son constatables los efectos aniquiladores de esta situación en el ámbito de la formación de los jóvenes;
• Se extiende la vivencia de la “anomia”, entendida como el desprecio de toda norma sólida y duradera; prevalece una ausencia generalizada de proyectos de vida provistos de unidad y capaces de ser mantenido;
Dado el fuerte contraste que ofrece esta sociedad materialmente desarrollada pero al mismo tiempo abatida por la falta de proyectos –según se describe en los diálogos del mencionado libro- como hilo conductor de la reflexión que se sigue me parece relacionar de una vez esta crisis de sentido que padece la cultura de nuestro tiempo, con otra cuestión esencialmente inherente al futuro de la trascendencia. Me refiero a la esperanza.
El hombre no puede vivir sin esperanza, pues ésta forma parte de manera inseparable de la dimensión humana. Ahora, en la medida que la cultura y las ideologías de los dos últimos siglos han depositado una especie de esperanza absoluta en las realidades temporales -consecuencia de un mesianismo temporal que se inició ya con el siglo de las luces- está naturalmente siendo difícil y dolorosa la experiencia de descubrir que la verdadera esperanza trasciende lo temporal.
Entre otras que se podrían mencionar, citemos dos manifestaciones de este fenómeno que se registran en seguida en relación al estado actual de la trascendencia religiosa. Primeramente, el eclipse que la experiencia religiosa conoce en nuestro tiempo [5], y que asume no las connotaciones de un ateísmo científico que pudo caracterizarle 30 años atrás, sino que el de un estado de grave apatía. Y en segundo lugar, concomitantemente, el emerger de una pseudo religiosidad difusa, que más que un retorno a Dios se expresa como el anhelo de un medicamento superior, vinculado a un sentirse emocionalmente bien, esencialmente egocéntrica y privada, desligada de compromiso con una religión institucionalizada. (Expresión internacionalmente difundida de esta especie de “cultura teosófica”, que asume hoy las características de un verdadero “business”, es la corriente que se conoce como New Age.)
¿Cuál es, entre tanto, el soporte cultural de estas tendencias? Sea en el marco de esa apatía religiosa o bien en el de aquella pseudo religiosidad emergente, diríamos que prevalece en ambos casos una situación en la cual todos los valores postulan poder ser aceptados. Dicha aceptación les ubica, eso sí, primordialmente como instrumentos, y no como fines. Ello resulta una consecuencia, a su vez, del hecho de que en dicha cultura va desapareciendo la verdad como elemento trascendente e inalterable, siendo sustituida por la noción de lo útil. Este pragmatismo desconoce desde luego la posibilidad del don de sí mismo -propio de la auténtica vivencia religiosa- pues no hay en él un horizonte real que sea reconocible por la inteligencia, más allá de los intereses que emanan de la pura subjetividad.
Tal crisis de la verdad, que como lo atestiguan las encíclicas “Veritatis splendor” y “Fides et ratio” constituye un serio problema para la Iglesia y para la antropología en general, se expresa también, a la luz del estado de cosas que se enuncia -y en orden más precisamente a la trascendencia religiosa-, como un peligro que desafía la misma unicidad de Cristo. Único Salvador, se le pretende situar así en la galería de los grandes profetas y a sus enseñanzas comprenderlas como una entre tantas otras capaces de conducir al hombre a la felicidad, entendida asimismo esta felicidad de modo fundamentalmente inmanentista y terreno.
2. El nuevo rol público de las religiones institucionalizadas: desafío a la trascendencia
Dibujado en pinceladas gruesas el panorama cultural presente en orden a lo religioso, propongámonos considerar a continuación el nuevo escenario que, como consecuencia previsible, empieza a afrontar la presencia de la religiosidad eclesial, en la sociedad y en la cultura. Tomaremos en consideración inquietudes que se hacen ya presente con carácter de urgencia a muchos cristianos, a estudiosos y a observadores de este orden de realidades.
Impugnada su presencia en el ámbito filosófico, marginada de la esfera política y económica, reducida, como se vio, al terreno de lo privado, hay sin embargo diversas voces que comienzan a reclamar de nuevo la función pública de la religión, y en particular del cristianismo, como una contribución que podría servir de paliativo a las múltiples consecuencias que trae consigo esta ausencia de identidad y de sentido en la sociedad y en la cultura, de que se ha hablado. ¿Será ésta una vía con futuro para la trascendencia? Analicemos la cuestión aunque sea a través de una primera aproximación.
He aquí algunas proposiciones aisladas que registramos en este sentido, todas ellas significativas:
Según postula Michael Walzer, por ejemplo, una religión tolerante podría en las actuales circunstancias contribuir seriamente al equilibrio en una sociedad que se ha encaminado por la vía del secularismo liberal. El conocido Gianni Vattimo -teórico del “pensiero debole”- nos dirá mientras tanto que la animación ética de la política y la formación éticamente comprometida de la conciencia pueden recibir mucho de la profesión de una fe religiosa. Para Peter Berger, por su parte, la persona que vive en una sociedad avanzada puede, afirmará, a través de la religión, tener la posibilidad de redefinir su identidad personal y social, en términos que la cultura por sí sola no puede proporcionarle. De su lado Bryan R. Wilson sustenta que la racionalidad moderna y sus soportes (lógica de cambio, juego de intereses, individualismo absoluto, objetivos de éxito) han demostrado su impotencia para construir una vida que garantice seguridad, imposible de obtener sin valores estables como los que provee la religión, la cual se sustrae al juego de las pasiones individuales.
A bastante distancia de los padres del iluminismo, que veían en la religión el principal enemigo de toda libertad, en varios países europeos -Francia, Italia, España- también se han desarrollado en el último tiempo encuentros y trabajos de investigación en orden a la búsqueda de valores comunes de identificación, de raíz religiosa [6].
3. Trascendencia, ¿y relativismo cultural?
Evidentemente, está de más decirlo, esta solicitud que se eleva a las religiones institucionalizadas, se ubica en el actual contexto de pluralismo religioso prevaleciente al interior de las diversas naciones occidentales, en las que comienza a escocer cada vez más la herida de la crisis de sentido. ¿Asoma aquí, entre tanto -a partir de esta demanda-, otro riesgo mayor?
Un optimismo superficial podría, desde luego, inclinarnos a asumir esta realidad sin mayor cuidado. Prestemos, sin embargo, oídos a la prudencia.
Si a modo de hipótesis de trabajo, nos inclinamos por la afirmativa, deberíamos comenzar por decir que este riesgo radica en el relativismo cultural, que en ningún caso es un ingrediente de importancia menor en el marco de la modernidad.
En efecto, sabemos, como ya se dijo, que la cultura moderna rechaza en sí mismo el concepto de verdad absoluta y exclusiva, y se encuentra, por tanto, en la imposibilidad teórica de aceptar una determinada religión como verdadera, esto es, como depositaria de la verdad. Consecuencia de ello, en las sociedades avanzadas muchos creyentes, sobre todo aquellos más sensibles a la cultura, viven de esta manera, al interior de sí mismos, una condición extraña y fuertemente paradojal: profesan la fe, sin la certeza de que aquella sea la verdadera fe. Les llega a suceder, en realidad, que incluso se ha desvanecido en sus espíritus la misma idea de una fe profesable con carácter exclusivo.
Constatamos, de hecho, que la experiencia de la modernidad induce a asumir como propia la idea de que se forma parte de un mundo compuesto por muchos modelos de vida, caracterizado por diversos tipos de fe, ninguno de los cuales puede reclamar una validez real y definitiva a la cultura y al ambiente social en que se encuentran insertos. Como es natural, esta conciencia puede producir el debilitamiento del propio credo religioso. Por lo demás, ¿cómo podría no debilitarse una fe que se reconoce como relativa, que no se propone más en términos exclusivos? [7].
Toda religión, por la fuerza de este contexto, tiende así a transformarse en un factor ya inmerso en la cultura del relativismo, y a ser interpretada, a recibir su nuevo sentido, desde las claves de esa cultura y no ya desde las que le proporciona su propia tradición [8].
La preocupación y el escepticismo por los resultados de esta solicitud para que la religión asuma la tarea secular de afianzar una identidad moral debilitada –destacando sobre todo como memoria histórica y reafirmación de valores universales- ha sido formulada ya desde hace tiempo, incluso por intelectuales que no se identifican oficialmente con una iglesia determinada [9].
Se avizora, en este horizonte, un tácito reconocimiento que la sociedad actual y la cultura darían a la religión institucional, a cambio de su colaboración, como depositaria que es de cierto humanismo que precede y va más allá de toda cultura. Se trata de un humanismo que llega a confundirse con las creencias específicas -con el cristianismo, concretamente, en Occidente- y que ha estado en la génesis de los valores comunes que la cultura moderna necesita ahora reencontrar. Pero esta cultura, llegado su momento, separa esos valores de la propia creencia; reconoce el rol ético que podría jugar la religión, mas la restringe y relativiza en el espacio de lo propiamente religioso, como es el de la fe. Aplaude a la religión cuando ésta hace presente su patrimonio, de valores socialmente compartibles y juega así un papel social y político. La margina, en cambio, según el modelo laicista imperante en la modernidad occidental, apenas ella emerge para proponer su doctrina específica [10].
“El riesgo de fondo -apuntarán algunos autores- no será sólo el de subordinar la fe a la ética, sino el de empobrecer -a largo plazo- aquella identidad religiosa, única capaz de alimentar de modo significativo (y no debilitado) las fibras éticas de la sociedad. La reducción de la fe a mera función social puede ser por lo tanto el costo que las iglesias arriesgan pagar por operar en un contexto carente de referencias éticas” [11].
Este riesgo, sin embargo, es mayor para el cristianismo. Los hombres de hoy pueden estar “relativamente disponibles para aceptar figuras de salvador que prometen la redención de los males de la existencia humana (P.L. Berger), pero se les hace del todo difícil comprender la locura de la cruz, el escándalo de un Dios que toma carne humana y sufre la humillación y la muerte por el precio de la redención. La predicación de la cruz como núcleo del Evangelio es difícil de asimilar de parte de una cultura que tiende a la autorrealización, a la continua búsqueda de garantías de seguridad mundana, que es refractaria a la idea del despojo y del abandono, que no atina ya a dar un sentido al dolor” [12].
El modo, en definitiva, como esa cultura se aproxima a la religión con sus solicitudes, es necesariamente tributario de lo que se ha dado en llamar la inteligencia posmoderna, [13] con todo el riesgo de vaciamiento de contenidos esenciales que supone para el cristianismo. Se la puede caracterizar como una actitud desencantada, que difícilmente habrá de reconocer una verdad que le trascienda, plegarse a una norma que no derive de la propia razón, del propio libre arbitrio. Frente a la suprema trascendencia y bondad divina que viene al encuentro del hombre y le regala su salvación, no se da en ella la disposición del pobre que acepta, reconocido, la humildad de corazón para abrirse al don. Hija del iluminismo y de la modernidad, es una inteligencia que exige para sí la brújula de la razón y el timón de la libertad al afrontar el sentido de la existencia y la orientación en la praxis, a distancia de ilusiones trascendentes, anclada tenazmente a lo finito y a lo empírico [14].
Si es del contexto de esta filosofía, cargada por estos prejuicios, que deriva el interés de la cultura actual por la religión y su delimitación a la esfera ética y social, se imponen entonces para las religiones institucionales, sobre todo para el cristianismo, las reservas propias de la prudencia y los cuidados de un diálogo bien llevado [15]. Particularmente cauto deberá ser el observador cristiano cuando se imponga, por ejemplo, de iniciativas tales como la del Inter Action Council, institución que reúne a un grupo de ex estadistas de diversas nacionalidades, que a medio siglo de la Declaración universal de los derechos del hombre (1948), ha propuesto a las Naciones Unidas una Declaración universal de los deberes del hombre, que pretende sentar las bases de una nueva moral de alcance global. De esta preciso proyecto ha hablado con entusiasmo el ex canciller alemán Helmut Schmidt, describiéndolo como “un mínimo universalmente aceptable de estándar ético, válido no sólo para los individuos, sino que ante todo para las autoridades políticas y las confesiones religiosas” [16]. El proyecto, inspirado según declaraciones de sus mentores en una ética kantiana, a la luz de una perspectiva crítica fundada en la fe cristiana, incide de lleno en lo tratado aquí.
4. ¿Cómo proceder?
En el curso de una entrevista que tuve el honor de hacer en Roma al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, para el diario El Mercurio [17] -diálogo en el que se abordaron algunos de estos temas-, Su Eminencia puso de relieve que el magisterio del actual Pontífice ha mostrado que el conflicto fundamental de nuestro tiempo es moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán siendo insolubles si no se encara esta realidad central destacó. Pero el conflicto moral, por su parte, no se puede separar de la cuestión de la verdad. Y ésta se encuentra asimismo indisolublemente unida a la búsqueda de Dios. Estamos efectivamente frente a la tentación de presentar el valor útil de la fe, comenta su Su Eminencia, dando menor importancia a su sustancia propiamente religiosa. Mas es necesario tener claro que donde el cristianismo se reduce a la moral muere como fuerza moral, concluyó.
Dicha observación nos recuerda una preocupación permanente de la Iglesia. La responsabilidad del cristianismo y de la misma Iglesia de hacerse presente ante el mundo con su identidad específica -rechazando el papel puramente político y social que le asignan poderosos sectores de la sociedad, de la cultura y de la vida pública de las naciones- ha sido continuamente puesta de relieve, en las pasadas décadas, a través de los documentos del Magisterio, en especial de los Papas y del Concilio Vaticano II [18].
Este riesgo inherente a la tentación de sumergirse en el plano moral con detrimento del religioso, tiene asimismo mucho que ver y se confunde hoy -en el marco de lo que Pablo VI definió en su primera encíclica, la Ecclesiam Suam, como “conformidad con el espíritu del mundo”- con la confianza en la iniciativa humana, impregnada por los estilos de la cultura dominante: espectáculo y espectacularidad, protagonismo, triunfalismo. El cristianismo tendrá como desafío evitar transformarse en pura ética o en pura función social, mas para esto deberá predicar la fe, no olvidando el sentido de la esperanza y de la redención mesiánica.
Franco Garelli, que ha investigado sobre los efectos de ese desarraigo y de esa pérdida de identidad capaz de debilitar a la misma religión, en un contexto de excesivo pluralismo, advierte sobre el problema del lenguaje: “¿Qué sentido tiene utilizar un lenguaje profano para predicar lo sacro? La intención puede ser, por cierto, la de llevar a todos el mensaje religioso, acercándose de este modo a las “demandas” de la gente, utilizando los medios que proveen los tiempos actuales. Pero tal vez esta “proximidad” de lenguaje y de instrumentos puede también diluir la novedad y radicalidad del mensaje religioso. Hoy se advierte la necesidad de propuestas específicas. Alguna de estas propuestas, para ser eficaces, deben plantearse en términos de “contracorriente” respecto de la cultura prevaleciente, inclinarse ante las necesidades del hombre pero ampliarle al mismo tiempo el horizonte (al hombre)” [19].
La ética cristiana, siendo fruto y expresión de la fe en Jesucristo, difícilmente puede ser el ancla de una sociedad y de una cultura que no se abren a esta fe y cuya estructura arraigada principalmente en la diversidad de los valores éticos. En tal contexto, la fe, con sus valores propios, no deberá renunciar a ponerse como propuesta crítica, invitando a la sociedad a considerar metas más altas [20].
Escuchamos al Concilio Vaticano II decir: “El futuro de la humanidad vuelve a encontrarse en las manos de aquellos que son capaces de transmitir a las generaciones del mañana razones de vida y de esperanza” [21]. También la propuesta de la nueva evangelización que nos ha hecho el Santo Padre viene signada por la invitación a “cruzar el umbral de la esperanza”. Necesario será para seguir este camino de esperanza apuntar al horizonte de la eternidad, superando al trivialización en que se desvanece la cultura del sin sentido.
El desafío de educar a las personas y a las familiar para la esperanza pasará en todo caso por recuperar el sentido de la verdad y superar con ello el engaño que lleva a creer al hombre moderno, encerrado en una perspectiva inmanentista, que es dueño absoluto de sí mismo [22].
Una palabra, por fin, sobre la esperanza referida al continente latinoamericano. En Puebla se afirma con claridad que la cultura de América latina tiene un “real sustrato católico”, que se manifiesta en los distintos ámbitos de la vida, aunque quede todavía mucho por evangelizar [23]. Resulta ello consistente con lo que una década antes de dijera de esas mismas tierras americanas en Medellín, con ocasión de la primera visita de un Papa al continente. Se habló entonces de un “continente de la esperanza”, tanto para la Iglesia como para el mundo. Esa llama sigue enteramente viva, pero es necesario cuidarse de los efectos de un optimismo fácil. El secularismo, con su implacable fuerza globalizante, penetra profundamente nuestra cultura y nuestra sociedad. El consumismo como forma de vivir, las sectas y el desajuste moral ponen en serio peligro la integridad de la fe y la vida de nuestros pueblos. Cabe también la posibilidad de quedarnos con una esperanza frustrada.
La esperanza es una virtud fuerte, realista, comprometedora. Quien espera desea en forma ardiente el bien esperado y por ello mismo vigila atentamente para no perderlo y ser compromete en primera persona para realizarlo. Esta es la respuesta, es el aporte al futuro de la trascendencia en el contexto actual de choque de culturas y civilizaciones, que estos pueblos jóvenes -sus personas y sus instituciones, de modo particular sus Universidades católicas- están llamados a dar, para ser responsables del don de la fe que Dios les ha regalado.
Aporte que llega a tener un alcance inconmensurable y universal al tomar conciencia de que, si se pierde la esperanza cristiana, de la esperanza puramente humana no habrá ya mucho que esperar.