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- Jaime Antúnez A.
Saludo especialmente al Sr. Rector, Dr. Ignacio Sánchez, que preside este acto. Saludo a nuestro invitado especial, el ex presidente de Chile, Don Ricardo Lagos, que nos honra con su participación en este Coloquio. Asimismo, al Sr. Decano de Ciencias Sociales, Profesor Eduardo Valenzuela, quien nos ilustrará con su comentario. Autoridades, querida comunidad universitaria, amigos y lectores de Humanitas, invitados todos:
Muchos años atrás, en esta misma hermosa aula, repleta también de público, en un mediodía como hoy, ante un auditorio de edades diversas y deseoso de oírlo, el gran escritor y miembro de la Academia Francesa –intelectual que figuró ya joven en la Resistencia, con quien Juan Pablo II trabó tan íntima y célebre amistad– me refiero a André Frossard (el hijo de Oscar Frossard, antiguo secretario general del Partido Comunista francés), respondía aquí, en el intenso diálogo que se produjo, a una pregunta sobre la Revolución Francesa, cuyas resonancias hace sentido traer al inicio de este Coloquio.
Libertad, Igualdad, Fraternidad, explicaba Frossard, no son al fin y al cabo sino tres nociones fundamentalmente cristianas, que en ese momento histórico –y por un fenómeno de evolución interna de la sociedad civil– “enloquecieron”, llegándose así a que, en nombre de ellas, se pudieran acometer toda serie de extravíos dominados por pasiones irracionales.
En una suerte de paralelo histórico, el Papa Francisco –que muchas veces (aunque no se quiera oír demasiado bien…) insiste en que “no vivimos hoy una época de cambios, sino un cambio de época”– ha subrayado a este propósito que, lo más frecuente en tales circunstancias históricas es que se acompañen movimientos en la corteza terrestre de la sociedad civil, por así decirlo, que provocan desestabilizaciones profundas y extensas, muchas veces inesperadas. Ha ejemplificado en tal sentido con el fenómeno de la corrupción, movimiento telúrico que, de no tomarse especial cuidado, puede arrastrar, dice, incluso a quien está muy advertido frente a ella.
¿Qué nociones éticas o religiosas “enloquecidas”, como las llamó Frossard refiriéndose a la clásica trilogía de la Revolución Francesa, descubrimos hoy mirando el evidente movimiento de cortezas terrestres que agita a la sociedad civil, con similitudes bien asombrosas de una latitud a otra del planeta? ¿En qué pueden parar las tantas y tan maravillosas posibilidades abiertas al hombre por la razón moderna, fruto de tanta sabiduría y virtud acumu-lada por siglos, a causa del desquicio de una racionalidad que se pierde –suerte también de “enloquecimiento”– encapsulándose reductivamente en el espacio puramente empírico-tecnológico?
Algo de ello atisbamos en lo que nos dice el n° 189 de la Laudato si’ acerca de los cambios de paradigma, párrafo transcrito en la invitación a este Coloquio. ¿Hasta qué punto la sumisión de la política a la economía y de ésta al paradigma eficientista de la tecnocracia no está en la raíz de un irracionalismo –de una decodificación del lenguaje moral que hace sordo el diálogo sobre las cuestiones fundamentales del hombre– situación que también inhibe o enerva el ejercicio inteligente de lo político? [1].
Evidentemente, no es de menor importancia, en el conjunto de este documento papal y de cara a nuestro contexto histórico actual, el reclamo que estampa la Laudato si’ de una imperiosa necesidad de que la política y la economía entren en diálogo, para colocarse decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana.
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Además del conocimiento y experiencia recogidos como enviado especial de Naciones Unidas en el tema de la crisis ecológica –Lo que está pasando en nuestra casa, según lo describe el capítulo primero de la encíclica del Papa Francisco– nos alegra tenerlo aquí, Presidente, precisamente como un hombre político que conoce también la economía moderna y a quien es difícil negarle –por mucho que podamos racionalmente discrepar en diversas materias– un fuerte compromiso con el bien común. Entramos con ese primordial tema en el ámbito de la antropología, es decir, de La raíz humana de la crisis, capítulo segundo de la encíclica.
Esta Universidad, como Usted sabe, la constituye una comunidad que, a través de 125 años de intensa existencia –pisando por los empedrados naturales de cada tiempo, siempre “alta la frente”, como canta su himno– ha conformado un referente educacional de primer orden, donde la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana, forman parte de la misma fe. No podemos cerrarnos a la evidencia de que ha sido, muy principalmente, la honda consecuencia de varias generaciones con este ethos –lo que da su identidad específica a la Pontificia Universidad Católica de Chile– el que verdaderamente generó el impulso que la ha llevado a ocupar el primer escalafón de universidades en nuestro continente, y a ser hoy una universidad categorizada en el mundo entero. Un auténtico orgullo para Chile.
Este camino, al contrario de lo que suelen dictar los estereotipos ideológicos sobre la fe, no constituye –precisamente porque sería contrario al propio espíritu de la fe– un ideario fijo, un refugio “quietista” de la inteligencia para no pensar, una verdad adquirida y poseída en lugar de una verdad que nos posee y que vivimos para conocerla. Es un camino, como decía John Henry Newman –cuya obra, como la del Aquinate en las escribanías de Trento, estaba virtualmente presente en las escribanías de los padres del Vaticano II– es un camino, decía Newman, “ex umbris et imaginibus in veritatem” (“de las sombras y de las imágenes hacia la verdad”).
El encuentro entre la fe y la razón no se debilita sino que se enriquece con las preguntas de la razón. En un tiempo en que no sólo se invoca el “pensamiento débil” como filosofía –lo que puede constituir un problema acotado a discutir– sino que, mucho más grave –y en gran parte por las razones paradigmáticas sumariamente mencionadas– la razón se debilita; el emotivismo y el pragmatismo puro y duro toman su lugar –arrastrando a un relativismo práctico, todavía más grave que el doctrinal, dice Francisco en su encíclica–. En esas circunstancias, el ejercicio consistente de la razón se agradece en orden a ese diálogo fe y razón. Por lo demás, todos lo sabemos y Usted también, Presidente, la consistencia de ese ejercicio de la razón, cuando se refiere al esencial y hoy debilitado ámbito de lo político, es premiado por el reconocimiento público.
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Sobre qué y cuánto tenemos nosotros, chilenos y latinoamericanos, para aportar a la solución de la crisis ecológica –“una eclosión o manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad”, apunta el n°119 de Laudato si’– podrá decirnos mejor que nadie don Ricardo Lagos en su exposición o en la ronda de preguntas.
Dos palabras, antes de terminar, sobre algo que me sugiere el capítulo sexto de esta hermosa encíclica, titulado Educación y Espiritualidad ecológica. Apela aquí el Papa a “la gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, que ofrece un bello aporte –dice– al intento de renovar la humanidad” (LS 216). Para superar la crisis, se necesitan nuevos hábitos, difíciles de asumir en la cultura dominante, reconoce. No siendo suficientes las leyes y normas, se requieren motivaciones más hondas, capaces de generar un cambio personal. “La educación ambiental debería disponernos a dar ese salto hacia el Misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo” (LS 210).
Es bien evidente suponer –y también don Ricardo nos podrá ilustrar de ello– que la cúpula de las Naciones Unidas, compuesta de diplomáticos, científicos, agentes en terreno y mucho más, espera de las religiones una reflexión y una acción coherente respecto de los deberes morales de defender la naturaleza, como también de proteger a las personas más pobres, marginadas e indefensas y de defender la paz. Las religiones tienen, en efecto, un incomparable poder de convocatoria de la gente, como lo muestra, por ejemplo, el culto semanal y sobre todo las grandes festividades públicas. A ellas cabría, pues, en este particular caso, una contribución insustituible en orden a educar la conciencia de modo integral y holístico, así como ecológico.
¿Qué ventaja comparativa se me ocurre tiene en esto la América morena, el mayor conglomerado humano católico en el mundo?
Apelando a mi experiencia personal, quiero recordar lo que me dijo una gran personalidad de nuestra cultura latinoamericana con la que, por mi condición de editor, llegué a tener cercanía. Octavio Paz, más tarde premio Nobel de Literatura, era agnóstico, pero su inteligencia, su extraordinaria cultura y gran sensibilidad en cuanto al conocimiento de su pueblo, le hacían vibrar hondamente con los temas religiosos y antropológicos. Hablando así para una entrevista con El Mercurio, de algo muy parecido a lo que dice en la Laudato si’ el Papa Francisco, sobre el peligro –tanto o más dañino que la alteración de los ecosistemas– que significa la desaparición de una cultura por un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción.
Expresó Paz, de improviso, sin que nadie se lo preguntara: “Muchos se admiran de que México, a pesar de tener al frente al país más poderoso de la tierra, haya resistido con cierta fuerza la invasión de su cultura (…) Hemos resistido por la fuerza que tiene la organización comunitaria, sobre todo la familia, la religión tradicional, las imágenes religiosas. Creo que la Virgen de Guadalupe ha sido mucho más fuerte que todos los discursos de los políticos del país. Estas formas han preservado [también] el ser de América latina”. (Esto lo decía a fines de los ochenta. Veinte años después teníamos la notable confirmación de lo observado por Octavio Paz en el libro “La Reconquista”, de Samuel Huntington, sobre lo que no me puedo extender).
En síntesis, estos Juanes Diegos que somos todos nosotros, los latinoamericanos, tenemos una marca en el alma, personal y de la cultura de nuestros pueblos, que nos favorece potentemente frente a la crisis.
Ella dice relación a una sintonía mayor con la conmiseración y con nuestra condición creatural [2], óptica fundamental del Concilio Vaticano II, y en cierto modo clave de la cuestión religiosa moderna. No en vano, se ha comparado esa intuición religiosa que se formula interiormente el joven Newman anglicano, lo que cambió su vida y su entender y dará pie, más tarde, a su profunda Gramática del asentimiento, con lo que fue el Cogito cartesiano para la filosofía y el pensamiento moderno: su percepción central del “me and my Creator” (“yo y mi Creador”).
En la zaga de esta cosmovisión guadalupana de América que expresó el gran ensayista y poeta mexicano, pedimos a la Patrona de América que nos ayude a hacer cierta nuestra esperanza.