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- Francesco D’Agostino
Aunque la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, el anuncio de la encíclica Evangelium vitae presenta una postura jurídica original respecto a la tradición. Su novedad no se inscribe en un horizonte filosófico-conceptual, sino que apunta a una diferencia de tipo hermenéutico. En su base se encuentra la referencia a la inocencia, sin la cual la experiencia jurídica pierde su significado intrínseco, adquiriendo al mismo tiempo una dirección completamente opuesta de estructura de dominio. Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención. Tras las actitudes de antipatía despertadas por el texto se oculta una orientación interpretativa que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales. Rechazar la encíclica Evangelium vitae equivale a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca. Es finalmente asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco.
Although the inviolability of innocent human life is a truth constantly taught by the Magistery of the Church, the announcement of the Evangelium vitae encyclical offer an original judicial view, in relation to tradition. Its novelty does not belong to a philosophical-conceptual scope, it points out to a hermeneutic difference. In its base it has a reference to innocence, without which the judicial experience looses its intrinsic meaning, at the same time acquiring a completely opposite direction of power structure. This is the grievous flaw that the encyclical warns us about. Behind the negative reactions the text has aroused, there is a tuype of interpretation that no rewording of the Encyclical can alter in its fundamental principles. To reject the Evangelium vitae encyclical amounst adopting a disenchanted view of the world, considering it an inexplicable enigma and, accordingly, to consider that it is impossible that man may posses an intrinsic dignity. It is, finally, to assume a cold attitude regarding the world, a priori considering it devoid of intrinsic meaning.
1.- L encíclica Evangelium vitae se propone ofrecer al lector un significado, no una especulación de carácter teórico. Esto explica por qué no está dotada, ante todo, de un carácter teológico-especulativo, sino bíblico; y el planteamiento bíblico del discurso no posee evidentemente un valor lógico-argumentativo, sino explicativo, de la imagen del hombre que se pretende sacar de la encíclica. Esta imagen es presentada al lector no como fruto de una elaboración conceptual (que habría que evaluar partiendo de elaboraciones conceptual contrapuestas y llegaría a ser, supuestamente y muy pronto, presa y víctima de pesadas logomaquias), sino porque está dotada de un intrínseco y exigente significado. El lector está invitado a medirse con él.
Este significado se puede articular en tres puntos esenciales, que corresponden a tres momentos esenciales, del kerygma evangélico y entre los cuales existe una estrecha correlación. El primero consiste en que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; por consiguiente, posee una propia e irreductible dignidad que da un significado intrínseco a su vida, que otorga a su vida un carácter sagrado específico. En segundo lugar, el hombre ha sido creado, en Adán, como miembro de una única familia humana; por consiguiente, la igualdad fraterna entre los hombres tiene primacía respecto a cualquier posible diferencia, y les impone como principal virtud social la compasión y la solidaridad. En fin, por haber sido querido y creado de tal modo por Dios, el hombre tiene el don de la razón que -incluso con sus límites no trascendentes por ser criatura- lo hace capaz de conocer la realidad según la verdad y de percibir la positividad intrínseca; por consiguiente, el hombre está abierto a la verdad y no debe desconfiar de la razón, ni mucho menos dejar de esperar en las posibilidades de esta última, sino más bien utilizarla con rigor y según su conciencia.
La esencia de este anuncio es, desde luego, sólida, y no se puede reducir a un genérico paréntesis. Pero, al mismo tiempo, es un anuncio no dogmático: no pretende un consentimiento con prejuicios, o irracional, o fundado en las tradiciones o creencias ancestrales. Es un anuncio que se remite -utilizando las palabras de la encíclica- a “una ley natural inscrita en el corazón del hombre” (n. 70), es decir, un anuncio que supone hallar una correspondencia en exigencias profundas cuya presencia todo hombre puede descubrir en su interior. Se trata de un mensaje que lanza un desafío hermenéutico radical a distintos paradigmas conceptuales presentes y dominantes en el mundo actual. Voy a tener en cuenta uno solo, el más destacado.
2.- “El absoluto carácter inviolable de la vida humana- leemos en la encíclica- es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio […] Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (n. 57). Con absoluta coherencia respeto a esta sólida proclamación, en un párrafo sucesivo, la encíclica afirma que “las leyes que, como el aborto y o la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos e inocentes, están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley” (n. 72).
La insistencia en la inocencia es muy interesante, desde distintos planos: en primer lugar, como es evidente, desde el ámbito estrictamente teológico, con la clara referencia que se hace en la encíclica a la autoridad de Pedro y de sus sucesores y al fundamento que la alimenta. Observemos, sin embargo, cómo la argumentación teológica que se utiliza en la encíclica se extralimita, en ciertos casos, con relación a la argumentación cultivada generalmente en la tradición. No hay duda de que es absolutamente cierto que la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, a partir de los datos unívocos de la Escritura y de la tradición. Pero es verdad también que el anuncio de la Evangelium vitae presenta un carácter de novedad respecto a la tradición y, precisamente por ese carácter, tiene, además de un interés estrictamente teológico y magisterial, una indudable importancia antropológica y hermenéutica. Hay que considerar, por ej., la frialdad con que Sto. Tomás discute utrum sit limitum occidere homines peccatores (Sum. Theol., Ila-Ilae, q. 64, art. 2): un texto que resume con una lucidez incríble siglos de reflexión teológica. Sto. Tomás, junto a otras, anota la objeción más grave a la licitud del homicidio (loc. Cit. N. 3): “illud quod est secundum se malum nullo bono fine fieri licet … sed occidere hominem secundum se est malum, quia a omnes homines debemos caritatem habere…ergo nullo modo licet hominem peccatorem interficere”.
Para superar esta objeción, Sto. Tomás se ve obligado a negar que el homicidio es un mal secundum se. En efecto, su respuesta, bajo este aspecto, es muy clara: “homo, peccando, ab ordine rationis recedit, ei ideo decidit a dignitate humana… et ideo, quamvis hominem in sua dignitate manentem occidere sit secundum se malum, tamen hominem peccatorem occidere potest ese bonum, Sicut occidere bestiam: peior enim est Malus homo quam bestia et plus nocet”. (ad 3).
El texto de la encíclica no contradice formalmente esta argumentación tomística. Pero mientras Tomás llama la atención sobre el tema de la culpa (tema que, desde la perspectiva teológica propia de la Summa, coincide con el del pecado), la encíclica despierta el interés sobre el tema de la inocencia. A Tomás le interesa demostrar que eliminar al culpable puede ser lícito (con la condición -nos explica él en el siguiente art. 3 de la misma quaestio 64- de que la decisión sea tomada, no por privados, sino por una autoridad pública y con finalidades relacionadas con el bien común, y, sobre todo, que no la tomen los clérigos porque ellos, en virtud de su ministerio, están llamados a representar a Cristo, “qui cum percuteretu non repercutiebat”). A la encíclica le interesa, en cambio, mostrar que la vida humana inocente es sagrada. Nos hay contradicción, evidentemente, entre los dos horizontes. Pero entre ellos existe una orientación hermenéutica muy distinta que, si, por un lado, dificulta la integración de la argumentación tomística en nuestro horizonte cultural, por el otro, da al anuncio de la encíclica un significado muy rico. La referencia a la inocencia destaca, en primer lugar, que el anuncio de la encíclica no se refiere a la vida como mero hecho biológico. El hecho obviamente biológico constituido por la vida se llena -en modo particular para el hombre- de un significado que parece perderse en la cultura dominante hoy, y sobre el cual la encíclica insiste con todo el vigor posible. Como hecho biológico, la vida no es ni bien ni mal: es un mero dato que se presenta a nuestra constatación y, eventualmente, a nuestra capacidad de investigación científica. Si se considera, en cambio, desde el punto de vista de la inocencia, la vida impone una inmediata referencia al bien. Si no se puede disponer de la vida, incluso de la vida del feto, ni de la de los enfermos, ni de la del moribundo, es porque la vida es intrínsicamente buena, porque tiene intrínsecamente un significado: un significado que la maldad, el delito y la culpa pueden ciertamente alterar y deformar, pero que no logran nunca suprimir, y que la ley del Estado debe respetar en todo caso, porque, a partir de dicho respeto, la ley del Estado, a su vez, adquiere un significado (desde esta perspectiva hay que leer las muy sopesadas consideraciones de la encíclica sobre la pena de muerte en el n. 56). La alternativa a este paradigma es, según el anuncio de la encíclica, extremamente clara y preocupante: cuando la ley civil se arroga el derecho de censurar el significado de la vida humana (en vez de ponerse a su servicio), lo que resulta no es un desarrollo, sino un empobrecimiento -hasta el límite de la destrucción- del significado. Vemos hoy, con absoluta claridad, lo que Sto. Tomás, hombre de su tiempo, de ningún modo podía percibir: la dialéctica social vida / muerte ya no corresponde a una dialéctica culpa / inocencia. La pérdida del tema de la inocencia (y del tema correlativo de la culpa) hace corresponder esta dialéctica, desde la perspectiva estrictamente sistémica, hoy triunfante, a un mero código binario, funcional para el equilibrio social y absolutamente para nada más. Por eso el llamamiento de la encíclica al tema de la inocencia, aunque, por un lado, parece ser una mera confirmación de una doctrina tradicional, e incluso es presentado exactamente bajo ese aspecto, adquiere, en cambio, para quien tenga una adecuada sensibilidad hermenéutica, el valor de una clave, capaz de caracterizar en lo más profundo el significado de la existencia humana.
3.- Elaborar una correcta hermenéutica de la inocencia nos llevaría muy lejos. Limitémonos, en todo caso, a observar cuán precioso es este llamamiento para la experiencia del jurista. Si nos situamos en la perspectiva de significado que nos proporciona la encíclica, podemos comprender cómo es posible suponer y construir todo sistema jurídico a partir de dos paradigmas contrapuestos, cuya diversidad radical se puede percibir mejor, precisamente, asumiendo la categoría de la inocencia a manera de papeleta de tornasol, por decirlo así.
El primer paradigma es aquel por el cual el derecho es una estructura al servicio de la voluntad del poder, y con carácter funcional para llevarlo al máximo: esta es la perspectiva que ama definirse realista o positiva, y cuyo último objetivo es la reconstrucción del sistema jurídico como un anónimo sistema de fuerzas contrapuestas, gobernando, no por la referencia a la justicia (que se considera como un ideal irracional), sino por la efectividad del poder, un poder que, al ser jurídico, se reconoce y descubre sus propias capacidades únicamente en la dimensión de la sanción. Es este horizonte, el tema de la inocencia no puede encontrar ningún espacio; la inocencia ya no es en sí, ya no es el valor que el derecho está llamado a tutelar con vigor; se reduce, en cambio, a una cualificación subjetiva realizada a partir de las categorías normativas del sistema mismo y, por consiguiente, intrínsecamente vacía e insignificante, una benévola concesión que se remite a la arbitrariedad soberana e impersonal con que el mismo sistema puede, a su propia discreción, calificar de culpable a un propio súbdito: entre la culpa y la inocencia no se da, en resumen, ningún salto axiológico; se trata de dos dimensiones, en fin de cuentas, simplemente diversas, por los distintos efectos sociales que se les atribuyen. El éxito de este paradigma se puede sintetizar con las palabras utilizadas por André Gide en su reelaboración dramática del Proceso de Kafka: “La demostración de tu culpa ¿no está acaso en tu pena? Tienes que reconocer tu error y convencerte de lo siguiente: soy castigado; luego, soy culpable”.
El segundo paradigma lee, en cambio, el derecho como estructura cuyo significado último es la defensa de la inocencia. Como garantía de la coexistencia, como sistema de coordinación de las acciones, como administración de la justicia, el sistema del derecho tiene en la inocencia su propio presupuesto, su propia estrella polar, su propio baricentro: los hombres se relacionan recíprocamente porque se entregan los unos a los otros y confían en la recíproca inocencia. La inocencia es, pues, siempre relacional; implica una confianza recíproca; presupone que los hombres conviven y coexisten dentro del respeto de reglas compartidas, objetivas, fundadas no en la prevaricación del más fuerte, sino en el común reconocimiento de lo que corresponde a cada uno. La inocencia, pues, se remite a la verdad de la relación interpersonal. Por eso no existe nada más injusto que la violencia contra el más débil, y nada más desagradable que el engaño cuyo objeto es hacer parecer culpable al inocente. Si a la experiencia jurídica se le quita la referencia a la inocencia, pierde su significado intrínseco, adquiriendo, al mismo tiempo, el significado completamente opuesto de estructura de dominio. Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención del lector.
4.- Son distintas, obviamente, las posibles reacciones de carácter general al leer la encíclica (por lo que se refiere a las reacciones de carácter particular, a veces muy útiles, tanto para el consenso como para el disenso, no es el caso de detenerse aquí). Muchas de estas reacciones, como ya se ha dicho, se ven falseadas por una errónea comprensión hermenéutica de su mensaje, por el injusto temor de que simpatizar con él implique una especie de “entrega” al Magisterio, considerado como autoridad -una especie de subrogado de la autoridad paterna- de la que hay que liberarse y estar lejos a toda costa. Son temores que deberían definirse por lo que son, o sea infantiles, y el único modo para superarlos es leer la encíclica con espíritu libre, como una oportunidad preciosa para hallar en ella una Zeitkritik extremamente lúcida y cabal. Reacciones como la que acabamos de describir son, al fin y al cabo, poco interesantes, aunque muy frecuentes. Exigen una mayor reflexión, en cambio, otras reacciones: sobre todo aquellas que, al calificarse precisamente a partir de una lectura atenta de la encíclica y de una comprensión plena de su anuncio, terminan con la total intención de rechazarlo. Este rechazo, como ya se ha dicho, puede estar motivado por la no aceptación del paradigma conceptual al que se remite la encíclica. Es posible, desde luego, quedarse perplejos ante la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, a la que se refiere la encíclica (n. 72), como ante una formulación conceptual que adopta un lenguaje muy poco hábil, dotado hoy de un escaso impacto cultural, y estimar, por tanto, que sería no sólo posible, sino muy útil, e incluso un deber, formulario nuevamente. Un jusnaturalismo más sutil que el que parece salir de la encíclica habría utilizado categorías conceptuales distintas; probablemente se habría remitido, más que a la ley civil, al sistema del derecho positivo; y más que a la ley moral, a los principios estructurales del derecho. Es decir, habría renunciado a establecer una dialéctica, en fin de cuentas extrínseca, como la que ve contrapuestas la ética, por un lado, y el derecho, por el otro (considerados, ambos, según una formalización legalista), y habría insistido en mostrar que se debe exigir al derecho, no una fidelidad extrínseca a un sistema normativo distinto como el ético, sino una coherencia intrínseca respecto a los propios principios intrínsecos.
Pero el verdadero problema del rechazo a la encíclica, si las consideraciones manifestadas hasta el momento son consistentes, es, en realidad, muy distinto. No se trata de un problema filosófico-conceptual, sino -como se ha notado reiteradamente- de un problema hermenéutico. Tras las actitudes de antipatía despertadas por la encíclica se oculta, en la mayoría de los casos una orientación hermenéutica que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales. Quisiera llamar brevemente la atención, ahora, precisamente acerca de las hipótesis de este tipo.
Rechazar la encíclica equivale, en este último sentido, a considerar sin fundamento el horizonte de significado que ella anuncia. Si éste carece de fundamento, quiere decir que no se puede hacer con él una argumentación racional (esto es fácil de sostener, sobre todo por parte de aquellos que se adhieren a una visión muy estrecha de la racionalidad, es decir, de los que estiman que las argumentaciones, o son estrictamente factuales, o no se pueden fundar racionalmente), sino que cualquier opción en su favor lleva inevitablemente la marca de la mistificación. Rechazar la encíclica equivale, pues, a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable (es decir, que más que un cosmos constituye un caos, que más que un Universum constituye un multiversum). Y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar (si no se vuelve a caer en las mistificaciones de la metafísica y de la religión) que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca (y, por tanto, que la dignidad, sin no es concedida benignamente por quien tiene el poder de hacerlo, cada uno tiene a lo sumo que conquistarla, pero sólo, naturalmente, si tiene el valor de hacerlo…). Equivale a pensar que no sólo la fraternidad, sino la misma igualdad, son mitos e ilusiones (y los mitos, tarde o temprano, se ven desmitificados…). Y coherentemente, que la democracia es un mito, así como la misma ciencia del derecho, por lo menos cuando está llamada a defender la vida inocente como objetivo principal propio. Rechazar la encíclica significa, al fin y al cabo, asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco; pensar que todo intento de donación de significado (como el que hace continuamente la Iglesia, para permanecer fiel a su misión) sea indebido. No quiero decir, desde luego, que todos los que rechazan la encíclica comparten plenamente todas estas conclusiones; pero creo que el hecho de que muy pocos, entre los “laicos”, reconocen que este es el objetivo último y necesario de su perspectiva (o -como dice Alasdair MacIntyre- que entre Aristóteles y Nietzsche no hay nada intermedio), es una clara manifestación de la fragilidad de la cultura dominante a fines del segundo milenio.
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- Cardenal Angelo Scola
¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre. La controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre, sobre aquello en lo que se apoya su dignidad. Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe. Sin embargo, el misterio de la vida se sitúa dentro del misterio de la relación con el otro y con el Creador. El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte. El que pretende manipular uno solo de estos pasos, manipula al hombre. De este modo se manipula la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.
Why is life meaningful and sacred? Man’s life has significance, if man is significant. The present controversy about life is nothing but a chapter in the greater debate man, about the origin of his dignity. A great part of modern culture pretends to save man by distancing him from God, and in so doing, tries to establish a counter position of principle between man’s realization and his faith. Nevertheless, the mystery of life falls within the mystery of the relationship with one another ant with the Creator. Contempt of life is contempt of man and, specifically, life contemplates conception, birth, development and death. Whoever pretends to manipulate one of these steps, manipulates man. Thus the intrinsic relationship between man and God is manipulated, and such pretence, includes a death far worse than that which is inflicted upon another life: the death of self-awareness, the clear understanding of oneself.
¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre. Si el hombre pierde la percepción existencial del valor infinito de su persona, en ese mismo instante su vida pierde el sentido. Se vuelve insensata. De nada vale, en ese caso, la fuga a un vitalismo que pretenda disimular la irremediable pérdida de fondo. Todo vitalismo que olvide la dignidad del hombre se precipita, tarde o temprano, en un naturalismo o en un esteticismo que son sólo formas latentes de afirmaciones de la nada. Como la sombra de un sueño que huye (Shakespeare). Desde esta perspectiva, la vida se vuelve como lo repetía uno de los maestros de la filosofía contemporánea, Martín Heidegger, “ser para la muerte”.
Por consiguiente, la controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre. ¿Quién es el hombre? ¿Quién soy yo? ¿Por qué el yo, por qué el hombre tiene un valor irresistible?
1. Fundamento de la dignidad del hombre y, por tanto, del valor de su vida
¿En qué se debe apoyar la dignidad del hombre y, por tanto, la dignidad de la vida misma del hombre? Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe (J. P. Sartre), o de seguir defendiendo al hombre prescindiendo de la fe (Heidegger). Este intento ya ha dado pruebas abundantes de fracaso, y el resultado es que hoy ya nadie hable de humanismo. En realidad, como escribió Juan Pablo II en la Evangelium vitae, “a la rebelión del hombre contra Dios… se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre” (n. 8) y, antes, del hombre contra sí mismo. Como decía el Cardenal De Lubac, el hombre puede organizar, sin duda alguna, una tierra sin Dios, pero sin Dios él no puede, a fin de cuentas, sino organizarla contra el hombre. Si el otro hombre no es de Dios, no es “propiedad” de Dios, puedo hacer de él lo que quiero. Pero si el otro es propiedad de Dios, tengo que respetar esa pertenencia divina. Y si la pertenencia a Dios, como criatura, es una prerrogativa del hombre, yo también soy propiedad de Dios y, por tanto, estoy unido al otro con un vínculo substancial. El sentido de la dignidad de mí mismo, de mi persona y de mi vida, está vinculado estrechamente al sentido de la dignidad del otro, pero ninguno de los dos vale si el hombre, como afirma Sartre en su conferencia “El existencialismo es un humanismo”, es “uno que debe llegar a ser sí mismo de la nada. Por este camino, el hombre y su vida pronto se vuelven una pasión inútil”.
Así, al abandono de la presencia de Dios no ha seguido la exaltación del hombre y de su existencia, sino, por el contrario, el desprecio de sí mismo y la pérdida del criterio de la relación social con el otro. “¿Qué clase de vida es la nuestra, si no tenéis una vida en común?”, pregunta el poeta (T.S. Eliot); pero ¿cómo es posible una vida en común si esa comunión no es ya principio de nuestro ser, si la relación con el otro y con la vida del otro no es para nosotros coesencial y connatural? Una vida solitaria y transcurrida en una mala soledad no es, desde luego, la aspiración del hombre, e incluso un escritor contemporáneo hablaba de la superación de este estado como problema central de la vida misma.
2. Contradicciones de la sociedad en la concepción de la vida
La encíclica Evangelium vitae aborda el cuadro de conjunto de todas estas temáticas y representa, por tanto, un documento extraordinario en la actual controversia sobre el hombre. Llega incluso (por la concepción no solipsística de la persona humana y de la vida del hombre) a formular un penetrante juicio social y una poderosa crítica del pensamiento y de las evidencias socialmente dominantes, en momentos en que gran parte de las voces se elevan en el Occidente únicamente para defender los privilegios y el bienestar material adquirido y amenazado por otros “mundos”.
En realidad, la Evangelium vitae capta un aspecto inédito de los atentados contra la vida humana, que se multiplican sobre todo cuando es débil e indefensa, en su comienzo (nn.58-63), y cuando termina (nn. 64-67). Esta es la dimensión social de su realización. De hecho, estas prácticas contra la vida tienden a ser reivindicadas, a nivel de la opinión pública, como derechos de la libertad individual; se llevan y buscan una legitimación en las normas jurídicas de los estados, separando radicalmente la ley civil de la ley moral (cf. N. 68-77).
Con esto se introduce algo explosivo en la convivencia democrática. En el centro de la convivencia social reglamentada por la ley ya no se encuentra el reconocimiento de los derechos originales e indispensables, válidos para todos y cada uno, partiendo del derecho más fundamental: el derecho a la vida. Alejada de las bases morales, la democracia corre el peligro de volverse un pretexto para hacer prevalecer el derecho de los más fuertes contra los más débiles.
La “cultura de la muerte”, que amenaza al hombre y su civilización, se desarrolla allí donde la vida humana deja de ser un valor sagrado e inviolable y se transforma en un bien de consumo que se valora según su utilidad o su goce. Así, “la calidad de la vida” se vuelve un criterio materialista. El sufrimiento es inútil, el sacrificio por los demás es injustificado, el niño que crece en el seno materno es un peso que se puede eliminar sin remordimientos.
En esta encíclica, Juan Pablo II reveló la división interna que aqueja a una sociedad que, por un lado afirma la inviolabilidad de los derechos humanos y luego se declara favorable a la manipulación del evento que constituye el fundamento de todo derecho real y posible: la vida.
El Papa analizó también la esquizofrenia de la que padece el Occidente en otra de sus manifestaciones macroscópicas: la división entre la afirmación de la necesidad de una moralidad “publica”, por un lado, y la de una supuesta indiferencia de la inmoralidad “privada”, por el otro (cf. Nn. 69,101). Aquí también se manifiesta, de otra forma, lo ilusorio que es creer que se puede resolver la relación entre la moral y la política sin resolver aquella que existe entre el sentido del Misterio (religioso) y la moral, entre la fe y la moral. Es errónea la convicción de que es posible mantener vivos los valores que entraron en la historia de Europa con el cristianismo, si se separan de una referencia concreta a Cristo. Los efectos devastadores de ese “experimento” son presentados con sumo realismo por el Santo Padre. Entre ellos, la pérdida: a) del correcto y sano sentido de sí mismos; b) del significado del propio cuerpo; c) de la propia sexualidad; d) de la propia vida; e) de la experiencia del sufrimiento; f) del significado de la muerte.
3. El hombre, camino de la Iglesia
Ante este envilecimiento de la dignidad del hombre, en los distintos campos de su existencia, el Papa reafirma que “el hombre es el camino de la Iglesia”, puesto que el Hijo de Dios se hizo hombre y eligió la humanidad como vida propia. La Iglesia lleva en sí misma la afirmación concreta de la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres.
Como exclamó Pablo VI al terminar el Concilio Vaticano II: “Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, reconoced nuestro nuevo humanismo; nosotros también, más que todos, somos estudiosos del hombre” (7. Dic. 1965).
El cristiano halla en Jesucristo al hombre plenamente “realizado” según el designio del Padre. Dios, en Jesucristo, otorga al hombre el don de la más elevada soberanía, la vocación más elevada y el reconocimiento más completo. Por eso los cristianos lo proclaman Señor de toda la creación, resplandeciente con la gloria de Dios, capaz de relacionarse con Él, llamado a participar desde ahora de la misma vida de Dios. El que haya tenido la gracia del encuentro con Cristo es un humanista convencido, porque vive ya, desde ahora, una relación nueva entre los cristianos y con todos. ¿Quién es hoy, de hecho capaz de rescatar al hombre en el punto de su máxima caída? Este es el motivo por el cual existe la preocupación desinteresada por los inmigrados de todas las regiones de la tierra, por los drogadictos, los enfermos de sida, que incluso las propias familias de origen rechazan, por los hombres de todas las razas y edades que se han hundido hasta lo más profundo, que han llegado “hasta el extremo”. La acogida y el abrazo al ser humano encuentra en la escena que se desarrolla junto a la cruz de Cristo un fundamento completo. Jesús dice a la Madre: “Mujer, he aquí a tu Hijo”, y agrega, volviéndose hacia Juan: “He aquí a tu madre”. El evangelista termina: “Y el discípulo la acogió en su casa”. Nace un nuevo parentesco, más fuerte duque el de la carne y la sangre. En él se manifiesta, a quien lo quiera ver, un rayo luminoso de la Resurrección y de la victoria de Cristo, de Cristo Redentor del hombre. Él dijo de sí mismo: “Yo soy la vida”.
Con esta encíclica, Juan Pablo II reafirma el anuncio: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida (…) lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros (…) para que vuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 1-3). Por medio de este anuncio, proclamado en todos los ambientes de la existencia humana (cf. N. 4), se difunde el Evangelio de la vida y con nuestra existencia cambiada se renueva el asombro ante el hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor” (Sal 8). De esta gloria del hombre nada queda excluido de su vida y de su ser. Muchos menos su corporeidad y su sexualidad. Precisamente, en la corporeidad sexuada se revela de modo singular su ser para otro y en ello también su ser a imagen y semejanza de Dios (cf. N. 43).
4. A manera de conclusión
El misterio de la vida se sitúa, pues, dentro del misterio de la relación con el otro y con Dios. Nadie puede ser plenamente sí mismo si no lo es en la verdad de la relación con los otros y con el Otro. El principio de la verdad de sí mismo es de comunión e implica una responsabilidad original ante el rostro y la vida del otro. Sólo si aprendo a decir “tú”, puedo decir “yo”, hasta el fondo, soy libre (Emmanuel Lévinas y Olivier Clément están entre aquellos que, en la segunda mitad del siglo XX, subrayaron este llamamiento radical por el cual se afirma que el hombre es para el hombre. Maximiliano María Kolbe, la Madre Teresa y muchos otros han dado una credibilidad histórica y de experiencia a esas afirmaciones antropológicas fundamentales). Pero la calidad del amor al hombre se puede calcular según el modo en que se considera y se trata la propia vida, puesto que, como lo afirmaba ya Santo Tomás de Aquino, “para los vivientes, el ser es el vivir”.
El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte. El que pretende manipular uno solo de estos pasos, con eso mismo manipula al hombre. Pero esto significa hacerse propietarios de aquello para lo cual hemos sido constituidos sólo administradores y, por tanto es ir contra nuestra naturaleza de seres cuya vida es un don de Otro y cuya mayor dignidad es dada por la apertura a Él. Manipular la vida es pretender manipular la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.
Sólo tres días antes de haber sido blanco de la pistola calibre 9 de Agca, en la Plaza de San Pedro, Juan Pablo II recordaba esta verdad diciendo “el servicio al hombre se manifiesta no sólo en el hecho de que defendemos la vida del niño al nacer (o del moribundo). Se manifiesta, contemporáneamente, en el hecho de que defendemos las conciencias humanas. Defendemos la rectitud de la conciencia humana para que llame bien al bien y mal al mal, para que ella viva en la verdad. Para que el hombre viva en la verdad, para que la sociedad viva en la verdad” (Regina Coeli, 10 de mayo de 1981).
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- Fernando Chomali G.
En la encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II manifiesta que estamos inmersos en medio de una lucha dramática entre la cultura de la muerte y la cultura de la vida. Es una lucha análoga a la vivida con motivo de la cruz de Cristo, “una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte” (EV, 50). A la vez, este panorama de luces y sombras en relación a la vida no se presenta a nuestros ojos en cuanto espectadores, sino en cuanto actores: “estamos ‘en medio’ de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (EV,28). Juan Pablo II se mueve en un sano realismo; por un lado no hay espacio para pesimismo alguno, ya que la oscuridad no eclipsa el resplandor de la cruz, sino que por el contrario lo resalta aún más. Por otro lado tampoco hay espacio para un optimismo ingenuo que nos lleva a bajar los brazos a la hora de defender y promover la vida
John Paul II the Evangelium Vitae encyclical manifests that we are immersed in a dramatic battle between the culture of death ante the culture of life. It is a fight analogous to Christ’s in the Cross, “an immense battle between the forces of good ande the forces of evil, between life and death” (E.V.50).
At the same time that panorama of life’s lights and shadow dos not appear to our eyes as spectators, but as actors “we are ‘in the midst of this conflict: we are all implicated and obliged to participate, with the unavoidable responsibility of choosing unconditionally in favour of life” (E.V.28). John Paul II proceeds with wholesome realism, on one hand there is no space form any pessimism, as darkness does not eclipse the brightness of the cross, quite the opposite, it enhances it even more. On the other hand, neither is there space for a naif optimism that night lead us to lower arms at the time of defending and promoting life.
La preocupación de Juan Pablo II por el tema de la vida está en el centro de su solicitud pastoral. El tema está presente en múltiples encíclicas, exhortaciones apostólicas, discursos, homilías. Notable resulta la encíclica Dominun et vivificantem, donde Juan Pablo II habla de señales de muerte que se manifiestan en las sociedades más avanzadas, y de modo patente en el ámbito de la ciencia y la tecnología, en la carrera armamentista y los peligros asociados a ella. También estas señales se manifiestan de modo dramático en las vastas zonas del planeta marcadas por la indigencia y el hambre[2]. Estos signos, según el Papa, se hacen más sombríos en lo difundido que se halla el hecho de truncar la vida de seres humanos antes de nacer o antes de su muerte natural, así como en las guerras y el terrorismo[3]. Estos hechos son producto de un específico sistema cultural que ha ido configurando una verdadera cultura de la muerte[4].
Lo importante es tener claridad de que la cultura no es un dato dado, sino más bien algo que el hombre va construyendo. En este sentido, la cultura es producto de las acciones humanas y, como consecuencia, una realidad que surge de la actividad del hombre en los amplios y variados campos en los que se desarrolla y de sus fuentes inspiradoras. El hombre es el artífice de la cultura en la que está inmerso, con sus valores y desvalores y al mismo tiempo es el objeto de la cultura.
Esto significa que en cuanto sujeto de la cultura el hombre es capaz de realizar un juicio en torno a ella y aceptarla, rechazarla o cambiarla.
Por último, es necesario recalcar el carácter dinámico de las culturas, y la posibilidad de ser transformadas. Ello implica que la cultura de la muerte no es una cultura a la que hay que rendirse, sino que nos abre a la posibilidad de una cultura nueva que esté a la altura de la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. Estamos todos invitados con nuestra acción a colaborar de tal manera de pasar de la cultura de la muerte a la cultura de la vida. Es ahí donde no podemos eludir nuestra propia responsabilidad en el campo de acción que nos es propio. La defensa de la vida humana y su promoción es parte integrante de la evangelización.
En las Naciones Unidas postuló que el proceso de cambio en el que se encuentra inmerso el mundo de hoy no podrá llevarse a cabo en sentido de salvación al margen de una cultura nueva de dimensiones planetarias. Y ella parte desde Cristo si pretende ser auténticamente humana[5].
En lo que se refiere directamente a la encíclica Evangelium vitae, escrita hace 15 años y más vigente que nunca, ella está estructurada en seis partes: una introducción, cuatro capítulos y una conclusión. Es una encíclica que tiene varios propósitos: denunciar los atentados en contra de la vida que constituyen una verdadera conjura en contra de ésta; anunciar el valor de la vida humana, promoverla y defenderla en los más amplios campos de la cultura.
Su método es exhortativo y su lenguaje claro y sin ambigüedades. El Papa Juan Pablo la escribe arraigado en sólidos fundamentos, aportados por la ciencia, la filosofía y la teología, consciente de que las alas de la razón y la fe se alzan juntas a la hora de una búsqueda sincera de la verdad[6]. Él mismo plantea la urgencia “de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño”[7]. En ese sentido, esta encíclica es una invitación a llamar bien al bien y mal al mal[8]. También es una invitación a admirarse de la maravilla que significa cada vida humana[9]. Es una encíclica escrita por el pastor universal de la Iglesia, por lo tanto de carácter pastoral; sin embargo tiene una dimensión política. En efecto, el Papa hace ver que las leyes y los poderes ejecutivos y legislativos juegan un rol esencial a la hora de fomentar las políticas públicas, ya sea a favor o en contra de la vida, sobre todo en su etapa inicial o en su ocaso. Dice al respecto: “Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres[10].
El Santo Padre hace ver que estamos inmersos en medio de una lucha dramática entre la cultura de la muerte y la cultura de la vida[11]. Es una lucha análoga a la vivida con motivo de la cruz de Cristo, “una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte”[12]. Lo interesante es que para Juan Pablo II, este panorama de luces y sombras en relación a la vida no se presenta a nuestros ojos en cuanto espectadores, sino en cuanto actores. “Estamos ‘en medio’ de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida”[13].
Juan Pablo II se mueve en un sano realismo; por un lado no hay espacio para pesimismo alguno, ya que la oscuridad no eclipsa el resplandor de la cruz, sino que por el contrario lo resalta aún más[14]. Por otro lado tampoco hay espacio para un optimismo ingenuo que nos llevara a bajar los brazos a la hora de defender y promover la vida.
Los signos que van configurando una verdadera cultura de la vida son muchos, están a la vista y el Papa los nombra expresamente[15]:
- Las iniciativas a favor de las personas más débiles e indefensas promovidas por personas, grupos, movimientos y diversas organizaciones.
- Los esposos que generosamente acogen a los hijos como el don más excelente.
- Las familias que acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos.
- Los centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, que ayudan moral y materialmente a madres en dificultad.
- Los grupos de voluntarios.
- La creciente solidaridad entre los pueblos.
- Los movimientos e iniciativas que han surgido como respuesta a legislaciones que han permitido el aborto e intentan legalizar la eutanasia.
- Las personas que con gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado trabajan para dar alivio al más débil y necesitado.
- La nueva sensibilidad en contra de la guerra que existe en amplios sectores sociales.
- La aversión cada vez más difundida en contra de la pena de muerte.
- La mayor atención que se le da a la calidad de vida y a la ecología, especialmente en los países desarrollados.
- El despertar de una reflexión ética acerca de la vida con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética, disciplina que tiene la tarea de reflexionar en torno a los problemas éticos que afectan a la vida del hombre.
Junto a estas manifestaciones a favor de la vida, está la cultura de la muerte que se manifiesta en la “multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos”[16]. Esta cultura de la muerte es “promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia”[17].
Dichas amenazas adquieren “nuevas facetas y dimensiones inquietantes”[18]. El panorama sombrío descrito por el Concilio Vaticano II[19], en cuanto a atentados en contra de la vida se refiere, se va extendiendo y va consolidando una nueva situación cultural, que podemos sintetizar de la siguiente manera: en el caso del aborto, lo que era un delito, hoy se constituye en un derecho que cuenta con la autorización del Estado para practicarlo con absoluta libertad y además con la ayuda gratuita de los servicios sanitarios[20].
Por tanto, la cultura de la muerte ha ido penetrando todos los estamentos de la sociedad, que resumo así[21]:
- A nivel legislativo, no sólo se penan las prácticas en contra de la vida, sino que tienen reconocimiento. Los consensos se han abierto paso como criterio para discernir entre el bien y el mal.
- A nivel social, prácticas que eran condenadas por su carácter delictivo, hoy van siendo poco a poco socialmente respetables, o al menos aceptables.
- A nivel de la medicina, se percibe una cierta contradicción entre lo que es su naturaleza y las prácticas en contra de la vida.
- A nivel político, se percibe una visión utilitarista e instrumental de las personas, en cuanto que los temas demográficos son tratados desde una mirada economicista, donde se supedita la ayuda económica a políticas demográficas que no respetan la dignidad de la persona humana.
- Pero lo más preocupante es que todas estas nuevas situaciones son los síntomas de un gran deterioro moral, que se traduce en una cierta incapacidad de distinguir entre el bien y el mal.
Vemos entonces como toda la estructura de la convivencia social, comenzando por la conciencia individual y colectiva, así como el aparato estatal se ha ido impregnando de una manera de relacionarnos con los demás que efectivamente va edificando una cultura de muerte[22].
Son muchos los factores que han confluido para hallarnos en presencia de la cultura de la muerte. Quizás un primer elemento a considerar dice relación con la pérdida del carácter sagrado que la vida humana lleva grabada en sí[23].
El concepto de sacralidad de la vida, que dice relación con un orden “metafísico”, en cuanto que nos refiere a Dios creador y trascendente, ha sido desplazado por un concepto intramundano, carente de toda trascendencia: se trata de la “calidad de vida”. Este concepto plantea que lo importante para reconocer el valor de la persona no está centrado tanto en el ser, sino más bien en la eficiencia económica, el consumismo desordenado, la belleza y el goce de la vida física; dejando de lado aspectos tan significativos de la existencia, como son los relacionales, espirituales y religiosos[24].
Cuando la cultura va fundamentando su ethos exclusivamente en el tener o el hacer y no en el ser, necesariamente comienza a hacerse espacio la arbitrariedad y la injusticia. Así por ejemplo el Papa denuncia que “quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar[25].
Una cultura en la que está inmerso el hombre auténticamente humana ha de ser fuerte de crecimiento en el orden del “ser”. En ese sentido ha de ser respetuosa de la naturaleza del hombre, de la verdad que lleva grabada en cuanto tal. Una cultura que prescinda de la pregunta acerca del hombre, o que lo ponga entre paréntesis terminará necesariamente en contra de sí misma. Lo “cultural” así nos lleva de la mano hacia lo moral, lo que no puede plantearse al margen de lo religioso[26]. Al respecto la enseñanza del magisterio de los obispos reunidos en Concilio es clara. “Por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida” y “sin el Creador la criatura se diluye”[27].
Otro elemento a considerar dice relación con el erróneo concepto que se tiene de la libertad. En una cultura con los signos descritos, sumado a la carencia de un pensar metafísico, no se entiende la libertad como la posibilidad de hacer el bien a la luz de un orden objetivo; se entiende, más bien, como libertad individual de corte subjetivista, es decir, despojada de toda verdad. Una libertad que no está vinculada con la verdad termina necesariamente en contra del mismo hombre[28]. Juan Pablo II dice que “si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los ‘más fuertes’ contra los débiles destinados a sucumbir”[29]. Pensemos, por ejemplo, en los miles de embriones congelados y aquellos que son utilizados para la experimentación, y qué decir de aquellos que son abortados. La vida, bajo este supuesto de libertad, deja de ser el valor primario y la fuente de todos los demás valores. El hombre pasa a ser una cosa, pierde toda consistencia, deja de ser un bien moral, y pasa a ser un mero bien instrumental, sujeto a consideraciones exógenas. En definitiva, de un fin en sí mismo, a cuyo servicio debieran estar las instituciones y demás cosas, pasa a ser un mero medio. Otro aspecto de la vida del hombre que ha sido agredido fruto de una errónea concepción de la libertad en el cuerpo que ya “no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente la sexualidad también se despersonaliza e instrumentaliza… y la procreación se convierte entonces en el ‘enemigo’ a evitar en la práctica de la sexualidad[30].
Quisiera dar un paso más allá. Para hablar de cultura de la muerte, debemos necesariamente entrar en el concepto de pecado y de estructuras de pecado, concepto que aparece tres veces en Evangelium vitae[31].
El fundamento de estas estructuras de pecado que se han ido consolidando en la sociedad y que han dado lugar a una verdadera cultura de la muerte están en que “no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aqueo que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social”[32]. En efecto, toda acción del hombre tiene una connotación moral y en cuanto tal una expresión histórica que se manifiesta y se objetiviza en la vida social, económica y política. En este sentido, los pecados personales van creando un verdadero ambiente de pecado que genera condiciones para nuevos pecados por parte del hombre.
Al hablar de pecado debemos necesariamente remitirnos a Dios, por cuanto el pecado es una ofensa a Él. Hoy la ofensa a Dios no se manifiesta como un ateísmo teórico y militante, sino más bien como ateísmo práctico. Hoy no se niega a Dios, simplemente se le ignora, viviendo como si no existiera.
El desafío que se nos presenta a los cristianos no es menor, especialmente para Occidente. El Papa plantea en el documento maestro de la celebración del Jubileo del año 2000, Terrio millennio adveniente[33], que se ha ido manifestando sobre todo en Occidente un empobrecimiento interior por el olvido y la marginación de Dios.
En la encíclica Evangelium vitae la problemática social se presenta como “una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera ‘cultura de muerte’[34].
Por otra parte, en esta encíclica el Papa hace ver que “la conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida”[35]. Esta conciencia moral, al favorecer o tolerar comportamientos contrarios a la vida, crea y consolida verdaderas y auténticas “estructuras de pecado” contra la vida[36].
El término también lo usa para referirse a las instancias que favorecen el aborto, las cuales van desde la madre, el padre, los servicios creados para apoyar la vida, los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto, hasta los que han difundido la libertad sexual y el menosprecio del embarazo, así como los organismos internacionales, fundaciones y asociaciones que promocionan sistemáticamente la legalización y la difusión del aborto en el mundo[37].
En un análisis similar, Juan Pablo II sostiene: “En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la ‘cultura de la vida’ y la ‘cultura de la muerte’, no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo”[38]. Firme y clara la sentencia de Juan Pablo II ampliamente recordada por Benedicto XVI en sus encíclicas: “cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentimiento profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres”[39].
Resulta obvio que cortando la vinculación que de suyo existe entre lo infinito y lo finito, entre lo extramundano y lo mundano, entre lo trascendente y lo inmanente, la manera que va adquiriendo el hombre de relacionarse con los demás, consigo mismo y con el mundo sufre una radical transformación. Si Dios deja de ser el fundamento de una ética vinculante, el horizonte del actuar del hombre será el mismo hombre, y en la política lo será el más fuerte. Según el Santo Padre, los poderosos de la tierra consideran “como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos”[40]. Más aún, el Papa denuncia que “las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista[41].
Esta verdadera cosificación de las personas se comprende en virtud de que “una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es ‘mater’, quede reducida a ‘material’ disponible a todas las manipulaciones”[42].
Las consecuencias del intento de querer construir un mundo al margen de la realidad de Dios es una de las causas de la profunda crisis de la cultura, que se traduce en un cierto “escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes”[43].
El hombre en esto no cabe duda que se equivocó. Pensó que para afirmarse a sí mismo había que negar a Dios. En realidad sucedió todo lo contrario. Negando a Dios se negó a sí mismo. Esta negación se manifestó en una desconfianza hacia Dios y en la reivindicación de un pensar autónomo de corte exclusivamente antropocéntrico, que llegaría al extremo nietzscheano de afirmar: “El más importante de los acontecimientos recientes, ‘la muerte de Dios’; el hecho de que se haya quebrantado la fe en el Dios cristiano, empieza ya a proyectar sobre Europa sus primeras sombras… Efectivamente, nosotros los filósofos, los espíritus libres, ante la noticia de que Dios antiguo ha muerto, nos sentimos iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón se desborda de gratitud, de asombro, de expectación y curiosidad, el horizonte nos parece libre otra vez, aun suponiendo que no aparezca claro; nuestras naves pueden darse de nuevo a la vela y bogar hacia el peligro: vuelven a ser lícitos todos los azares del que busca el conocimiento; el mar, nuestra alta mar, se abre de nuevo a nosotros, y tal vez no tuvimos jamás un mar tan ancho”[44]. Este horizonte ha llevado a negar la naturaleza de las cosas y un orden moral objetivo que le respeta y potencia.
Si Dios ha muerto, el hombre es el que se fija sus propias reglas amparado por su libertad absoluta e incondicional.
Aquí está el drama: los atentados en contra de la vida suelen presentarse “como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos”[45].
Reflexiones finales a modo de conclusión
No se trata de caer en una actitud pesimista. Pero tampoco se trata de ser ingenuamente optimistas. Estamos en presencia de una concepción del hombre que lejos de mostrar su dignidad y su valor se ve matizada por consideraciones económicas, políticas y sociales muy discutibles desde el punto de vista moral, a la luz de las leyes imperantes en muchas partes del mundo y que se están abriendo camino en Chile. Al dejar a los más débiles en la más absoluta indefensión, “es la fuerza la que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que las ‘razones de la fuerza’ sustituyen la ´fuerza de la razón’”[46]. No debemos descuidar lo que acontece con las políticas públicas que se están fraguando en nuestro país. Este es un aspecto prioritario por el que hay que trabajar, de tal forma de evitar que el “Estado entendido como ‘casa común’ donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, se transforme en Estado tirano, que presume el poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de la utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos”[47]. Juan Pablo II nos recuerda una vez más que “cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente -desde la concepción a su muerte natural- es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, ‘quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil”[48]. Si queremos un mundo donde reine la paz, debemos trabajar arduamente para que se vean respetados los derechos del hombre y de todos los hombres, empezando por el más débil.
Esa es la línea fuerza que acompañó el mensaje por la paz de Pablo VI el año 1977. “Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz”[49]. De no ser así, la misma sociedad se contradice a sí misma. Por una parte proclama los derechos humanos y por otro lado, con el aval del Estado, se violan. Por una parte busca la paz y por otra la destruye con leyes permisivas a favor del aborto.
Creo que la falta de una visión trascendente de la vida, así como un escaso interés por hacer una lectura metafísica de la realidad, han contribuido a este panorama. Sentar las bases de una nueva cultura, de la cultura de la vida resulta un imperativo de nuestro tiempo. El estrecho vínculo que ha de existir entre el bien, la verdad y la libertad ha ido perdiendo eficacia. Aspectos tan importantes de la vida de las personas, como la sexualidad, el matrimonio y la procreación han quedado reducidos a la mera opinión o al consenso. Sin embargo, la verdad al final prevalece sobre la mentira; más aún, nos mueve la convicción de que, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El empeño de toda persona, creyente y no creyente ha de ser el de responder adecuadamente a la pregunta acerca del hombre. No sin razón Juan Pablo II postula que “una tarea corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanista[50]. Desde esa perspectiva se entiende la creación de la Pontificia Academia Para la Vida. También hace un llamado a los medios de comunicación social. Desde esa respuesta que sobrepasa los ámbitos de las ciencias debemos situarnos quienes pensamos que la defensa de la vida es la labor fundante que ha de inspirar toda actividad para que sea digna del hombre. En este sentido, la referencia a la encíclica Evangelium vitae es sin lugar a dudas una respuesta a la inquietud del Papa cuando afirmaba: “Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quieres participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras diócesis”[51].