¿De qué se está hablando cuando el tema es la bio-ética? ¿A qué se alude con el término “vida” como objeto de la misma? ¿A una entidad abstracta, definida por la ciencia y susceptible de manipulación por la tecnología, o a la condición propia del ser mismo de un individuo vivo? La clarificación que la Revelación otorga al reconocimiento de la vida se produce desde el interior de la experiencia humana.  La luz de la Palabra de Dios, en correspondencia con el corazón del hombre, despierta un patrimonio de evidencias humanas, de valor racional, capaces de conducir la acción del hombre de tal manera que las capacidades técnicas cada vez más refinadas de intervención estén al servicio del gran destino al cual la vida del hombre y del cosmos está llamada.

What are we talking about when the theme is Bioethics? What does “life” mean in that context?  An abstract entity, defined buy Science and susceptible of technological manipulation, or is it the inherent existence of a living being? The clarification that Revelation bestows to the recognition of life comes from the interior of human experience. The light of God’s Word, alongside with man’s heart, arises a heritage of rational human evidence, capable of conducting men in such a way that the increasingly refined technical capacities of intervention may be put at the service of the great destiny offered to humanity and the cosmos.

¿De qué se está hablando cuando el tema es la bio – ética? ¿A qué se alude con el término “vida” como objeto de la misma? ¿A una entidad abstracta, definida por la ciencia y susceptible de manipulación por la tecnología, o a la condición propia del ser mismo de un individuo vivo?

La interrogante sobre la vida es de la esencia de la bioética.  Y sin embargo a menudo se omite, cuando no se censura, como si fuese enteramente obvia.  La bioética nace de hecho de una urgencia práctica: establecer criterios éticos, públicamente compartidos, para regular las intervenciones de la ciencia médica en la vida.  Nuevos y cada vez más extraordinarios poderes en relación con la vida misma permiten intervenir no sólo en su iniciación y fin, sino de hecho en su forma biológica y su estructura genética, que ya se está proyectando replasmar.  La profunda inquietud ante los inusitados escenarios que se advierten se ha cristalizado en una petición de criterios éticos para limitar los poderes de las biotecnologías.

Ante el pluralismo de las actuales sociedades occidentales, se ha considerado necesario determinar esos criterios en relación con la dimensión formal de la justicia, buscando por tanto normas de procedimiento de equidad para obtener un consenso mayoritario, dejando de lado la perspectiva substancial de la bondad del sujeto agente, relegada a la esfera privada.  Y precisamente de este modo se descarta la interrogante radical sobre el valor objetivo del bien de la vida para el sujeto que actúa.

Por consiguiente, la bioética deja de lado la pregunta sobre lo que es la vida, dando por sentado que corresponde al saber biológico definirla; a la ética sólo le correspondería la tarea sucesiva de prescribir normas y límites a los poderes de la ciencia[1].  Así, la ética resulta inevitablemente ajena a la vida, de la cual desea hablar.  Siempre llega demasiado tarde, cuando los juegos ya están hechos.  Y llega como un huésped no deseado y petulante.  Hay aquí una combinación de dos factores: el poder excesivo del saber científico, que margina como no objetiva toda otra forma de conocimiento, y la ausencia de una reflexión crítica sobre dicho saber y sobre la ética misma, reducida a problemas de argumentación lógico-formales[2].

Serían aún más ásperas las objeciones si luego quisiésemos introducir en el debate bioético la referencia a la fe cristiana y a la contribución de luz del Evangelio sobre el misterio de la vida, tal como lo exige el tema de mi relación.  La proposición de eventuales fundamentos religiosos para la bioética no encuentra ciertamente una acogida favorable en las discusiones que tienen lugar en el ámbito de nuestras sociedades democráticas, y más bien tropieza con actitudes de desconfianza y sospecha.  No puede evitar ajustar cuentas con una objeción de radical impertinencia, que tiende a excluir la religión del debate público sobre la ética.  El respeto por el pluralismo social implicaría una perjudicial “laicidad” de los planteamientos.  La referencia a verdades absolutas e indiscutibles, no sólo religiosas, sino también filosóficas, generaría intolerancia y rigidez.  Sólo un “pensamiento débil” y sin verdad estaría en condiciones de garantizar al mismo tiempo el respeto por la autonomía de cada individuo y la flexibilidad de las soluciones por adoptar.  Como se ve, aquí no sólo se objeta la validez pública de la religión, sino la capacidad misma de la razón de comprender verdades universales válidas para todos.  La confrontación exige por tanto enfocar la concepción misma de razón en su relación con la verdad sobre el bien de la vida y las condiciones que permiten una auténtica y justa convivencia social.  Por consiguiente, nuestra reflexión se articulará en los siguientes momentos sucesivos: en primer lugar, se iluminará la problemática epistemológica, mostrando de qué manera la superación del reduccionismo cientista en relación con el tema de la vida exige un enfoque articulado e integrado de la razón, que abriéndose a la fe podrá encontrar allí una luz peculiar.  En un segundo momento, se tratará sobre la “vida” como objeto de la ciencia biológica y por tanto sobre la originalidad de la vida humana personal, en relación con la cual la actitud cognoscitiva, incluyendo la libertad del individuo, sólo podrá modularse como un reconocimiento.  Se expondrá, por consiguiente, en una tercera etapa, la contribución propia de la reflexión teológica, que reconoce a Jesucristo como “Verbo de la vida” y su “Señor”.

1.- EL CONOCIMIENTO DEL ORGANISMO VIVO: PROBLEMÁTICA EPISTEMOLÓGICA

    • Superación del reduccionismo epistemológico

La reflexión crítica sobre la ciencia moderna denuncia las aporías metodológicas intrínsecas de la misma en su forma de comprender la vida y muestra la necesidad de integrar en ella los aportes dentro de una concepción más global y articulada de la razón[3].  Habiendo surgido en el contexto filosófico del dualismo cartesiano entre sujeto y objeto, entre res cogitans y res extensa, la biología científica moderna sitúa al elemento material cuantitativo más pobre como lo inteligible por excelencia y procura por tanto explicar la vida mecánicamente, partiendo de aquello que carece de vida.  Habiendo excluido metodológicamente la causalidad final, está obligada a renunciar también a la causalidad eficiente.  Sólo sería cognoscible la cantidad y su devenir.

El modelo mecanicista de la naturaleza, típico del dualismo, lleva inevitablemente a la ontología del monismo materialista: la materia produce la vida, que no puede sino interpretarse como una aventura sin proyecto y con final abierto, una combinación de caso y necesidad[4].

Pero a esta concepción se le escapa, según Jonas, precisamente el punto decisivo de la vida misma, la cual “es individualidad que tiene en sí misma el propio centro”[5], es una totalidad unificada en una autointegración activa, que mientras depende de la materia la utiliza libremente con miras a un objetivo inmanente en relación con el organismo mismo. Vida significa de hecho “movimiento espontáneo que tiende a un fin”[6]; la autonomía de la forma no es independencia de la materia, sino identidad dinámica, que se realiza en la relación de intercambio continuo con el ambiente circundante.  En ese sentido, no existe un organismo sin teleología ni existe teleología sin cierto grado de interioridad, por lo cual no estaría fuera de lugar hablar de libertad desde los niveles más elementales del fenómeno vida.  Por este motivo, “la vida puede ser conocida sólo por la vida[7]”.  Y ésta es la gran ventaja de estar dotados de un cuerpo: poder captar el organismo “desde el interior”.  La afirmación de Jonas se entiende como proposición de un concepto de razón que, rechazando la unilateralidad de la objetivación, reconoce estar radicado en el carácter concreto del sujeto corporal e histórico y por consiguiente se abre a la realidad en conformidad con la totalidad de sus factores constitutivos, en un enfoque diferenciado y con múltiples niveles.

    • Ampliación del concepto de razón y aporte del saber teológico

En la concepción racionalista de la época moderna, la razón es fuente única y autónoma de las normas de derecho público.  El modelo de un saber científico elaborado prescindiendo del sujeto y de este modo técnicamente poderoso, llega a ser, con su predominio, factor de marginación de la teología.  Sin embargo, el fin de la época moderna implica también la crisis de este tipo unilateral de racionalidad y por tanto el replanteamiento de esta exclusión[8].  La ampliación del concepto de razón, entendida como apertura a la realidad en la totalidad articulada de sus dimensiones, implica también la posibilidad de una nueva consideración del aporte de la perspectiva teológica.  Si la “fe”, entendida como actitud humana, no es ajena a la “razón” en su dinámica hacia la verdad, entonces tampoco puede excluirse mediante un juicio previo la contribución de una luz superior acogida mediante el acto libre de la fe teológica.  En este sentido, es posible superar la contraposición moderna entre fe y razón, encontrando nuevamente un concepto no “racionalista” de razón y una noción no fideísta de la fe.  De hecho, la razón no está separada del acto mediante el cual la conciencia humana en su totalidad se refiere originalmente a la verdad.  La fe, antes de ser una virtud teologal, es -agustinianamente- una figura antropológica universal de acceso a la verdad[9]: únicamente en la fe, como respuesta libre y razonable al ser que se revela mediante la señal, se puede conocer lo que está más allá del alcance limitado del concepto.  Así, tampoco la teología, como reflexión crítica y sistemática sobre la revelación, puede ser considerada desde el comienzo como extrínseca y fuera del juego en los discursos de la bioética que se ocupan del misterio de la vida humana personal.

La afirmación de H. T. Engelhardt, según la cual “si bien la teología no puede hacer un aporte de teoría moral a los esfuerzos de la bioética, puede con todo proporcionar sugerencias estéticas de sentido y alcance”[10], debe y cabe ser superada.  Por una parte, denuncia el límite del formalismo racionalista de una moral que, por ser puramente racional y universal, nada puede decir del significado y el objetivo de la vida humana y debe dejar este argumento ciertamente necesario a la teología.  Pero por otra parte esta afirmación querría relegar la teología al terreno de la estética, es decir, del gusto subjetivo, de aquello que por tanto debe permanecer recluido en lo privado en cuanto no tiene la dignidad de un saber públicamente defendible y argumentable.  Si bien la teología presupone un acto de fe en la revelación, con esto no renuncia a la racionalidad ni se excluye del diálogo.  La teología aspira en cambio a argumentar racionalmente a partir de la revelación, la cual por su parte presenta el requerimiento irrenunciable de decir la verdad sobre el hombre y una verdad para proponer públicamente[11].

2.- EL FENÓMENO DE LA “VIDA” Y SU “RE-CONOCIMIENTO”

2.1. El fenómeno “vida”, objeto de la ciencia biológica

El fenómeno “vida” indica, de acuerdo con las observaciones comunes, un movimiento no comunicado, espontáneo, originado desde el interior del propio ser[12].  Las ciencias experimentales, y en especial la biología estudian los fenómenos vitales que se producen dentro de masas limitadas de materia sumamente compleja y en mutación incesante, destacando sus características distintivas: el metabolismo, es decir, la renovación continua mediante asimilación de materia proveniente del exterior y eliminación de escorias; la individualidad de lo que vive y se presenta como un organismo dotado de órganos morfológica y funcionalmente diferenciados, distribuidos en determinadas proporciones y coordinados entre ellos; la diferenciación específica de la materia viva; la generación específica, mediante la cual todo ser vivo proviene de otro y otros seres vivos de la misma especie: la variabilidad y la adaptabilidad, como capacidad de mutación de tal manera de poder vivir en condiciones profundamente distintas  a aquellas en las cuales el mismo organismo había vivido anteriormente; la reactividad, es decir, la capacidad de respuesta ante los estímulos ambientales; la delimitación de la existencia del organismo en un ciclo vital determinado; la autorregulación, con la cual cada una de las partes se desarrolla y funciona en servicio de la totalidad, mediante un gobierno, una moderación y una coordinación de cada función del organismo.  El ser vivo se manifiesta, así como un sistema abierto dentro del cual se establece un equilibrio complejo de flujos, dotado de individualidad y capaz de intercambio con el medio ambiente[13].

En el interior del mundo de los seres vivos se advierten diversos grados de realización de la vida: tradicionalmente, se distingue la vida vegetativa, que incluye algunas funciones vitales (nutrición, crecimiento, reproducción), y la vida animal, con funciones vitales superiores: sensibilidad y movimiento espontáneo, reconocibles sólo en los animales.  En los organismos más complejos, se encuentran tropismos y reflejos, que en los animales superiores se convierten en movimientos espontáneos o más precisamente instintivos.  Hoy se tiende a distinguir, más que entre vida vegetativa y vida animal, entre la primera y la vida de relación, que implica sensibilidad y movilidad, así como capacidades diversificadas de reacción ante el medio ambiente, considerándose el comportamiento instintivo como el carácter propio de los animales superiores.  En los seres vivos inferiores, se reconoce en cambio que toda distinción entre animales y vegetales puede ser artificiosa.

El fenómeno “vida”, en sus distintos grados de realización, se presenta por tanto con rasgos de continuidad con respecto al orden inferior de los fenómenos físico-químicos y con dimensiones de un salto cualitativo.  A esto corresponde el debate clásico entre los mecanicistas, que procuran atribuir las propiedades de la vida puramente a los fenómenos de intercambio químico y físico, y los vitalistas, que en cambio destacan la positiva irreductibilidad de los fenómenos vitales a este nivel de explicación.

En efecto, la biología del ser vivo representa un caso enteramente particular para la epistemología, ya que muestra cómo la biología no puede reducirse a una matematización del mundo de la vida.  Si bien, en la línea hipotética, la biología experimental puede concebirse como un análisis de los fenómenos vitales en términos puramente energéticos y físico-químicos, considerando por tanto las explicaciones en términos de finalidad como un residuo de irracionalidad, que es preciso reducir y eliminar en la mayor medida posible, resulta cada vez más evidente que esta ciencia sólo puede realizar un verdadero progreso mediante una ruptura con un mecanicismo rígido.  Para “salvar las apariencias de lo sensible” y poder avanzar mediante hipótesis más fecundas, se ha producido desde hace ya varias décadas una fuerte reacción antimecanicista, que ha revalorizado concepto como “orgánico”, “vida”, “actividad inmanente” e incluso “alma”.  A la reducción analítica se asocia por consiguiente también la intuición sintética de las realidades vitales, la intuición fenomenológica de lo orgánico, de lo cual se ocupa la biología.  También en las distinciones necesarias, y dejando siempre amplio espacio para el análisis físico-químico, la biología experimenta la necesidad de abrirse a categorías y conceptos que pueden entrar en continuidad teórica con una explicación filosófica.

No se trata ciertamente de pasar del rígido mecanicismo del racionalismo positivista a un vitalismo irracionalista, que no respeta la legítima distinción y la autonomía metodológica de la biología experimental.  Se trata más bien de mostrar cómo, sobre la base del respeto integral a los resultados de la ciencia experimental, puede surgir una filosofía del ser vivo, con una interpretación bajo su propia luz, ofreciendo así a la biología su justificación racional.  De este modo, la dimensión físico-química no quedará yuxtapuesta con la dimensión vital del fenómeno biológico, sino que se presentará ordenada hacia ésta.

En efecto, una crítica epistemológica de las ciencias biológicas muestra los límites y las aporías de un enfoque reduccionistas del fenómeno “vida”.  Según Michael Polanyi[14], un organismo vivo puede visualizarse como un sistema que funciona bajo el control de los principios distintos: su estructura biológica, la cual, como principio superior, sirve de condición límite para aprovechar los recursos de los procesos físico-químicos; estos últimos, a su vez, como principio inferior, permiten a los diversos órganos desplegar sus funciones.  En este sentido, la estructura de los seres vivos es ajena a las leyes de la física y la química que el organismo aprovecha: se trata de principios irreductiblemente más elevados, que se incorporan adicionalmente con función reguladora. O -para decirlo con Hans Jonas- la identidad de un organismo vivo es la identidad de una forma en el tiempo y no la identidad de una materia: esta forma viva es ontológicamente “la totalidad del orden estructural y dinámico de una multiplicidad”[15].

La información no es reductible ni a la materia ni a la energía, si bien su conservación, transmisión y conversión dependen físicamente tanto de la materia como de la energía.  Precisamente la genética tiende por tanto a la adopción de un análisis de múltiples niveles y de un paradigma informacional, por considerarla más idónea para interpretar el fenómeno “vida”[16].  El individuo vivo representa una verdadera paradoja para la biología experimental, siendo al mismo tiempo su objeto y su aporía[17].  En efecto, la individualidad no puede predicarse sobre la materia, sino únicamente sobre el ser[18].  La unidad del organismo, del cual se ocupa como objeto propio de indagación, escapa al método experimental[19].  Así, la insuficiencia de un enfoque puramente experimental señala por una parte el límite de la inteligibilidad científica y por otra activa la dinámica propia de la razón metafísica. ¿Cómo podría seguir haciendo bio-logía un hombre de ciencia que pretendiese eliminar radicalmente la idea de la función del compuesto que está analizando, que no procurase comprender su “forma”, es decir, la razón del orden de las distintas partes que interactúan dando origen a ese fenómeno que es la vida?  Si en su investigación no presupone de algún modo la existencia de una estructura de su objeto en relación con la función vital, vería desvanecerse de inmediato aquello de lo cual se ocupa.

En este punto, se advierte la aporía de este tipo de reflexión bioética a propósito de su objeto mismo, la vida, y del fin para el cual ha sido establecida.  Una explicación reduccionista de todos los fenómenos vitales humanos conduce a la concepción según la cual el hombre es puramente una asociación de células, una etapa accidental de la evolución, y el ADN es la esencia de la vida[20].  Ahora, semejante visión resulta luego incapaz de comprender el organismo como un todo, más allá de la suma de cada una de sus partes.  Resulta incapaz de reconocer la dignidad humana del misterio de la vida misma y por consiguiente el fundamento de una perspectiva ética más allá de un mero consenso en cuanto al procedimiento en materia de principios.  Verdad y error, no menos que libertad y dignidad, resultan ser conceptos vacíos cuando el alma se reduce a sus componentes químicos. Aquí se manifiesta con evidencia el carácter peculiar de la crisis moral en la cual nos encontramos.  Como afirma Leo R. Kass, “nos encontramos en un mar borrascoso sin un mapa de viaje preciso, porque adoptamos cada vez más una visión de la vida humana que al mismo tiempo nos otorga un enorme poder sobre la vida y nos niega toda posibilidad de normas no arbitrarias para guiar su utilización”[21].  Tiene entonces una resonancia especialmente inquietante la advertencia evangélica: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16, 26).

2.2. Originalidad de la vida humana personal

La mentalidad comúnmente difundida en la actualidad tiende a dejar de reconocer un lugar especial al hombre en el contexto de los demás seres vivos y en particular de los animales superiores.  El postulado metodológico evolucionista de la ciencia moderna implica una continuidad entre el mundo de los animales y el mundo de los hombres, entre la vida animal y la vida humana.  Y sin embargo la experiencia ética advierte espontáneamente una originalidad irreductible de las exigencias de respeto que corresponden a la vida humana en relación con la vida de los animales y las plantas. ¿Cómo explicar esta diversidad?  Para expresar la especial dignidad reconocida por la experiencia ética a la vida del ser humano, nos encontramos aquí con el concepto de persona y sus relaciones con el concepto de vida: ¿qué significa “vida personal”?

En general, consideramos la relación del hombre con su condición humana en forma distinta al modo como pensamos, por ejemplo, que un perro pertenece a su especie animal[22]. El hombre no es simplemente un ejemplar de una especie, con determinadas características comunes a todos los demás.  Para descubrir lo que califica a la persona, se hace referencia a su interioridad racional (inteligencia y voluntad libre, capacidad de reflexión y autodominio) o al carácter social de su existencia, que es una trama de relaciones.  Sin embargo, el ser persona no es definible mediante las características cualitativas comunes a la especie: “quiénes” somos no es puramente idéntico con “aquello” que somos.  Las personas no son “algo” que existe, sino “alguien”.  Persona no es por tanto un concepto que califica el hecho de pertenecer un individuo a una especie, sino indica más bien el modo original con que los individuos de la especie humana participan de su humanidad.

El concepto de “persona” expresa, según Tomás de Aquino, “lo que hay de más perfecto en toda la naturaleza, es decir, un ser subsistente en la naturaleza racional”[23].  Mientras con el término “hombre” se alude a la naturaleza humana universal, a la especie común que se expresa en tantos ejemplares, con el término “persona” se indica al ser humano sumamente peculiar en su concreta e irrepetible realidad individual.  Al concepto de persona está intrínsecamente asociado el de una dignidad particular que se debe reconocer y respetar.  Decir persona es indicar una peculiar dignidad de existencia, con un valor de fin que debe afirmarse por sí mismo y jamás utilizarse como medio para otro.Queremos detenernos ante todo a buscar los motivos de esta eminente dignidad de la persona.

Se observa por tanto que la razón propia y específica de la dignidad de la persona no es simplemente la naturaleza humana común de la cual participa junto con todos los otros miles de millones de seres humanos, sino su ser propiamente persona “única e irrepetible”, como suele recordar Juan Pablo II[24].  Si la tradición insistió sobre todo en la naturaleza racional y libre, corresponde precisamente a la sensibilidad moderna poner énfasis en la peculiaridad de cada individuo, que lo hace estar dotado de una interioridad autónoma e incomunicable.  Aun existiendo y habiendo existido en el curso de la historia humana innumerables hombres, cada persona existe en el mundo como si fuese la única: sui iuris et alteri incommunicabilis.  Desde el momento en que el hombre, en cuanto persona, no es mero ejemplar de una especie, su valor individual sobresale en la naturaleza común y en lo colectivo.

La persona indica un todo sumamente concreto, en el cual ciertamente está incluida la naturaleza común de la especie humana con todas sus características, pero el sujeto individual se apropia de esta naturaleza en forma absolutamente peculiar.  La totalidad concretamente existente de la persona trasciende con su valor la naturaleza común y la suma de las partes.  Podríamos decir en síntesis: la persona, aun cuando posee una naturaleza, es irreductible a ésta.

Tampoco se puede reducir la persona a las cualidades individuales que la distinguen y la hacen ser preciosa, como la inteligencia, la sensibilidad, la bondad, etc.  Éstas pueden desvanecerse y debilitarse sin reducir su valor.  Precisamente en la experiencia del amor se revela la irreductible originalidad de la persona concreta[25]. En ésta se manifiesta de hecho el carácter insustituible del amado en relación con cualquier otra persona[26].  Quien ama nunca puede consolarse ante la pérdida del amado diciendo: “Podré encontrar las cualidades que él poseía en otra persona, porque en definitiva la especie humana continúa, y dentro de la misma ciertamente es posible encontrar otros hombres con cualidades excelentes”.  Quien así hablase mostraría no haber amado jamás realmente, no haber alcanzado en su amor el misterio profundo y peculiar de la persona del otro, sino haber permanecido en la superficie: haber apreciado las cosas que tenía el otro, pero no su persona.  El amor no tiene como objeto propio las cualidades comunes de la especie, pero tampoco las cualidades individuales del sujeto como tales, sino precisamente la persona única e irreductible del otro.

Aquello que es irreductiblemente personal en el otro es lo que califica su eminente dignidad y su subjetividad. El personalismo contemporáneo ha señalado vigorosamente que la persona no puede ser reducida a la categoría de objeto, debiendo considerarse en cambio como un sujeto.  Ahora, precisamente sobre la base de su incomunicabilidad e irreductibilidad como sujeto, la persona está abierta a la relación con la otra persona.Mientras el objeto puede ser dominado y utilizado como medio, el sujeto deber ser reconocido y afirmado por sí mismo, como fin, dotado de una dignidad propia.  Esto se manifiesta de manera evidente en el encuentro con la persona del otro.  No es por consiguiente un encierro en sí mismo, en una autosuficiencia arrogante, sino una apertura a una reciprocidad dialogal, en la cual se manifiesta una relación de sujeto a sujeto.  Es en el amor donde la persona se revela precisamente como tal, en su unicidad irrepetible.  La diferencia irreductible de cada persona se convierte en llamado a una comunión entre las personas, en la cual solamente la persona se descubre como tal.  En la esencia de la persona se sitúa por tanto una dimensión vocacional, que en un dinamismo excéntrico conduce, fuera del sí mismo, al encuentro con el otro, a la acogida y el don recíprocos.

¿Cuál es la relación entre la dimensión biológica de la vida y la persona?  En la perspectiva que aquí se sigue, el ser persona no es una característica que se añade casualmente a un ser vivo de la especie humana.  Ser persona es la manera misma en que un hombre es hombre: forma parte del íntimo núcleo de su humanidad.  Esto incluye también, a propósito del ser persona, la observación de Aristóteles sobre la relación entre vida y ser vivo: “vivere viventibus est ese”[27]: así como la vida coincide con el ser mismo de quien vive, el ser personal pertenece a la substancia del hombre concreto. Es esencial en este punto observar que el cuerpo es parte integrante de la persona, participa de su dignidad y connota la vocación a la apertura y al don de sí.  La persona, en su totalidad concreta, es unión substancial de alma y cuerpo: sin el cuerpo no hay persona[28].  El cuerpo no es un instrumento para usar y manipular con miras al propio placer, como si se tratase de algo inferior, de un “haber” propio, del cual se dispone libremente.  En una concepción instrumental del cuerpo como la que actualmente prevalece hay un deletéreo dualismo implícito.  La aparente exaltación oculta una substancial reducción y un desconocimiento potencial de su valor.  El cuerpo, en cambio, determina junto con el espíritu la subjetividad ontológica del hombre y por tanto está impregnado de la dignidad misma de la persona[29].  El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor de “señal en un cierto sentido sacramental” de la persona.  Está llamado a llegar a ser manifestación del espíritu.

Esto implica una profunda compenetración de la dimensión biológica con la dimensión personal: toda separación desconocería que el ser de la persona consiste en la vida del hombre.  Las funciones y procesos biológicos fundamentales no constituyen en el hombre algo al margen de lo personal, sino que implican dimensiones y relaciones personales de la existencia.  El comer y el beber de los seres humanos, más allá de las funciones fisiológicas de su organismo, entran a formar parte de un proyecto de vida y trabajo, se abren a la convivencia y al hecho de compartir, y tanto más las relaciones sexuales, que integran las pulsiones instintivas y emotivas en la relación de una persona con otra, en la señal- sacramento de su cuerpo.

2.3. “Re-conocer” la vida: dimensiones antropológicas y éticas

La afirmación del ser personal es al mismo tiempo afirmación de una dignidad especial que debe reconocerse y de exigencias éticas de respeto que es preciso honrar.  Efectivamente, sólo en la relación con la libertad de otras personas se establece el carácter personal de un ser humano.  Puedo definirme a mí mismo como persona únicamente en relación con las personas.  Las personas se dan unas a otras no como objetos (etwas: “algo”), sobre los cuales hablar y de los cuales disponer, sino como “sujetos” (jemand: “alguien”) con los cuales hablar y a los cuales respetar en su irreductible alteridad subjetiva[30].

La densidad ética de la relación interpersonal es el contexto en el cual se da o no se da el reconocimiento de la persona.  Reconocer a las personas como tales se revela así como el primer deber fundamental y, más aún, como el fundamento radical de todo otro deber sucesivo.  La relación con la persona del otro es la experiencia ética originaria, en la cual emerge el carácter absoluto del deber.  Emmanuel Lévinas captó con gran vigor el surgimiento de la dimensión ética en el encuentro con el rostro de la otra persona: “La relación con el rostro es inmediatamente ética.  El rostro es lo que no se puede matar: aquello cuyo sentido consiste en decir ‘tú no me matarás’”[31]. La experiencia del deber moral corresponde por consiguiente a la percepción de la persona y su dignidad.  Se habla de hecho en sentido propio de los deberes sólo en relación con las personas.  El reconocimiento de la persona en su dignidad de fin y nunca de medio, de sujeto y no de cosa, de “alguien” a quien respetar y amar y no de “algo” para usar, se manifiesta como experiencia ética originaria, como una respuesta de la libertad adecuada a la realidad del otro y de la relación.  El reconocimiento se presenta con rasgos de peculiar carácter absoluto, se impone a la conciencia de manera incondicional y sin embargo no requerida.  La negación de este debido reconocimiento a otro tiene en todo caso una repercusión de máxima gravedad en el sujeto que no lo lleva a cabo: quien no trata al otro ser humano como persona hiere en sí mismo su propia dignidad de persona.  Negar la densidad ética de la relación interpersonal significa descender del nivel en el cual también el propio ser persona tiene significado.

A estas tesis se opone, en la bioética “laica”, la tendencia a distinguir claramente entre vida humana biológica y vida humana personal: lo relevante en el plano moral no sería el hecho de pertenecer biológicamente a una determinada especie, sino la posibilidad de constatación factual de la presencia de cierta capacidad o la manifestación empírica de ciertos comportamientos que permitan calificar al sujeto como autónomo.  A tal propósito, sólo los seres adultos normales, en condiciones de entender y querer, tendrían en sentido estricto la condición moral de las personas.  Y por consiguiente no todos los seres humanos son personas. Según H. T. Engelhardt, “la vida humana puramente biológica es anterior al comienzo de la vida de las personas en sentido estricto y comúnmente prosigue durante cierto período después de su muerte”[32].  En esta línea, el bioeticista australiano Peter Singer condena como “especiecismo” (speciecism) lo que en su opinión constituye una infundada parcialidad con seres que sólo son parte de nuestra especie humana desde el punto de vista biológico.  Él identifica el criterio decisivo para la atribución de la personalidad con una característica del sistema nervioso desarrollado de experimentar dolor.  Y con sorprendente y despiadada coherencia concluye: “La vida de un niño recién nacido de la especie humana tiene por consiguiente menos valor que la vida de un cerdo, un perro o un chimpancé”[33].

El carácter absurdo de esta separación entre ser humano y persona debería llevar como lógica consecuencia a la afirmación de que la conciencia (elemento que determinaría la diferencia) es un factor agregado ocasionalmente al hombre con el fin de producir la persona.  La identificación, de la dimensión personal con una característica biológica o funcional accidental del ser humano es en todo caso consecuencia de la adopción de una perspectiva cognoscitiva empirista sensista, según la cual sólo existe el “hecho” constatable mediante la ciencia biológica.

Y sin embargo el reconocimiento de un carácter personal al ser humano no es una atribución arbitraria que prescinda de toda base biológica.  El reconocimiento presupone a aquel que es reconocido y no crea su existencia ni su valor.  Ciertamente, existe un debido crédito de humanidad para el ser humano en sus comienzos, que puede desarrollarse como persona sólo cuando es tratado como tal por su madre y el medio ambiente.  Con todo, este crédito anticipado, base de la educación, tiene su fundamento en cualidades intrínsecas del pequeño ser humano.  Sólo en las fábulas, un trozo de madera tratado como niño llega luego a ser de hecho un niño de carne y hueso.

En este sentido, es incorrecto hablar de “persona en potencia”: las personas siempre son en acto.  La personalidad no es el resultado de un desarrollo, sino la estructura intrínseca característica que permite el desarrollo.  Por otra parte, existe una contradicción en la pretensión de basar o incluso hace depender de sus aplicaciones concretas el carácter incondicional de la exigencia de respeto requerida por el reconocimiento del ser persona de la constatación de presupuestos empíricos en particular que siempre son por naturaleza hipotéticos.  Es preciso entonces concluir, con Robert Spaemann, que sólo hay un criterio para determinar el ser persona: el hecho de pertenecer biológicamente a la especie humana.  “El ser de la persona es la vida de un hombre. (…)  Y por consiguiente persona es el hombre y no una característica del hombre”[34].

2.4. Ontología simbólica y apertura al misterio de la vida

La vida, objeto de la bioética, se presenta entonces ante nuestra mirada con diversos grados ontológicos de realización.  En el vértice se encuentra la vida humana personal, que coincide sin posible separación con la vida del ser humano.  A partir de este vértice ontológico, que opera también como criterio ético fundamental, será preciso considerar luego las problemáticas vinculadas con el cuidado de las formas de vida inferiores y el respeto por el medio ambiente.  Ahora, como se ha dicho, la persona constituye el nivel más perfecto de todo cuanto existe, el grado más alto de ser que podemos encontrar.  Y la persona se da a conocer en la libertad, con la modalidad de un “re-conocimiento”, en el cual está totalmente implicada en una relación de sujeto a sujeto.

Si, como se ha visto, existen distintos grados de manifestación y densidad simbólica de la señal, corresponderá a éstos también una profundidad diversificada de presencia de la libertad.  Los niveles más elementales y simples del ser pueden implicar una mínima presencia y prácticamente prescindir de la libertad; pero los más elevados y perfectos exigen la máxima participación de la totalidad del sujeto.  El punto más agudo de la dramática interpelación de la libertad se verificará precisamente en el conocer a la persona, vértice ontológico en el cual el ser se da: el conocer tiene siempre la modalidad de un “re-conocer”.

Así, la ética es una dimensión siempre necesariamente presente y no puramente sucesiva a un saber metafísico objetivo en el cual no estaría presente la libertad.  El ser se manifiesta en el símbolo real de la persona como verdadero y bueno a la vez y pide ser libremente reconocido.  La ética, que tiene su momento originario en la relación con la persona del otro, resulta ser más bien un lugar especialmente denso para la ontología.  El lugar de una percepción existencial, aun cuando no necesariamente tematizada por la dimensión de “misterio” que implica la vida, en el sentido de que en el cuidado de la vida del otro se abre la libertad la posibilidad de comprender una trascendencia que ahí se manifiesta.

Sobre estas bases se abre naturalmente una pista de diálogo con la fe cristiana y la teología en sentido vigoroso, entendida como reflexión crítica y sistemática sobre la Revelación.  El Evangelio de la vida puede iluminar la concepción de la vida, que la bioética utiliza como paradigma.  En el cristianismo, de hecho, la verdad tiene un carácter eminentemente histórico y personal: es un evento que se da en la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, “camino, verdad y vida” (jn 14, 6).  La fe cristiana se manifiesta entonces como la realización gratuita y sobrenatural de una estructura antropológica originaria de la fe, que lejos de contradecir a la razón, abre de par en par su horizonte y permite ahí la apertura a la verdad.  Así, la teología tampoco puede considerarse a priori de carácter extrínseco y marginal en relación con los discursos de la bioética que se ocupan del misterio de la vida humana personal.

3.- LA CONTRIBUCIÓN DEL EVANGELIO 

AL RECONOCIMIENTO DEL MISTERIO DE LA VIDA

3.1. Teología de la vida a la luz de la creación

La encíclica Evangelium vitae desarrolla una “teología de la vida” precisa.  En sintonía con la fe de la Iglesia, que confiesa que la vida resplandece mediante el Evangelio de Jesucristo (ver 2 Tm 1, 10), esa teología posee una auténtica dimensión cristológica, centrada en los misterios de su vida, muerte y resurrección.

Ahora bien, sin embargo, precisamente la doctrina cristiana de la creación es acusada desde hace un tiempo de haber dado origen a un antropocentrismo unilateral, que por una parte ya no se podría sostener con posterioridad a las teorías evolucionistas[35], y por otra se considera responsable del desequilibrio ecológico de nuestra civilización de la explotación consumista.  Fue ya el filósofo Arthur Schopenhauer quien criticó por primera vez en forma áspera la religión judía y el cristianismo, porque al insistir en la posición central y predominante del hombre habrían llevado a considerar el resto de la creación en calidad de objeto, del cual la humanidad podría disfrutar a su arbitrio[36].  La orden bíblica “Someted a la tierra” (Gn 1,28) habría degradado toda ora forma de vida reduciéndola a mero objeto de uso, induciendo de este modo a abusar de las plantas, los animales y las energías del mundo en general.

Por este motivo habría que pasar del orgulloso e injustificado antropocentrismo al biocentrismo[37]: el hombre ya no puede estar en el centro del cosmos, sino la vida, con sus variadas y múltiples formas, sus grados de realización diversificados y su inagotable dinamismo.  En este renovado biocentrismo, que repudia el legado de la antropología judeo-cristiana, convergen y entran en conflicto entre ellos un vago panteísmo típico de algunas corrientes ecologistas y la reivindicación cientista dirigida a poder experimentar todo sin atribuir un carácter privilegiado a la vida humana: un naturalismo que se opone a la razón y un racionalismo que pretende dominar ya sin límite alguno la naturaleza, incluso humana.

Este debate, con su acusación indiferenciada y sus contradicciones internas, invita con todo a distinguir más precisamente entre la concepción antropocéntrica de la modernidad, que considera a la naturaleza puramente como materia manipulable por parte del proyecto de progreso elaborado por la razón humana, y la auténtica visión bíblica del hombre.  Si la naturaleza es puramente producto del azar y la necesidad, sin objetivo intrínseco ni diseño alguno, si es un mero objeto que no expresa voluntad creadora alguna, “entonces el hombre resulta ser el único sujeto y la única voluntad.  Por consiguiente, el hombre inicialmente objeto de conocimiento del hombre, ahora pasa a ser más bien objeto de su voluntad, la cual obviamente es voluntad de poder sobre las cosas. Semejante voluntad, una vez que el poder incrementando haya superado la necesidad, se convierte en deseo puro y simple, un deseo que no tiene límites”[38].  Se ve así que el exasperado antropocentrismo, responsable de la degradación del mundo, reducido a objeto, no es fruto de la narración bíblica, sino, por el contrario, precisamente de la pérdida del sentido auténtico de la creación.  En realidad, la tarea encomendada por el Creador al hombre de “labrar y cuidar la tierra” (Gn 2, 15) indica la responsabilidad confiada al mismo de ocuparse del mundo como creación de Dios, descubriendo y siguiendo su ritmo y su lógica interna.  Lo creado no es por tanto pura materia ni -lo que es peor- “material” para dominar, sino un jardín para cultivar, con formas de vida cuyo lenguaje es preciso conocer[39].

Una teología de la creación en la línea del cristocentrismo trinitario puede permitir comprender la originaria participación conjunta del hombre y todo ser vivo en el diseño creativo de Dios[40].  El Hijo es el Logos de lo creado, la Sabiduría que da origen a su orden y establece su sentido.  El Espíritu de Dios, que es “Espíritu de la vida”, orienta ahí el dinamismo del desarrollo hacia una creciente autonomía, que tiene su culminación en el hombre, llamado a ser el “portavoz” de lo creado.  El Hijo y el Espíritu son, como ya decía Ireneo, las dos manos utilizadas por el Padre para crear todas las cosas[41].

La finalidad de lo creado no es por tanto simplemente antropocéntrica, sino que tiene como objetivo la glorificación de Dios mediante la colaboración del hombre en el cumplimiento de un proyecto en desarrollo hacia su plena realización.  La perspectiva escatológica, descrita en el capítulo VIII de la Epístola a los Romanos, reúne en un destino único al hombre y lo creado, que “gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8, 21 s.), ya que también ella espera la revelación de los hijos de Dios para entrar en la libertad de la gloria.  Cristo ya ha entrado en ella, con su verdadero cuerpo resucitado, primicia no sólo de la humanidad, sino de toda la creación[42].  El aliento trinitario del diseño creativo permite comprender mejor la unidad teológica de la antropología y la biología.  La naturaleza, en sus múltiples y variadas formas de vida, no es sacralizada ni despreciada, sino reconocida en su condición de parte de la creación.  El hombre no es ni el dueño absoluto ni una mera forma biológica casual.  Como vértice de lo creado, está llamado a una inmediatez en la relación con Dios y a un destino eterno de comunión con Él, que no excluye la creación, sino que la incluye como encomendada a sus cuidados.

3.2. Dimensiones teológicas de la vida humana a la luz del Evangelio

En el horizonte de la responsabilidad ministerial con lo creado, la vida humana es intangible y merece por tanto un respeto incondicional, no por ser vida, sino porque es vida de una persona.  ¿Pero por qué la vida humana, tan precaria y contingente, debería merecer un respeto absoluto e incondicional? ¿Por qué la vida de una persona humana debería considerarse un bien digno de respeto incondicional? Para estas interrogantes decisiva, pero a las cuales la razón humana no logra dar sola una respuesta satisfactoria, en definitiva, la teología ofrece pistas de soluciones vigorosas e iluminadoras.  La motivación teológica del valor de la vida humana se encuentra en ese “vínculo específico y particular con el Creador”, que está establecido en su deliberación originaria: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1, 26; EV 34).  Si cada cosa creada subsiste en virtud de una relación con el Creador, y si en particular cada forma de vida manifiesta algo de la riqueza de vida de Dios, hay sin embargo una clara distinción entre la vida humana y la vida de las otras criaturas.  Esta distinción es captada por la teología de la imagen: la persona humana está en una relación única y peculiar con Dios.  Mientras todos los demás seres vivos tienen una relación genérica y mediata con el Creador, el ser humano, cada ser humano, se encuentra en una relación de inmediatez personal con Él.  Se trata ante todo de una relación de origen.  En el segundo relato yahvista de la creación (Gn 2,7), la vida del hombre, si bien éste ha sido plasmado del fango, no surge en continuidad con el dinamismo biológico inferior, sino mediante una nueva y extraordinaria intervención de Dios, del cual inhala su soplo divino.  Según la doctrina tradicional católica, enseñada por Pío XII en la encíclica Humani generis y reafirmada por Juan Pablo II en Evangelium vitae, n. 43, el alma inmortal de cada persona es creada de manera inmediata por Dios, con lo cual se transmite la imagen y semejanza.

En segundo lugar, se establece con Dios una relación de finalización.  Cada hombre es creado con miras a una comunión personal con Dios, en el conocimiento y el amor.  Precisamente esta vocación para la vida eterna permite comprender aún más el significado del origen “a imagen y semejanza” con Dios.  El dato específico del hombre como criatura apunta al don gratuito y sobrenatural: la participación en la vida misma de Dios como “hijo en el Hijo”.  En realidad, “ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).  La resurrección de Cristo en su verdadero cuerpo y la asunción al cielo de María muestran cómo también el cuerpo está llamado a la divinización y puede participar de la comunión con Dios[43].  Por este motivo, el valor pleno de la vida humana, desde sus fases iniciales y en sus dimensiones biológicamente más humildes, sólo puede captarse adecuadamente en la perspectiva del fin sobrenatural al cual está destinada.  Si sólo Dios puede tomar la iniciativa de llamar a una criatura a participar en su misma vida divina y si cada ser humano por Él creado está de hecho predestinado a esta elevadísima vocación, en el Hijo mediante el Espíritu, es preciso afirmar entonces que desde el surgimiento inicial de una vida humana, Dios mismo está implicado, en su iniciativa trinitaria y personal, en un vínculo único e irrepetible de vocación.

A la luz de esta antropología teológica y cristocéntrica, el bien de la vida humana puede precisarse en la articulación de sus dimensiones fundamentales, evitando desestimaciones materialistas o indebidas sacralizaciones.  Ciertamente, el concepto de vida, si bien en sí mismo es simple e inmediato, implica una gran complejidad semántica.  Sin una adecuada distinción de las articulaciones y de una comprensión orgánica de los nexos, se corre el riesgo de confusiones peligrosas.  La vida física del hombre se polariza hacia el valor de la persona, llamada en Cristo a participar en la vida divina.  Guiándose con la teología de Juan acerca de la “vida”[44] y aprovechando las distinciones terminológicas que en la misma se puede encontrar, es posible reconocer tres distinciones fundamentales.  A nivel basilar, se encuentra de hecho el Bios, que el hombre comparte fundamentalmente con los otros seres vivos.  Se trata de esa organicidad dinámica, que tiende espontáneamente a afirmarse y mantenerse vital mediante intercambios con el medio ambiente, pero inevitablemente decae y luego cae nuevamente en lo inorgánico.  En un nivel superior de la naturaleza, se encuentra la dimensión de la vida espiritual propiamente humana.  Ésta proviene en el hombre del principio espiritual del alma y le otorga la condición de persona consciente y libre.  Es la dignidad propia del alma espiritual y de avanzar hacia lo infinito, de ser “capax Dei”.  Por último, en el plano de la gracia, se encuentra el evento cualitativamente nuevo y no deducible de los niveles inferiores (ya sea constitutivamente, esencialmente o como exigencia), de la vida divina sobrenatural[45].  Así se trata de un don totalmente dependiente del amor gratuito de Dios, que abre la dimensión de la participación del hombre en la vida íntima de Dios mismo: la vida eterna.

En la anterior distinción tripartita, orgánicamente compaginada, se coordina la distinción de dos etapas de la vida del hombre: temporal (en camino) y definitiva (en patria).  Constituiría sin embargo una gravísima equivocación relegar la “vida eterna” únicamente al más allá.  Por el contrario, ésta comienza ya en la etapa temporal y se plantea como carácter incipiente germinal de lo definitivo y como polo que de manera finalista atrae y da significado a toda otra expresión de la vida.  La vida terrenal es al mismo tiempo relativa y sagrada: no es el bien supremo al cual todo se debe sacrificar o preservar a cualquier costo; tampoco es un bien instrumental a entera disposición nuestra.  De ella es dueño absoluto sólo el creador, único al cual corresponde la opción de darle fin, ya que a él se debe la iniciativa de haberle dado origen.  El hombre no tiene en relación con ella “un señorío absoluto, sino ministerial”, reflejo del señorío único e infinito de Dios.  La caridad como entrega total de uno mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, y a las personas, portadoras de su imagen, realiza el sentido último de la vida y anticipa el destino final de los bienaventurados.  De hecho, “el sentido más verdadero y profundo de la vida consiste en ser un don que se realiza en el darse”.  Mostrando en la Cruz el vértice del amor, Cristo da testimonio de que “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y así proclama que “la vida alcanza su centro, su sentido y su plenitud cuando es dada”.

La reflexión sobre la bioética nos ha conducido a encontrar una aporía fundamental, que se presenta a propósito de su objeto, la vida, cuando éste se confía al análisis puramente de la ciencia.  Una mera aplicación de la casuística en semejante análisis es inadecuada para el alcance de los problemas planteados y corre riesgo a veces de convertirse en cómplice de consecuencias tecnocráticas cuando sólo deja en manos de la biología la definición de lo que es vida[46].

La Evangelium vitae ha propuesto bastante más que una casuística, bastante más que una casuística, bastante más que una bioética de los límites: ha invitado a elaborar una auténtica y nueva “cultura de la vida” (n. 95), en la cual la luz del Evangelio puede aportar su contribución esencial.  Esto implica una profunda reflexión epistemológica, en el ámbito de la bioética, para la cual aquí sólo se han podido indicar algunas pistas de investigación. La extraordinaria riqueza del objeto de conocimiento, la vida, requiere ser indagada mediante la correspondiente complejidad multiforme de los enfoques, pero también de acuerdo con una unidad fundamental de la mirada, que asegure la unidad formal de la disciplina.

La racionalidad científica debe dejarse guiar por una mirada de carácter contemplativo y más bien metafísico de la vida, para lo cual la actitud adecuada es el reconocimiento.  La teología de la creación y más aún el Evangelio de la vida ofrecen a esta mirada perspectivas de base y profundización de gran interés.  La clarificación que la Revelación otorga al reconocimiento de la vida no se produce de hecho desde el exterior, sino desde el interior de la experiencia humana. La luz de la Palabra de Dios, en correspondencia con el corazón del hombre, despierta un patrimonio de evidencias humanas, de valor racional, capaces de conducir la acción del hombre de tal manera que las capacidades técnicas cada vez más refinadas de intervención estén al servicio del gran destino al cual la vida del hombre y del cosmos está llamada.


Notas

[1]  En el ámbito del debate bioético italiano, se pueden señalar dos trabajos colectivos, que recientemente han puesto en tela de juicio la censura y han planteado nuevamente la cuestión radical: A. SCOLA (a cargo), Quale vita? La bioética in questione, Mondadori, Milán, 1998; G. ANGELINI (a cargo). La bioética. Questione civile e problema teorici sottesi, Glossa, Milán, 1998.
[2] Ver G. ANGELINI, “La questione radicale: quale idea di “vita”? en Id., La bioética, op. Cit., 177-206.
[3]  H. JONAS, Organismo e libertá. Verso una biología filosófica, Einaudi, Turín, 1999.
[4] J. MONOD, Le hasard et la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne, Le Seuit, París, 1970.
[5] Ibid., 110.
[6]  Ibid., 105.
[7] Ibid., 127.
[8]  Ver R. GUARDINI: La fine dell’epoca moderna. II Potere, Morceltiana, Brescia, 1984.
[9] A propósito; F. CHIEREGHIN, Fede e ricerca filosófica nel pensiero di S. Agostino, Cedam, Padua, 1965; Id., Saggi di filosofía della religiones, Cusi, Padua, 1988.
[10] H. T. ENGELHARDT, “Cerchiamo Dio e troviamo l’abisso: bioética e teología naturale”, en AA.VV. (E. E. SHELP a cargo), Teología e bioética. Fondamenti e problema di frontiera, Dehoniane, Bolonia, 1989, 149-165.
[11] Éste es el significado esencial de la encíclica Fides et ratio; ver J. RATZINGER, “Fede, veritá e cultura. Riflessioni in collegamento con “Enciclica “Fides et ratio”, en Id., Fede, veritá, tolleranza, II cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena, 2003, 193-221.
[12] Ver ARISTÓTELES, De anima, II, 1, 403 b 16. Al respecto: M. SANCHEZ SORONDO (a cargo). La vita, Pul-Mursia, Roma, 1998.
[13]  Ver G. SERMONTI, Le forme della vita. Introduzione alta Biología, Armando, Roma, 1981; M. LOCQUIN (a cargo), Aux origines de la vie, Payard, París, 1987.
[14]  Ver M. POLANY, “Life’s  Irreducible Structure”, en Science 160 (1968), 1308-1312.
[15] H. JONAS, Dalla fede antica all’uomo tecnológico, II Mulino, Bolonia, 1991, 192. Ver también : Id., The Phenomenon of Life: Toward a Philosophical Biology, Harper & Row, Nueva York, 1966.  El fenómeno biológico de la “vida” implica dos factores irreductibles a la química y la física: la capacidad de autocontrol de organismo vivo, que no garantiza su identidad, y el finalismo intrínseco: ver Ph. CASPAR. “Génération: enracinement biologique et enjeux spirituel”, en Anthropotes XIV72 (1998), 287-358.
[16]  Ver R. COLOMBO, “ Vita: dalla biología all’etica”, en SCOLA, Quale vita?, op. Cit. 169-195.
[17] Ver Ph. CASPAR, la saisie du zygote humain par l’esprit. Destin de l’ontogenese arsitotélicienne, París -Namur, 1987, 411 ss.
[18]  Efectivamente, aun cuando la materia sea el principio de individuación, el individuo llega a ser inteligible únicamente en la unidad con la forma.
[19]  Al respecto, véase la posición de D. L. SCHINDLER , “ A Response to the Statement, ‘Production of Pluripotent Stem Cells by Oocyte Assisted Reprogramming”, en Communio 32 (Summer 2005), 369-380, a propósito  de un reciente debate en los Estados Unidos de América: “La determinación de la presencia de la vida en sus más menudos inicios no es precisamente obvia a modo de hecho positivista, sino que siempre implica la mediación filosófica (aun cuando a veces sea inconsciente)”.
[20] Ver L. R. KASS, Life, Liberty and the Defense of Dignity.  The Challenge for Bioethics. Encounter Book, San Francisco, 2002, 133-139.
[21] Ibid., 138
[22]  Ver R. SPAEMANN, Personen. Versuche über den Unterschied zwischen, etwas ‘und jemand’, Klett-Cotta, Stuttgart, 1996.
[23] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I, q. 29, a 3.
[24] Ver JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis 13,  3.
[25]  Ver JJ. PÉREZ SOBA DIEZ DEL CORRAL, La pregunta por la persona. La respuesta de la interpersonalidad, “Studia Theologica Matritensia”, Madrid, 2001.
[26] Ver J: CROSBY, The Selfhood of the Human Person, CUA Press, Washington DC, 1996, 41-81.
[27]  ARISTÓTELES, De Anima, II, 4, 415 B 13.
[28]  Ver SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., de. 5, 6, a 2: “non tantum ab anima habet homo quod sit persona, sed ab ea et corpore, cum ex utrisque susbsistat”.
[29]  Ver las Catequesis del miércoles de Juan Pablo II, Uomo e donna lo creó, Catechesi sullámore umano, LEV – Citta Nuova, Roma, 1985, XLV, 187-189.
[30]   Ver SPAEMANN, op. Cit., 13-24.
[31]  E. LÉVINAS, Ética e infinito. Dialoghi con Philippe Nemo, Cittá Nuova, Roma, 1984, 101.
[32] Ver H. T. ENGELHARDT, Manuale di bioética, II Saggiatore, Milán, 1991: cap. IV, S: “La vida humana biológica con la vida humana personal”, para una revisión crítica del reciente debate sobre el concepto de persona: L. PALAZZANI, II Concetto di persona tra bioética e diritto, Giappichelli, Turín, 1996.
[33] P. SINGER, Practical Ethics, Cambridge University Press, Cambridge, 1980, 48-71.
[34]  Ver SPAEMANN, op. Cit., 264.
[35]  Ver J. RACHELS, Creati dagli animali, Implicazioni morali del darwinismo, Ed. Comunitá, Milán, 1996.
[36] Ver A. SHOPENHAUER, “Sullia religione”, en Parergia paralipomena, Boringhieri, Turín, 1963.
[37] Ver el número especial dedicado al tema “¿Antropocentrismo o biocentrismo?, de Anthropotes XIII/1 (1997)
[38] H. JONAS, Dalle fede antica allóumo tecnológico, II Mulino, Bolonia, 1991, 262-263.
[39]  Ver J. RATZINGER, Creazione e peccato. Catechesi sull’origine del mondo e sulta caduta, Paoline, Cinisello Balsamo, 1986, 30-34.
[40] Ver; W. PANNENBERG, Teología sistemática, vol. II, Queriniana, Brescia, 1994, cap, VII: “La creazione del mondo”, 11-201; sobre lo mismo: Toward a Theology of Nature, Essays on Science and Faith, Louisville, Kentucky. 1993.
[41]  SAN IRENEO, Adversus Haereses, IV, 20, 1.
[42] Ver el aporte sugerente y panorámico ofrecido por J. GRANADOS, “Love and the Organism: A theological Contribution to the Study of Life”, que apareció en Communio (USA) después de presentarse en el Simposio de Communio para el Centenario del nacimiento de H. U. von Balthasar: “Love alone is credible” (Washington DC, April 14-17, 2005). El autor, partiendo de la analogía entre el dualismo moderno entre mundo material y dimensión del espíritu y la problemática del gnosticismo, muestra la fecundidad de la reflexión de los Padres del siglo II para una comprensión teológica de la naturaleza creada, en la cual el amor y el organismo vivo se comprenden en su recíproca interacción.
[43]   Ver J. J. WALTER, “Theological Issues in Genetics”, en Theological Studies 60 (1999), 124-134.
[44] Al respecto: F. MUSSNER, Zoé, Die Anschauung vom “Leben” im vierten Evangelium, Zink, München, 1952; R. W. THOMAS, “The Meaning of the Terms ‘Life´ and ‘Death’ in the Fourth Gospel and in Paul”, en Scottish Journal of Theology 21 (1968), 199-212.
[45]  Ver H. DE LUBAC, Petite Catéchése sur nature et gráce, Communio-Fayard, París, 1980, 18-25.
[46] Es posible ofrecer un ejemplo en el debate actual de la bioética en Estados Unidos. Con el fin de evitar las reservas morales provocadas a propósito de la destrucción de embriones humanos clonados y luego destruidos en vista de la selección de células estaminales pluripotentes, hay quienes han propuesto una alternativa llamada ANT (Altered Nuclear Transfer): se trata de un procedimiento citológico-embriológico destina a producir células estaminales mediante el traspaso en un ( ovoplasto) de un núcleo somático celular (carioplasto) alterado, de manera de silenciar uno o más genes esenciales para el primer desarrollo normal del embrión.  Luego se propuso también una segunda técnica, análoga a la primera, llamada OAR (Oocyte Assisted Reprogramming), en la cual se altera el citoplasma del ovocito, siempre con el fin de crear una entidad embrionaria que no sea capaz de desarrollarse más allá del nivel de la totipotencia celular.  Al respecto, ver la discusión referida en D. L. SCHINDLER, “A Response to the Joint Satatement, Production of Pluripotent Stem Cells by Oocyte Assisted Reprogramming’, en Communio 32 (Summer 2005), pp. 369-380, en la cual resulta evidente el grave límite del enfoque, que pretende decidir si se trata de vida embrionaria humana sobre la base de criterios puramente biologistas, como la epigénesis, considerando en el fondo que el organismo no es más que la suma de sus partes y negando a la entidad embrionaria su condición humana únicamente porque es silenciado intencionalmente el gen del desarrollo.  Ver la intervención de quien ideó la técnica: W. B. HARLBUT, “Altered Nuclear Transfer as a Morally Acceptable Means for the Procurement of Human Embrionic Stem Cell”, en CUA Debate, 4-5 de octubre de 2004, y el comentario crítico de R. COLOMBO, “Altered Nuclear Transfer as an Alternative Way to Human Embrionic Stem Cells: Biological and Moral Notes”, en Communio 31 (Winter 2004), pp. 645-648.

Salvar a la familia es la operación estratégica fundamental para librar a la sociedad de la grave descomposición a la que se encamina.Es preciso recuperar, junto a ella, el valor del hombre y la presencia de Dios.  La familia hoy es víctima de la “nueva cultura” en la cual existe un predominio absoluto de la tecnología y cuyas características son: el rechazo a la búsqueda de la verdad en favor de la novedad; la creación en vez de la creatividad, la síntesis de la experiencia más que la racionalidad.

Saving the family is a fundamental deed in order to save society from the grievous decomposition to which it goes.  It is necessary to recuperate, with it, the value of man and the presence of God.  Today the family is the victim of the “new culture” in which there is an absolute preponderance of technology and whose characteristics are: rejection of the search for truth in favour of novelty: creation instead of creativity, synthesis of experience rather than rationality.

¡”Familia”!  La palabra sagrada durante siglos, rica de un significado misterio pero cautivador, expresión de un profundo y estrecho vínculo de amor capaz de manifestarse en el don de la vida y en la educación auténticamente humana de los hijos, parece perder, hoy, su grandeza, al verse desvalorizada.  Lo subrayaba con angustia el Papa Juan Pablo II el 27 de agosto de 1999 a los participantes en la Semana Internacional de Estudio promovida por el Pontificio Instituto para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia: “con respecto a hace dieciocho años, cuando comenzó nuestro camino académico, el desafío planteado por la mentalidad secularista a la verdad sobre la persona, el matrimonio y la familia se ha vuelto, en cierto sentido, aún más radical.  Ya no se trata solamente de una puesta en tela de juicio de algunas normas morales de ética sexual y familiar.  A la imagen de hombre y mujer, propia de la razón natural, y particularmente del cristianismo, se opone una antropología alternativa que rechaza el dato, inscrito en la corporeidad, según el cual la diferencia sexual posee un carácter identificante para la persona.  Como resultado de ello, entra en crisis el concepto de familia fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, como célula natural y fundamental de la sociedad.  La paternidad y la maternidad son concebidas sólo como un proyecto privado, realizable incluso mediante la aplicación de técnicas biomédicas que pueden prescindir del ejercicio de la sexualidad conyugal.  De ese modo, se postula una inaceptable “división entre libertad y naturaleza”, que, por el contrario, “están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas” (Veritatis splendor, 50)”[1].

La “tercera cultura”

Era de esperarse la pérdida de este inmenso valor, en una sociedad deslumbrada por las conquistas científicas y tecnológicas que han ido aumentando de modo exponencial en los últimos treinta años.  Conquistas que han favorecido, sin lugar a dudas, y seguirán favoreciendo, la superación de muchas difíciles condiciones humanas; pero que, habiendo hecho surgir en los científicos y en los tecnólogos un “sentido de omnipotencia”, y en la sociedad una tendencia incontenible a la “calidad de la vida”, han contribuido a opacar -hasta borrarlos- el sentido del “hombre” y el sentido de “Dios”.La familia de hoy es víctima de la “nueva cultura” que ha invadido y está desmoronando, en lo más profundo y fundamental, cada una de las capas sociales.  Cultura a la que hemos llegado casi sin darnos cuenta, y en la que nos hemos sumergido.  Cultura -así comienza J. Brockman en un libro reciente- “dominada por científicos y otros pensadores del mundo empírico que, a través de su trabajo y sus escritos, están reemplazando a los intelectuales tradicionales para dar visibilidad a los significados más profundos de nuestra vida, volviendo a definir quiénes y qué somos[2]. Cultura en la que tiene un predominio absoluto la tecnología, cuyas características esenciales, según un agudo análisis de K. Kelly[3], son las siguientes: el rechazo a la búsqueda de la “verdad” para buscar la “novedad”; la “creación” en vez de la “creatividad”; la “síntesis de la experiencia” más que la “racionalidad”. Cultura, “cuya fuerza consiste, precisamente, en ser capaces de tolerar el desacuerdo acerca de cuáles ideas son las que se deben tomar en serio”[4], y que ha creado rápidamente una impresionante y preocupante situación, definida por L. Pati como “obnubilación axiológica”, que “influye fuertemente en la organización jerárquica de los valores que presiden la vida familiar y conyugal”[5].

El rostro de esta “tercera cultura” aparece en toda su esencia real si se examinan los principios generales o axiomas que representan la base de su acción.  Son cuatro los principios que apenas se mencionarán, pero su crudeza y generalidades están confirmadas en una literatura muy amplia.

1.- No existe nada fuera del Universo. La afirmación de Brockman es clara.  En la tercera cultura -dice él- “se afrontan preguntas fundamentales: ¿De dónde procede el universo? ¿De dónde ha llegado la vida? ¿De dónde ha venido nuestra mente?”.  Sus respuestas “implican el postulado indiscutible según el cual los sistemas más complejos -el organismo, el cerebro, la bioesfera y el universo mismo- no han sido construidos según un designio, sino que todo ha ido evolucionando”[6].  E. Severino insiste: “La filosofía está demostrando, desde hace dos siglos, que no puede existir ninguna realidad eterna: por este motivo todo puede ser dominado por la técnica”[7].  C. Piancastelli urge: “en el mundo, en realidad, no hay ninguna huella de Dios […] el punto crítico sigue siendo el de la inexistencia de Dios en el espacio de una racionalidad del discurso del que ya no podemos prescindir”[8].

2.- En la escala animal no hay saltos de calidad. “La hipótesis asombrosa -afirmaba el Premio Nobel F. Crick- es que “tú”, tus alegrías, tus dolores, tus recuerdos, tus ambiciones, tu sentido de la identidad personal y libre voluntad, en realidad no son sino el comportamiento de una gran cantidad de células nerviosas y de moléculas asociadas a ellas”[9].  El hombre no es nada más que cualquier otro animal.

3.- La ética no tiene principios inmutables.  Según E. Mayr, se ha ido desarrollando gradualmente, favorecida por el desarrollo cerebral, y sus normas “deben ser, por tanto, suficientemente flexibles y versátiles para adaptarse a las condiciones que han cambiado”[10].  He aquí la postura decidida, adoptada por el presidente del 2° Workshop internacional sobre los aspectos éticos del “proyecto genoma humano”, al inaugurar los trabajos: “recordemos que la ética no es una disciplina objetiva […] Representa y refleja las costumbres aceptadas por la sociedad.  Así, pues, el desarrollo casi exponencial de la ciencia y de su impacto en la sociedad modifica y, sin lugar a dudas, seguirá modificando los conceptos éticos”[11].

4.- Ciencia y tecnología son neutras.  Nadie puede entrometerse en la actividad del científico, ni en la del tecnólogo.  A ellos les pertenece, por principio, la total libertad de elección y de decisión. Muy explícitamente, J. Ziman, profesor emérito de física teórica en la Universidad de Bristol y presidente del Council for Science and Society, en un análisis riguroso sobre la ciencia y la tecnología, hoy, observaba: “Aún en la actualidad, muchos científicos refinados sienten instintivamente la intrusión de este elemento perturbador [la ética] en su ordenado y consagrado estilo de vida”; y “la ciencia industrial no posee el término “ético” en su algoritmo social”.  Y continuaba: “La ciencia, en su totalidad, ha sido separada de la ética por dos motivos distintos.  Por un lado, los científicos académicos se consideran indiferentes a las consecuencias potenciales de su propio trabajo.  Por el otro, los científicos industriales realizan un trabajo cuyas consecuencias se estiman demasiado serias para dejarlas en sus manos”[12].

En fin de cuentas, se trata se un sistema que excluye toda relación con otras formas de pensamiento que investigan más allá y por fuera de lo “cuantificable”, en busca de la “verdad”, sobre todo de la verdad sobre el “hombre”.  Es decir, se trata de un sistema operativo incapaz de recibir y transportar mensajes de otros sistemas con función superior capaces de dirigir, controlar y reglamentar su actividad; y depauperado, además, de los estímulos catalizadores.  En otras palabras, es un sistema cerrado, destinado tendencialmente -como todo otro sistema cerrado- a la patología, hasta llegar a la autodestrucción.  Para aclarar lo anterior, es útil la analogía con el destino de una célula, pequeño pero complejo sistema; también ella, cuando se alteran o se le priva de sus receptores que la comunican con el sistema más amplio al que pertenece -tejido, órgano y organismo- o se despoja de las proteínas indicadoras o catalizadoras cuya función es, respectivamente, la de transporte de señales o la de actividad estimuladora, es una célula que pronto se enfermará y está destinada a la descomposición.

Lo más grave es que este sistema axiomático operativo se ha impuesto, y está penetrando siempre más profundamente en la sociedad, hasta transformarse en su estructura ideológica fundamental.  Tanto para la sociedad, como para la ciencia y la tecnología, la ética, que permite distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo lícito y lo ilícito, y de comprender el verdadero valor del bien, de lo justo y de lo lícito, ya no tiene razón de ser.  La consecuencia está expresada claramente en un reciente ensayo: “Nessun Dio ci puó salvare” (ningún Dios puede salvarnos), de U. Galimberti: “La religión -afirma él- morirá.  No es un auspicio, ni mucho menos una profecía.  Es ya un hecho, que espera su cumplimiento […], porque el orden del mundo que en otros tiempos seguía el ritmo de sus mandamientos [de Dios], ahora está reglamentado por las leyes férreas de la técnica que ya no se remiten a Dios, porque no sólo han perdido el nombre de Dios, sino también el sentido, el origen, la huella […] ahora el hombre sucumbe bajo la hegemonía de la técnica, que no reconoce como propio límite la naturaleza, ni a Dios, ni al hombre, sino sólo el resultado obtenido, que puede ser transformado hasta lo infinito, sin otro objeto que el de la autopotenciación de la técnica como fin de sí misma”[13].

He aquí la atmósfera cultural predominante en la Europa postmoderna y, en general, en el “primer mundo”: triunfo de la tecnología, aniquilamiento del pensamiento que busca la verdad.  El fundamento de la ética se ha derrumbado.  Sin lugar a dudas, la ciencia postmoderna que tiende cada vez más hacia la “novedad”, y la tecnología avanzada, siempre más refinada y poderosa, son la expresión de las grandes capacidades de la mente humana de investigar en la naturaleza, revelar sus misterios, arrancarle sus secretos y dominarla.  Todo esto forma parte de los derechos y de la gloria del hombre.  Pero la ciencia y la tecnología, encerradas en sí mismas, en su modo de pensar mecanicista y narcisista, aunque siguen agigantándose y encontrando y preparando nuevos caminos para un mejor bienestar -desafortunadamente sólo para una parte privilegiada de la humanidad, hasta el momento[14] -están creando en la sociedad espacios de una gran inestabilidad, a la que siguen, inexorablemente, abandonos peligrosos, hasta la aniquilación no sólo de las estructuras más débiles, sino de los mismos cimientos, los únicos que pueden dar estabilidad a todo el sistema social: los valores.

La alteración de la familia

La familia no podía dejar de experimentar la presión de esta cultura y por causa de esta cultura, la familia está atravesando, bajo distintas formas, un serio y amplio proceso patológico que podría llegar hasta su des-estructuración total.  Esto resulta, con una evidencia preocupante, de serias investigaciones sociológicas[15].

El primer paso de este proceso fue, y sigue siendo, la alteración de la actividad que era considerada esencial en la familia: la procreación, acontecimiento con un significado insondable por los miles de efectos que lleva consigo para la pareja, para el concebido, para la familia y para la sociedad, se ha transformado -citando las expresiones del conocido sociólogo P. Donati- en un “bien de consumo relativo a otros bienes de consumo”; se ha degradado hasta llegar a ser una “mera construcción de individuos”, un “acontecimiento con riesgos que se han de evitar y, por tanto, debe ser ultracontrolado”, porque el hijo, “objeto que hay que poseer, tiene que corresponder a los criterios de mercado o del propio agrado” y, por consiguiente, es sometido a selección.  De aquí la modernización de los comportamientos procreativos para tener el hijo cuando y como se quiere.  El primero ha sido, y sigue siendo, el aborto voluntario, la mayor afrenta contra el hijo no deseado o rechazado; afrenta contra el hijo no deseado o rechazado; afrenta que, considerada en sí misma, así como la enorme proporción que ha alcanzado -sólo en Italia 136.715 en 2004, según datos del ministerio de salud-, constituye un verdadero acto de terrorismo contra el inocente, como quiera que se piense disimularlo y justificarlo.  El segundo es la reproducción técnicamente asistida[16], un procedimiento de mercado, hipócrita y éticamente censurable, mediante el cual se fabrican “hijos” a un precio muy caro, el 90 por ciento de los cuales destinados a la muerte, y los supervivientes podrán satisfacer sólo al 20 por ciento de las mujeres que lo han solicitado, incluso después de varios intentos.  El segundo paso, todavía más grave, de este proceso, es la desintegración.  La primera estructura de la célula-familia, alrededor de la cual se producen la desorientación, el abandono de los vínculos y la ruptura de los equilibrios es el hijo.  Lo expresa claramente y sin vacilaciones P. Donati: “de los estudios sobre la pareja italiana se desprende la tendencia -no poco significativa- a que el hijo no aparezca como algo importante para la pareja misma. […] el tema del hijo posible se hace latente. En esa latencia se puede observar que, en las nuevas generaciones, el hijo se estima como un elemento que transforma a la pareja en algo distinto. […] ayer, la pareja se consideraba como familia.  Hoy, la pareja y la familia se vuelven cosas substancialmente distintas.  Y el niño, que ayer era un “producto natural” de la pareja, se convierte en la expresión de algo que la pareja considera no poder dominar. […] en todo el debate sobre la procreación, incluso aquella artificial, no obstante la apariencia contraria, los “grandes ausentes” son, precisamente, los niños.  Las parejas pueden desear y hablar con inmenso cariño de los niños, pero lo hacen desde su propio punto de vista, no desde el punto de vista del niño”[17].  Lo demuestran los datos del ISTAT (instituto nacional de estadística italiano) en Italia: en 2002, 1,1 hijo por pareja de casados, respecto a los 2,4 de 1971.

La segunda estructura del sistema célula-familia, víctima de la desorientación y del abandono de los vínculos, bajo una tensión disolvente, es la pareja misma.  Se observa -nota nuevamente P. Donati- un “aflojamiento del vínculo familia- procreación”, la una puede existir sin la otra; una separación entre “identidad de pareja” e “identidad de padres”, con una tendencia siempre más fuerte hacia la pérdida de la segunda; la “desnaturalización” del concepto de “concepción”, vuelto asexual y pasado a manos de los técnicos; una “alteración de las relaciones de pareja”, de la que es síntoma la siempre más frecuente esterilidad, debida más a estilos de vida que a causas biológicas; y, en fin, “una separación entre el sistema pareja y el sub-sistema padres-hijos", acompañada de la desintegración de las relaciones interindividuales, hasta la despersonalización de los elementos constitutivos de la familia, padres e hijos.  Aún, más: “la separación de la misma pareja”; y, peor todavía, “la atribución de derechos de la familia a “uniones” que contradicen el significado, además del valor de la familia”.

Una de las consecuencias de esta grave patología de la familia es, obviamente, la crisis general de la sociedad.  Ha sucedido, y se sigue acentuando, lo que se produce en un organismo en el cual una subpoblación de células, alterada por la acción de un virus, como en el caso del sida, no logra realizar sus propias funciones: todo el organismo se resiente y tiende a una alteración total.  Situación descrita en términos que expresan el sufrimiento, en un reciente estudio de P. Keilholz sobre la familia americana.  “La familia existirá -escribe él- en el siglo XXI.  Pero cómo se presentará es otra cosa.  ¿de qué modo tenemos que considerar la actual situación de nuestra nación, y en ella la de la familia? ¿Nos hallamos en medio de un ‘tercer cambio’, un tiempo de ‘destrucción’, ‘una era deprimente de individualismo revitalizado y de instituciones debilitadas, en el que el antiguo orden cívico decae y se establece un nuevo régimen de valores?. ¿Se encuentran las familias, en Estados Unidos, en semejante estado de ‘ruina’? en biología, el proceso se denomina deterioro y descomposición”[18].

El llamamiento de Juan Pablo II

Ante esta situación de una sociedad que, en el llamado “primer mundo”, se está disolviendo a pesar de todas las apariencias de gran prosperidad, se levantó la voz autorizada del sumo pontífice Juan Pablo II, a quien había sido encomendada la guía del pueblo cristiano.  Pueblo esparcido en todo el mundo que, en gran parte, se ha dejado arrastrar por el torbellino creado por una mentalidad de autogestión de la propia vida según criterios de absoluta libertad moral, con miras a un supremo bienestar: criterios propuestos y difundidos intensamente a través de los medios de comunicación de masas.  El Papa dirigió a este pueblo sus palabras, especialmente fuertes, en 1995, a través de la encíclica Evangelium vitae[19].

La primera: “estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”.  Estamos no sólo “ante”, sino necesariamente “en medio” de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (n. 28).  En estas expresiones se siente el dolor y la angustia por la actual situación.  La segunda: “ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentimos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!” (n. 29).  E insiste: “es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la “cultura de la muerte” y los de que disponen los promotores de una “cultura de la vida y del amor”.  Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible” (n. 100).

La tercera: “es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida.  Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos” (n. 95).  Es un fuerte estímulo a la acción.

Salvar la familia

Es la operación estratégica fundamental para salvar a la sociedad de la inexorable y grave descomposición a la que se está encaminando rápidamente: volver a curar y revitalizar su célula principal, la familia, cuyo diagnóstico es preocupante, pero no parece todavía mortal.  Este es el compromiso de toda familia verdaderamente cristiana y de toda otra familia que, bajo la presión de la revolución tecnológica, se ve llevada -como decía el gran economista estadounidense J. Rifkin- “a considerar muy atentamente nuestros valores más profundos, y a plantearnos nuevamente la pregunta fundamental sobre el significado y el objeto de la existencia”[20].  En realidad, precisamente estos valores son los que se han ido ofuscando en una sociedad deslumbrada por las conquistas científicas y tecnológicas que seguirán aumentado y, al mismo tiempo, precipitada en la oscuridad de un pensamiento dominado por un nihilismo y un relativismo que abren el camino a un subjetivismo más exagerado aún, que se opone a cualquier reflexión sobre los valores.

Con tal objeto, es preciso recuperar tres valores: el valor “Hombre”, el valor “Familia”, y el valor “Dios”, de los cuales depende el equilibrio de todo el sistema.

El valor “Hombre”. En el sistema científico-tecnológico que hoy domina en la sociedad se ha eliminado -como ya hemos afirmado- el valor de esta constante fundamental, indispensable para una ciencia y una tecnología que respeten la sociedad.  Reconocer y definir nuevamente el verdadero valor de esta constante y, por tanto, la dignidad y los derechos del “hombre”, es la exigencia fundamental para volver a una ciencia, a una tecnología y a una sociedad “humanas”.  Juan Pablo II llamaba a este reconocimiento, al dirigirse, en 1994, a los participantes en la reunión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias: “No hay que dejarse engañar por el mito del progreso, como si la posibilidad de realizar una investigación o de aplicar una técnica bastara para calificarlas inmediatamente como moralmente buenas.  La bondad moral de todo progreso se mide en relación con el bien auténtico que proporciona al hombre, considerado según su doble dimensión corporal y espiritual… dado que se trata del hombre, los problemas rebasan el marco de la ciencia, que no puede explicar la trascendencia de la persona ni dictar normas morales que nacen del lugar central y de la dignidad primordial que le corresponde en el universo” (nn. 5,6)[21].  Sin embargo, el valor de esta constante no puede ser calculado por la ciencia y la tecnología, ni estimado con sus metodologías.  Aunque la ciencia y la tecnología conserven, cada una, sus propias prerrogativas, los científicos y los tecnólogos, que hoy día tienen un gran poder en la orientación y en la realización del desarrollo social, no deben permanecer encerrados en el sistema axiomático reductivo que les es peculiar. Y ante todo, el resto de la sociedad debe abrirse a los estímulos de un “sistema sapiencial” que refleja un pensamiento que se ve interrogado críticamente desde lo más profundo de nosotros mismos y se desarrolla a través de la razón que busca la verdad[22].  Sólo esto podrá hacer volver a una correcta visión del “Hombre” y sugerir el correcto sentido de responsabilidad en toda relación con él.

El valor “Familia”.  Un gran valor que ha ido perdiendo cota, sin interrupción, en los últimos cincuenta años, hasta romperse y disolverse.  Algunos signos evidentes de esta crisis, tomados de datos estadísticos demográficos en Italia, son los siguientes: 1) el aumento siempre creciente de separaciones y divorcios, que han pasado de 50.813, en 1985, a 93.623, en 1998 – lo que corresponde al 33,8% de los 277.000 matrimonios contraídos en ese mismo año-, con un número total de 94.000 hijos implicados, de los cuales 58.000 son menores; y 2) la enorme disminución del promedio de hijos por cada mujer, sobre el total de las mujeres casadas, bajado en 2001 a 1,1.

Es enorme el trabajo de recuperación de este valor indispensable para una sociedad verdaderamente humana. Ésta, a merced, ahora, de un pluralismo ético alimentado por la diferencia de bagaje cultural -sobre el cual cada individuo o los distintos grupos sociales fundamentan los principios éticos del comportamiento de la persona humana- puede vivir únicamente en un estado de continua tensión.  Un elemento esencial para disminuir esta tensión en todo el organismo, es decir la sociedad, consiste en que cada una de sus células, es decir, cada familia, se reconozca, como lo observa Juan Pablo II en la Evangelium vitae, “por su propia naturaleza, como comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio”, con la misión de “custodiar, revelar y comunicar el amor” (n. 92).  Meta quizás inalcanzable para toda la comunidad humana, pero que podría representar un importante signo y un gran estímulo para una recuperación general, si se lograra en toda comunidad cristiana[23].  Aún más, dirigiéndose en la misma Evangelium vitae de manera especial a las mujeres, que en este viraje cultural tienen “un campo de pensamiento y de acción singular”, les formula una “llamada apremiante: vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal” (n. 99).

Serán estas las familias que, como escribe Juan Pablo II en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, “en un momento histórico como el presente, en el que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental” […] ofrecerán “un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos” (n. 47)[24].

El valor “Dios”.  Es el valor fundamental para la recuperación.  Un conocimiento de antropología cultural, aunque superficial, permite afirmar que el pensamiento de lo “Trascendente” -sea cual fuere su forma y naturaleza- ha estado siempre presente en la mente humana. Es una exigencia viva en todo hombre, también para quien lo niega y se hace dios a sí mismo.  Hay que reconocer, sin embargo, que la fuerza del bagaje cultural que llevó a la negación de Dios, no podía dejar de menoscabara esa intensa tendencia natural a lo trascendente y ofuscar su luz.  Lo reconocía y lo señalaba, con agudeza y preocupación, ya F. Nietzsche[25]: “el mayor acontecimiento, entre los más recientes –“Dios ha muerto y la fe en el Dios cristiano se ha vuelto inaceptable- comienza a lanzar las primeras sombras sobre Europa”.  Y M. Heidegger daba una correcta interpretación: “La expresión “Dios ha muerto” significa que el mundo ultrasensible carece de fuerza real, no proporciona vida alguna”.  Y además agregaba: el nihilismo “revela un curso tan profundamente subterráneo, que su desarrollo podrá determinar sólo catástrofes mundiales. […] mientras comprendamos la expresión “Dios ha muerto” sólo como la fórmula de la incredulidad, no hacemos sino pensar de modo teológico-apologético, renunciando a aquello hacia lo cual tendía el pensamiento de Nietzsche”.  En realidad, subraya G. D. Mucci, “se asume como símbolo del nihilismo y significa la pérdida del sentido de la trascendencia, la anulación de los valores relacionados con él, la irrelevancia de la realidad metafísica, o sea, de los ideales y valores supremos, la negación de que el mundo metasensible, concebido como ser en sí mismo, causa y fin, es y tiene que ser el que da significado a la vida terrera y a la vida del hombre”[26].  Es, pues, comprensible, como se comprueba en un estudio muy cuidadoso[27] procedente de un sondeo realizado con 350 estudiosos e investigadores en campos avanzados de la investigación en Italia -en tres sectores: física, genética e inteligencia artificial- que se declaren: el 47 por ciento ateo o agnóstico: el 16 por ciento en fase de búsqueda; el 18 por ciento, que cree en un ser superior sin poderlo definir bien, y sólo el 18 por ciento que cree en el Dios de la tradición cristiana.  De estos últimos, solo el 40 por ciento cree en el origen divino y humano de Jesucristo y el 26 por ciento en el origen divino de la iglesia.  Desde luego, no debe sorprender el “vacío moral” en el que se debate la sociedad del “primer mundo”.

Hacer brotar y florecer nuevamente en la sociedad estos tres valores: Hombre, Familia y Dios, es la exigencia más urgente para salvarla, en esta era de las biotecnologías dominada y trastornada por la sofocante y prepotente “tercera cultura”.


Notas

[1]  Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, edic. en lengua española, 3 de sept., 1999, n. 4
[2] J. Brockman, The Third Culture, Beyond the Scientific Revolution, Simon and Schuster, New York  1995, p. 17 (cursive nuestra).
[3]  K. Kelly, The Third Culture, Science 1998, 279, pp. 992-993 (cursive nuestra).
[4] J. Brockman, The Third Culture, cit., p. 19 (cursive nuestra).
[5] L. Pati, Pedagogía familiare e denatalitá. Per il ricupero educativo della societá fraterna. Editrice La Scuola, Brescia 1998, p. 10.
[6] J. Brockman, The Third Culture, cit., 20-21.
[7]   E. Severino, Quando la técnica e suprema, Corriere della Sera, 11 abril, 1999.
[8]  C. Piancastelli, Giande Allégre. Dio e l’impresa scientifica, Uomini e idee, 2000, 7, p. 148.
[9]  F. Crick, The astonishing hypothesis. The scientific search for the soul, Simon an Schuster, London, 1994.
[10] E. Mayr, Toward a New Philosophy of Biology, Observations of an Evolutionist, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts) 1988, p. 85.
[11] S. Grisolia, Introduction, en Fundación BBV documenta. Human Genóme Project: Ethics. Foundation BBV, Bilbao 1992, p. 14 (cursiva nuestra).
[12]   J. Ziman, Why must scientists become more ethically sensitive than they used to be?. Science 1998. 282, p. 1813.
[13]   U. Galimberti, Nessun Dio ci puó salvare, Micromega 2000, n. 2, pp. 187-198.
[14] D. Kennedy, Science and Development: What can First World Sciencie do, notfor the West butfor the Rest?, Science 2001. 294, p. 2053.  Es la primera  vez que, después del terrible 11 de septiembre 2001, en una gran revista científica se habla de una “inequitable global distribution of resources”, y de un gran proyecto que “seeks to align the scientific enterprises of the West with the needs  of the Rest”.
[15] A. Etzioni, Science and the future of the family, Science 1977, 196. P. 487; P. Donati, Trasformazioni Socio-culturali Della famiglia ecomportamenti relative alta procreazione, Medicina e Morale 1993, n. 43, pp. 117-163; G. Rossi Sciumé, Problemi sociología emergente nel mérito del dibattito sulla procreazione assitita, Ivi, pp. 175-181: Carnegie Council on Adolescent Development, Great Transitions: Preparing Adolescente for a New Century, Science 1995. 270, p. 895; N. Galli, Verso II tramonto della mora le pubblica (editoriale), Pedagogía e Vita 1999, n, 1. 9-11; R. Brunos. M. Postiglione (eds.), The family of the Future ante The Future of the Family, ITEST Faith/Science Press, St. Louis (MI) 1999; H. A. Vavallara, Variazioni storiche nei modelli di genitorialitá, Editrice La Scuola, Brescia 2005, pp. 11-33.
[16] A. Serra, Deontología medica e “procreazione medicalmente assistita”, La Civiltá Cattolica, 2004 II, pp. 425-438; R. M. L. Winston, K. Hardy, Are we ignoring potential dangers of in vitro fertilization and related treatments? Fertility, supplement to Nature Cell Biology and Nature Medicine, October 2002, pp. 51-528.
[17] P. Donati, cit., p, 132.
[18] P. Keilhoiz, Families in the 21st century: some speculation about families of the future, Proceedings of ITEST Workshop on: “The family of the Future, the Future of the family”, ITEST Press, St. Louis  (MI). 1999.
[19] Juan Pablo II, Evangelium vitae. Carta encíclica, Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 1995.
[20] J. Rifkin, The Biotech Century, Penguin Putman, New York, 1998, trad. It., // Secolo Biotech, Baldini e Castoldi, Milano 1998, p. 370.
[21] Juan Pablo II, Discurso del S. Padre a los participantes en la Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias, 28 de octubre, 1994 (cursiva nuestra), en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVII-2, 1994.  Librería Editrice Vaticana, Citta del Vaticano, 1996, Traducción: L’Osservatore Romano, edic., en lengua española, 4 de nov., 1994. Nn. 5-6.
[22]  A. Bausola, Tra Ética e Política, Vita e Pensiero, Milano, 1998: en particular el c. XI: Ética e trasformazioni tecnologiche, pp. 197-215; G. Tanzella-Niti, Passione per la verita e Responsabilita del Sapere, Edizioni PIEMME, Cásale Monferrato 1998; G. Bresciani, L’Humanm nelle situazioni di confie e di bioética, Anthropotes 1999, 15/1, pp, 105-121; R. Lucas Lucas, Antropología e problema di bioética, Edizioni S. Paolo, Cinisello Balsamo (MI), 2001
[23] D. Tettamanzi, La familia di fronte alle sfide dett’attuale situazione socio-cultura le edecclesiale, en: Atti del XII Convegno Nazionale, Riscoprire la Famiglia alle Soglie del Nuovo Millennio, Consultori Familiari Oggi, 2000, n. 3, pp. 19-34; N. Galli, Occasionaliá/Progettualitá, Temporanietá/Continutá: II bisogno del valori nella vita conlugale e familiare, ib. Pp. 74-88.
[24] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2001.
[25] G. D. Mucci, Le origini de nichilismo, La Civiltá Cattolica, 1999, u. pp. 31-44.  Las citas de Nietzsche y Heidegger aparecen en el texto.
[26]  Ibid., p. 38.
[27] A. Ardigó, F. Garelli, Valori, Scienza e Trascendenza, vol. I, Una ricerca empírica sulla dimensione ética e religiosa fra gli scienziati italiani, Edizioni Fondazione Giovanni Agnelli, Tormo 1989, pp. 192-193. 

La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae se ocupa de la doctrina social inscrita en ella.  En particular se concentra en la cuestión del aborto, punto especialmente ilustrativo al no representar hoy una discusión meramente médica, sino que un debate ideológico y social. La encíclica da testimonio de una doctrina que no se funda en el poder, el conflicto y la manipulación.  La verdadera dinámica de la sociedad humana tal como es querida por Dios en vistas de la paz auténtica no se reduce a no matar o sólo a respetar, sino que puede expresarse en estas palabras: “El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro”.  Don y acogida son más perfectos en su gratuidad y por tanto más próximos al desvalido, al nascituro, el recién nacido y el enfermo terminal.

This commentary deals with the social doctrine contained in the encyclical Evangelium vitae. It concentrates in the issue of abortion, that has become an ideological and social debate, not just a medical discussion. The encyclical conveys not based on power, conflict or manipulation. The true dynamics of human society as wished by God for an authentic peace is not reduced to thou shall not kill or merely respecting our neighbour , it can be stressed in these words: “The Lord of the Alliance has entrusted the life of each man to another man, his brother, according the law of reciprocity of giving and taking, of the gift of oneself and the embracing of the other”. Gift and acceptance are more perfect in its gratitude and for that matter more in tune with the destitute, the nascituro, the newborn and the terminally ill.

La presente reflexión en torno a la encíclica Evangelium vitae apunta a la doctrina social en ella inscrita.  En orden a simplificar este análisis, cabe concentrarse en la cuestión del aborto, asunto muy ilustrativo por cuanto él no es hoy día tanto un problema médico como ideológico y social.

El juicio del pueblo cristiano sobre el aborto ha sido siempre negativo, pero por mucho que la frecuencia de su ocurrencia fuera alta, no se solía pensar que su práctica afectara a la estructura de la sociedad más que lo que la del hurto al derecho de propiedad.

La significación social del aborto ha cambiado cualitativamente en estos años.  Ese es un hecho fundamental y de extrema importancia del que la encíclica se hace cargo, y que en cierta forma constituye su razón de ser.  Me parece que frente al aborto tal como era entendido hace cuarenta años, no se habría justificado un documento tan extenso y enérgico dirigido a la Iglesia Universal y destinado a reiterar la condenación de hechos que la conciencia común de los cristianos reprobaba desde siempre enérgica y casi unánimemente.

En diversos pasajes, Juan Pablo II esboza una nueva significación social de los delitos contra la vida.  Podríamos ordenar una breve revisión de esos pasajes recordando sucesivamente la mención del cambio cultural, del rol de las ciencias biomédicas y las consecuencias sociales y políticas.

En cuanto a lo primero -el cambio cultural-, la Evangelium vitae[1] acentúa lo novedoso de la situación: “…se va delineando y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito, y, podría decirse aun más inicuo…” (n°3).  La novedad parece radicar en que “…opciones antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el sentido común moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables…” (n°3), de modo que “…tienden a perder en la conciencia colectiva el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho…” (n°11), creándose en la opinión pública una cultura que presenta aquellas opciones como ”…un signo de progreso y conquista de la libertad…” (n°17), pidiendo en consecuencia para ellas que como expresiones legítimas de libertad individual, lleguen a “…reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos…”. (n°18)

En cuanto al rol de los adelantos biomédicos, él merece especial atención por cuanto su impacto social es un rasgo muy propio de este siglo.  A ello alude la encíclica con fuerza y concisión: “…la misma medicina que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen…” (n°3).  Es sabido que este apoyo médico no se manifiesta solamente en el plano de la investigación científica o de la práctica médica, sino también por la implicación del personal sanitario (n°17) y en la intervención gratuita de estos agentes sanitarios amparados por el reconocimiento legal (n°11).

En lo que se refiere a los aspectos jurídicos, hay que anotar que los cambios en la conciencia colectiva junto al progreso científico-técnico inducen alteraciones importantes en las costumbres y legislaciones, las que son causa de que los males mencionados adquieran por así decirlo carta de ciudadanía, y vicien en su base la convivencia humana.  Expresa así la encíclica Evangelium vitae que “…se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría…” (n°69).  Pero entonces podemos llegar y llegamos de hecho “…ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases…” (n°20).  En consecuencia “…la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental…” (n°20).  Pero reivindicar atentados contra la vida en nombre de la libertad, significa atribuirle a ésta un significado perverso e inicuo, de poder absoluto sobre los demás, y eso “…es la muerte de la verdadera libertad…” (n° 20).  La legitimación jurídica obliga finalmente a someterse (n° 69) a quienes no estén de acuerdo con mayorías arbitrarias.  “Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente, al mismo tiempo que el valor de la vida pueda sufrir hoy (n° 20) “una especie de eclipse…” (n° 11).

La difusión del aborto en la última generación en el mundo occidental no está tan ligada a los estudios científicos o filosóficos sobre el embrión cuanto al florecimiento de ideologías sobre los llamados derechos reproductivos de la mujer.  La facultad de abortar ha sido reclamada por muchos movimientos extremos como un derecho incuestionable.

Se argumenta, así por ejemplo, que la penalización del aborto implica forzar a toda mujer llevar su embarazo a término aun cuando ella no lo desee.  Ahora bien, la naturaleza discriminatoria contra la mujer que tiene esta obligación se haría evidente desde el momento en que la mayor parte de las legislaciones conceden que hay ciertas condiciones bajo las cuales el aborto es admisible.  En otras palabras el derecho a la vida del nascituro (unborn life) no es ningún absoluto; y las limitaciones que se le imponen estarían revelando el sustrato ideológico de la legislación que las sustenta.

En un estudio de Siegel[2] se presenta un análisis de la legislación en el estado de Utah que es ilustrativo sobre este punto de vista.  La mencionada legislación establece excepciones “cuando el aborto es necesario para salvar la vida de la mujer embarazada”; en casos en que la “preñez sea el resultado de la violación”, o “resultado del incesto” y también “para impedir el nacimiento de una criatura que sería portadora de graves defectos”.  El Estado, comenta Siegel, no actúa entonces en forma consistente para proteger la vida del nascituro, desde el momento en que se halla de acuerdo en subordinar el bienestar del fruto de la concepción al bienestar de la mujer, pero sólo en aquellos casos en los que ésta sufrirá grave daño físico por el embarazo.  De esta manera, el estado de Utah limitará su interés en la libertad de la mujer al interés en su mera supervivencia física, como si las mujeres carecieran de identidad social, intelectual o emocional que trascendiera su capacidad fisiológica de portar criaturas en su seno.

Análoga crítica le merecen a Siegel las disposiciones que permiten el aborto luego de violación o de incesto. Si se admite entonces que existan algunas condiciones bajo las cuales el aborto sería aceptable, parecería inevitable la conclusión de que cualquier conjunto de reglas de admisibilidad reflejaría un juicio sobre la importancia relativa de las actividades de la mujer, y una restricción de sus derechos, la que no es aplicable al varón, y expresaría por lo tanto una discriminación ilegítima.  Así, refiriéndose con el mismo criterio a otro caso legal práctico, Siegel hace ver que no sería constitucionalmente lícito impedir a las mujeres en edad fértil el trabajo en condiciones en que arriesgan la salud del feto por emanaciones de plomo, ya que la interesada debería tener siempre abierto el recurso al aborto.  De hecho, lo que la legislación hace recurrir a esta prohibición aparentemente benévola es preferir la condición “natural” de la maternidad a la libertad de trabajo y de aprovechamiento de oportunidades de progreso individual de la mujer.

Estas cuestiones nos ponen cerca de la verdadera dimensión social del problema, la que ha sido caracterizada pro Kristin Luker diciendo “(…) el debate sobre el aborto es tan apasionado y duro porque él es un referéndum sobre el sitio y significado de la maternidad (…)”[3].  Nótese que no habla de un referéndum sobre la condición o “status” del embrión o feto, sino sobre las condiciones o estado de la mujer.

Esta perspectiva ha sido históricamente determinante.  En ella aparece como secundario el que la vida que se está destruyendo pudiera pertenecer a su ser humano.  Lo esencial es que al “forzar a la mujer a tener su hijo”, se la está obligando a estrechar el horizonte de sus posibles decisiones de vida, y por lo mismo, se le está reconociendo un estado de inferioridad frente al varón: se le está imponiendo “la biología como destino”.

Aquí se percibe la dimensión social del conflicto, la cual no radica en la determinación biológica o filosófica del status del embrión o feto, sino en el derecho de la mujer a no verse privada por el hecho de ser tal, de ninguna de las presuntas ventajas del otro sexo.Eso es a mi entender lo que quiere decir Kristin Luker, y ello coloca a la polémica sobre el aborto dentro del grupo de los grandes conflictos sociales.

Vale la pena preguntarse de dónde saca su fuerza esta postura.  Yo respondería que al menos una parte de ella proviene de que ella se coloca en la línea de una interpretación de la sociedad que hacer radicar la estructura básica de la historia y su dinámica de progreso en el conflicto.

Siegel[4], comentando el libro de Kristin Luker Abortion and the Politics of Motherhood, dice que ella “demuestra que los conflictos sobre el aborto reflejan puntos de vista divergentes sobre el verdadero rol de la sexualidad, el trabajo y los compromisos familiares (…)” y que en ellos se oponen “(…) aquellos que ven a la maternidad como el rol más importante y más satisfactorio que se le abre a la mujer, y aquellos para quienes la maternidad es uno de los roles posibles, pero que es una carga cuando es definido como el único”.  Se cree reconocer aquí el eco de las palabras de León Trotzky cuando habla del “antiguo hogar familiar, institución arcaica en la que la mujer del pueblo languidecía condenada a trabajos forzados de la infancia a perpetuidad (…)”, a lo cual agregaba, “…es justamente por eso que el poder revolucionario ha conferido a la mujer el derecho al aborto, como uno de sus derechos (…) esenciales”[5].  En lo cual no hacía sino aplicar las palabras tan conocidas de Engels: “…el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con la aparición del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino (…)”[6].

La gran interpretación filosófica de esta condición humana había sido adelantada en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel[7].  En el fondo de ella late la separación de lo humano en dos categorías, por medio del dominio y la sujeción.

Así se sugiere que la pista para encontrar los orígenes de la mentalidad que defiende y propaga el aborto, pasa por esta interpretación de las relaciones sociales “en clave de conflicto”.  Ella nace junto a la conciencia que ha crecido a lo largo de la Edad Moderna, del rol del conflicto en la generación de una dinámica de progreso histórico y en la determinación de identidades nacionales y religiosas.  Aun ayer, después de la Segunda Guerra Mundial, el largo y amenazante enfrentamiento de la Guerra Fría delineaba un mundo con identidades definidas desde la perspectiva de un conflicto bipolar.  Esta visión se hallaba de tal modo internalizada, que los años posteriores a la caída del Muro de Berlín están como marcados por una especie de vacío: ninguna colectividad encuentra un enemigo natural que la ayude a establecer su propia identidad.

En la versión que ahora nos ocupa, el conflicto se halla radicado entre los esposos y entre éstos y los hijos.  Desde allí infiltra por completo a la sociedad, provocando una prueba de fuerzas dentro de la propia familia, la que llega a ser tan dura que exige la legitimación del sacrificio de algunos de sus miembros.Tal vez el aborto tenga en nuestras sociedades el significado del sacrificio humano en algunos conflictos primitivos.

Esta exaltación del conflicto, que ha marcado a nuestra época, se relaciona sin duda con el cuestionamiento de todo sentido para la acción humana, tal como fue planteado hace ya un siglo.  “El mundo (…) no tiene sentido tras de sí, sino incontables sentidos.  Perspectivismo.  Son nuestras necesidades las que explican (auslegen) el mundo; nuestras propensiones (impulsos…Triebe) y sus pros y sus contras.  Cada impulso es una búsqueda de dominio, cada cual tiene una perspectiva que quisiera imponer como norma de todos los demás”[8].

Como explicaba el mismo Nietzsche, en un mundo falto de sentido, el hombre puede vivir en la medida en que su voluntad le permita organizar un pedazo de él.  De este modo la voluntad de poder llegar a ser el sustrato de la realidad.

Para la encíclica, ésta es una raíz importante del fenómeno social que la ocupa. “(…) Cada vez que la libertad queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetivo y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones, no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso su interés egoísta y su capricho (…)” (n° 19).

Hay entonces una actitud muy difundida para la cual la determinación de la voluntad carece de referencia a la verdad, simplemente porque ésta no existe sino en la medida en que es establecida por la propia autoafirmación del hombre.  La última consecuencia ha de verse en esas formas del consenso social en las que la afirmación de la propia libertad no admite otro límite que el de la autoafirmación de los otros individuos, igualmente arbitraria que la mía, pero por lo mismo dotada de fuerzas similares.  Hay muchas formas de consenso que parecen simplemente un conflicto entre rivales cansados.  Pero en la forma de expandirse los consensos, se advierte sin dificultad el rol que les corresponde a las “grandes muchedumbres[9]” para empujar a los individuos a que lleguen a atreverse; y en ese sentido, si alguien hubiera de merecer el calificativo nietzscheano de superhombre en este tiempo, habrían de ser precisamente esas fuerzas de opinión que mueven a las multitudes a fabricar los valores por los cuales habrán de vivir las generaciones futuras[10].

El juicio social sobre la legitimidad del aborto tiene entonces un carácter algo paradójico.  Son numerosos los pronunciamientos éticos que le dan su aprobación, pero ellos aparecen inevitablemente como juicios “a posteriori” emitidos sobre un asunto que en el sentir de grandes grupos humanos estaba ya juzgado.  La praxis se adelantó a la teoría.

A pesar de esto, vale la pena detenerse sobre la lucha de ideas aportadas en torno a la legitimación del aborto, porque en ella se reflejan las incertidumbres que afligen a la sociedad de los consensos y del relativismo moral: “…es precisamente la problemática del respeto a la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura…” (n° 70).

Desde luego, el modo de valoración fundado en la voluntad de poder se enfrenta a otro, marcado por el humanismo de la ilustración, y para el cual la persona del hombre no puede ser considerada como un medio para nada, sino como un fin en sí misma[11].  La persona, aun en el simple sentido del Otro[12], de uno que desarrolla su propio ciclo de vida humana sin que yo lo haya inventado, y que no debe su existencia a ninguna forma de proyección de la mía propia ni de elaboración de mi inteligencia o postulado de mi voluntad, opone por su sola presencia un límite a mi voluntad de afirmación.  En esta perspectiva, cuestiones como la del aborto o la de la experimentación embrionaria, tienen la virtud de que obligan a definir en forma práctica la actitud ante la persona humana, y no sólo la concepción que se tenga del feto o del embrión.  Porque habida cuenta de lo que es la persona, mi comportamiento ante el feto o el embrión, aun en situación de incerteza, es una evidencia clara de la forma en la que yo la valoro.

En otras palabras, podría ser que el embrión fuera una persona y podría se que al mismo tiempo esta condición no fuera evidente.  ¿Cuál sería entonces la conducta a seguir? Si en una situación de incertidumbre, yo me comporto activamente como si el embrión no tuviera carácter personal y apruebo su manipulación o destrucción, entonces estoy diciendo que la persona humana en general -no sólo la de mi víctima- tiene poco valor para mí.  En caso contrario -si respeto su vida- estoy, o bien afirmando su condición de persona, o al menos, suspendiendo el juicio y dándole el beneficio de la duda en atención precisamente al valor inconmensurable de lo que puede estar en juego.  Si afirmo valorar altamente la persona, no parece consecuente decir al mismo tiempo que apruebo la manipulación y destrucción de embriones, que podrían tener calidad de tal.

Frente a una cuestión difícil de zanjar, es importante mirar cuál es la actitud que se observa ante la incerteza.  La encíclica Evangelium vitae es clara y simple: “Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal (…) está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano (…)” (n° 60).

Ya estas consideraciones sugieren que el aborto y la experimentación embrionaria no reflejan tanto una convicción de que el embrión no tiene la condición de persona, cuanto una franca indiferencia a la posibilidad de que la tenga, y por ende una claudicación en la valoración que se le otorga.  Particularmente instructivo es el hecho de la experimentación embrionaria.  Su sola práctica significa que se ha formulado un juicio sobre la naturaleza del objeto utilizado y se lo ha asimilado en lo principal a todos los objetos con que tratan la ciencia y la tecnología.  La tecnociencia tiende a ver en cada parte de la realidad un elemento disponible para la experimentación, la transformación y la sustitución y se siente incómoda frente a todo tipo de realidad que trascienda la mera realidad empírica como podría serlo una persona dotada de dignidad.  El ejercicio de un poder discrecional sobre el nascituro califica a éste de hecho como material que es utilizable también con discrecionalidad.

Pero -y esto es muy instructivo- frente a esta decisión tomada contra el nascituro, la conciencia moral queda irremediablemente inquieta.  Hay muchas indicaciones de este carácter de “espada que divide” que tiene la cuestión del aborto puesta frente a los fundamentos de la vida social.  La opción voluntarista enfrenta a una reacción afectiva humanitaria, que no por ser débil deja de ser significativa como testimonio moral.  Un ejemplo de ello lo dan las prolijas normas éticas desarrollas para el empleo de células fetales en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson.  Para esto, se emplean células provenientes de un número de fetos que ha variado en las diversas técnicas publicadas, entre uno y cuatro. NECTAR, la Red Europea para el Trasplante y Restauración del Sistema Nervioso Central, ha fijado pautas éticas a las que deberían ajustarse los procedimientos.  Ellas han sido comentadas en 1994 por G. J. Boer a quien cito: “A causa de consideraciones éticas básicas de respeto hacia el ser humano, el uso de embriones o fetos vivos, aunque no sean viables, no es aceptable en general” (…) “Por causa del respeto hacia la vida humana, el embrión o el feto ex útero hacia la vida humana, el embrión o el feto no viables deben ser mirados como un bebé nacido prematuramente, y tratados como tal.  Esto no significa que no se puede hacer investigación en los embriones o fetos no viables, sino que en tales casos se ha de seguir las reglas éticas para experimentos humanos…[13]

Es indudable que se está llamando a alguna forma de “respeto” hacia el nascituro, y eso significa que se le reconoce alguna dignidad.  Son dos cosas notoriamente distintas el respeto que se le debe a un cuerpo humano como un todo y el que se da a los tejidos separados de él, y no es razonable equiparar el respeto a un feto muerto con el que es debido al cadáver de un adulto, a no ser que se concediera que el feto fue también una persona y que se aceptara entonces que fue muerto por el equipo sanitario.  “Respeto” significa que se le reconoce alguna “dignidad” y que se siente que es profundamente anómalo usarlo como medio para algo y negarle la posibilidad de mantenerse como un fin en sí mismo, y parece al mismo tiempo que el mínimo de respeto por alguien o por algo exige no privarlo de la existencia. Es importante recordar este “respeto instintivo” que merece el nascituro, porque, a pesar de expresarse de modo inconsecuente, él mantiene una luz de esperanza.  Hay en el alma humana una inclinación hacia el bien, y resulta alentador que esta no sea siempre sofocada por criterios como los sostenidos por Warren[14] de que el feto no tiene derecho a protección alguna mientras no sea viable.  Al mismo tiempo, y para no engañarse sobre el alcance de esta forma de respeto, hay que consignar que se lo suele pedir para no ofender el “sentimiento humano”[15], o sea, para evitar reacciones afectivas que provoquen grietas en el consenso social.

Para la encíclica, es otro el criterio que debe prevalecer: “(…) al fruto de la generación humana desde el primer instante de su existencia se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual (…)” (n° 60).

Frente al “respeto fuerte” que plantea Juan Pablo II en este y en otros pasajes, hay entonces un sector importante de la Medicina moderna que plantea la idea de un respeto “débil”.  Las razones expuestas me mueven a pensar que ella responde a una valoración “débil” de la dignidad humana en general.  La voluntad de poder, el materialismo, el humanismo, el humanitarismo, son fuerzas que juegan su rol importante en este asunto.  Pero no debe desconocerse la importancia de un cierto pragmatismo que es muy fuerte en los medios científicos y médicos, y que por extensión se ha propagado al público en general.  Para la mentalidad pragmática lo único claro, y ciertamente lo más expedito, es reconocer como titular de derechos sólo “(…) a quien se presenta con plena o al menos incipiente autonomía (…)” (n° 19), lo cual significa algún grado de desarrollo de la vida de relación.  Pero ni el más convencido empirismo podría evadir la cuestión acerca del momento en el que las etapas de desarrollo que son previas al establecimiento del proceso de comunicación forman ya un solo todo con él.  Por mucho que la comunicación sea la manifestación por excelencia de la persona, ella se encuentra implantada en un sustrato biológico que tiene sus raíces en funciones orgánicas y que se desarrolla en el tiempo.

Aunque la visión pragmática aludida, expresada en su forma más extrema, se encuentre presente en muchos de los pronunciamientos éticos y jurídicos sobre el aborto, ella es demasiado simple para ser convincente.

Si se quiere ir más allá de los rasgos obvios de la persona, y buscar la aparición de ésta en algún punto temporal anterior a su plena manifestación, no queda otro recurso que estudiar las evidencias biológicas.  Como la noción misma de persona es ajena a las ciencias experimentales, los autores se limitan en general a explorar la aparición de las características “individuales” del embrión[16].  Se parte de la base de que, si bien la existencia individual no se acompañaría necesariamente de carácter personal, este último es impensable sin aquélla.  Personalmente creo que los esfuerzos de los últimos treinta años para definir el comienzo de un “individuo biológico perteneciente a la especie humana” en algún momento distinto del de la fecundación, han sido notablemente poco exitosos.  En realidad, el único instante en que sería imaginable hablar de un “individuo humano en potencia” es en la situación previa a la fertilización cuando hay un óvulo rodeado de espermios, de tal modo que de la interacción con alguno de ellos se habrá de originar algún individuo que no está determinado todavía.  Después de la fecundación, ya no se puede hablar de desarrollo hacia un individuo dado, sino de desarrollo de un individuo bien determinado.  Esta es la interpretación más simple de los experimentos de geminación o de clonación que han sido hechos en blastómeros de animales de laboratorio o en ganado.

El blastómero inicial es simplemente una etapa precoz del desarrollo final del individuo, y no una situación potencial del mismo: si dos individuos son gemelos univitelinos cuando adultos, es que lo eran desde el inicio de su desarrollo.  El hecho de que el cigoto pueda dar origen a gemelos no es argumento contra su condición de individuo, del mismo modo que una célula no deja de ser individuo porque sea capaz de reproducirse.  El argumento de Ford[17] de que “(…) una célula pierde su individualidad ontológica y deja de existir cuando resultan dos células hijas (…) el individuo originario deja de hecho de existir cuando empiezan a existir los dos nuevos…”, suena extraño en biología.  Hace ya más de un siglo que August Weissmann[18] introdujo como una de las características de la materia viviente, la “multiplicación por fisión”, y así como a un biólogo le resultaría extraño aceptar que la célula que estudia no es un individuo, más extraño aun le resultaría escuchar que ella se aniquila en su división.  Finalmente el hecho experimental de las quimeras es de compleja interpretación:  se sabe bien que se pueden obtener mosaicos genéticos no sólo por fusión de blastómeros, sino también por incorporación al embrión de células provenientes de carcinoma embrionario.  No creo que esto último afecte la individualidad del cigoto, ni menos que haga que éste participe de la del animal adulto que fue dador de la célula cancerosa.  Cuando no estaba aun en el tapete la cuestión del embrión humano, estas quimeras eran interpretadas como análogas de injertos hechos en edades tempranas de la vida. Habría que decir entonces que los intentos especulativos para situar el comienzo de la vida individual en algún punto más o menos alejando del comienzo del desarrollo embrionario no son convincentes y, en todo caso, van claramente a la zaga de la aceptación social del aborto.  Precisamente, dada la presión social favorable a éste, el peso de la prueba debería recaer sobre quienes quisieran negarle al embrión su condición humana, ya que, de estar equivocados, estarían justificando la destrucción de innumerables vidas humanas.  Esta falta de correlación entre la gravedad moral de una decisión y el peso de los argumentos que se puedan usar para defenderla, es típica de las opciones colectivas apoyadas en las grandes mayorías.  Es lo que expresaba Nietzsche cuando decía: “Afirmación fundamental: las multitudes fueron inventadas para hacer aquellas cosas para las que el individuo carece de valor.  Justamente por eso es que las colectividades, las sociedades son cien veces más francas y más ricas en enseñanzas sobre el ser del hombre que lo que lo es el individuo, que es demasiado débil para tener el coraje de sus deseos…”[19].

Hay que hacer notar que en su conjunto, las ideologías a las que me he referido, están reforzadas por una especial visión de la realidad que se impone hoy en muchos ambientes, y que es la que se expresa aquí en una concepción “débil” de la persona.

En efecto, se ha registrado en el tiempo un cambio progresivo de la relación entre la inteligencia que conoce y el objeto de su conocimiento.  En la misma medida en que se iba produciendo el “destierro” de Dios, desaparecieron para la inteligencia la garantía de la verdad y la justificación de la veracidad, y progresivamente fue introducido como único criterio de verdad el de la capacidad de predecir el comportamiento de las cosas y por lo tanto el ser capaz de moldearlas a la medida de la voluntad.  La realidad conocible pasó a ser material apto para la elaboración, según una acepción interesante de la palabra materialismo.  La nítida separación entre el objeto conocido y el cognoscente que se hallaba en el trasfondo de esta actitud, sufrió un duro golpe al comienzo de este siglo con los enunciados de la física cuántica.  Pero es mi impresión que ella persistió largo tiempo en otras ciencias, singularmente en la Biología.  Aquí, sin embargo, no podía evitarse que llegara a hacerse tema del estudio científico al más interesante de todos los objetos, que es el propio “yo”.  La psicología de profundidad en su versión freudiana representó un primer intento de grandes proyecciones de explorar al “yo” como si fuera asiento de mecanismos que explicaban su funcionamiento al margen de la propia conciencia.  Los clásicos estudios etológicos de Lorenz y de Timbergen abrieron los ojos sobre los factores genéticamente determinados que condicionan el modo de “conocer” y de actuar de los animales, y verosímilmente los del hombre.  En su conjunto, estos estudios mostraron lo fructífero que resulta analizar el “yo” como un objeto científico cualquiera, lo que significa prescindir de su singularidad para subsumirlo en el dinamismo del sistema de relaciones que describen las leyes de la naturaleza.  En esa orientación se ordena el vigoroso desarrollo de la neurofisiología del sistema nervioso central y singularmente de las llamadas “ciencias cognitivas”.  La ciencia, pues, que parecía suponer un “yo fuerte” enfrentado al objeto de su conocimiento, desarrolla y justifica una noción de “yo débil” que está codeterminado con las cosas.

Es claro que una evolución semejante guarda un estrecho paralelo con la “devaluación ontológica” del yo en la filosofía contemporánea.  No quisiera profundizar en este aspecto, pero lo menciono para hacer ver que la recepción social que se ha hecho en Occidente de la filosofía contemporánea se parece mucho a la aceptación de la persona como una pura libertad sin condicionantes objetivos.  Esta noción es estrictamente correlativa de la otra según la cual el modo propio de conocer la naturaleza es expresar sus leyes en la tecnología.  La mecanización de la vida humana y la transformación del hombre en un sujeto que sigue sus deseos son dos aspectos íntimamente ligados entre sí y conectados a la visión nihilista de la existencia[20].  Me atrevería a sugerir que la voluntad de poder junto con una especial dirección de desarrollo de la visión tecnocientífica del mundo ha conducido a una devaluación práctica de la persona, y que es esa devaluación, por más que ella carezca de una verdadera justificación teórica, la que permite el clima social dentro del cual se establece y se propaga la justificación del aborto.  Así puede decirse que “(…) el hombre no puede ya entenderse como misteriosamente otro respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes (…)” (n° 19) y, paralelamente, “(…) la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad…” (n° 22).  Así no es que se aborte porque se esté convencido de que el embrión no es persona, sino porque el hecho de que pueda serlo tendría una importancia bastante marginal.  La postura nihilista, hoy tan difundida, arranca de la idea de la muerte de Dios.  La construcción de un mundo en el que se prescinda de Dios ha tenido como costo el que ese mundo no será vivible para el hombre, quien no encuentra sin embargo modo de abandonarlo.  Como lo ha dicho Keiji Nishitani del mundo científico tecnológico indiferente al hecho del hombre: “Por más que sea el mundo en el que vivimos, y que está ligado a nuestra existencia de modo indisoluble, es un mundo en el cual nos encontramos incapaces de vivir humanamente, en el cual nuestro modo humano de vivir es empujado fuera o aun obliterado”[21].  Esta relación con la “muerte de Dios” hace que merezca particular atención la categoría afirmación de la encíclica: “La criatura sin el Creador desaparece” (n° 22).  Porque hoy día enfrentamos también al ateísmo como un problema social.  Se enfrenta la realidad terriblemente nueva de una sociedad atea.  En ella desaparece la coerción moral que una sociedad creyente puede imponerle al ateo individual, y que puede incluso conducir a que éste adopte con especial énfasis los principios morales que guían a la colectividad.  Una sociedad atea, por el contrario, engreída en un poder sin cortapisas, tiende a modelar la existencia humana como una consecuencia lógica de su decisión de ateísmo, y termina entendiendo su propia vida como una imposición de la fuerza contra los marginados y los débiles: “La creatura sin el Creador desaparece” (n° 22).

La encíclica Evangelium vitae dedica su primer capítulo a la contemplación del pecado de Caín.  Pecado social por excelencia, su marca se extiende por toda una descendencia, y cuatro generaciones más tarde lo encontramos en Lamec.  Pero allí donde Caín había tratado de disimular un solo crimen, Lamec se jacta de dos; y allí donde Caín pide a Yahvé que lo proteja, Lamec se fía en la protección y la venganza de los hombres: si la cólera de Dios había de herir a siete por Caín, la cólera propia herirá a setenta veces siete por Lamec[22].  Es como si el autor sagrado hubiera querido decir que la tentación del homicidio tiene una fuerza expansiva, al multiplicar con cada nuevo pecado la fuerza de la autoafirmación y el desdén por el otro.  La historia bíblica de Caín hasta Lamec nos deja material para pensar sobre la historia social del aborto en nuestro siglo.

La comentada encíclica de Juan Pablo II tiene una enseñanza profundamente evangélica y como tal consoladora.  Ella se expresa al recordar que “(…) ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio.  Es anuncio de un Dios vivo y cercano (…) es afirmación del vínculo indivisible que hay entre la persona, su vida y su corporeidad (…)”, y “(…) la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable (…) no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso (…)” (n° 81).

El anuncio del Evangelio tiene el poder de cambiar las vidas de los hombres.  Y la Evangelium vitae recoge los innumerables testimonios de actividades sociales, de acogida, defensa y promoción de la vida, de aceptación amorosa del otro, de su enfermedad, de su debilidad, de su minusvalidez.  La enumeración de las obras de caridad hechas en condiciones muy difíciles es hondamente alentadora.  Las palabras y las obras son los testigos esperanzadores de que el Espíritu sigue obrando, y tenemos que decir que por débiles y aisladas que parezcan a ratos esas voces, ellas se extienden a la distancia y son como un llamado hecho al despertar de la conciencia humana.

Todo ese conjunto da testimonio de una doctrina que es distinta de la que se funda en el poder, el conflicto y el manejo.  No se trata sólo de no matar, ni siquiera sólo de respetar.  La verdadera dinámica de la sociedad humana, tal como ella es querida por Dios y como puede conducir a una auténtica paz social, se halla expresada en estas palabras: “(…) El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida a otro…” (n° 76).

Don y acogida que son más perfectos cuanto más gratuitos, y por lo tanto cuanto más próximos se hallen del desvalido: del nascituro, del recién nacido, del enfermo terminal.


Notas 

[1] Encíclica Evangelium vitae. Las citas de la encíclica en el presente artículo van acompañadas por el número de su ubicación en el texto de la misma.
[2] Reva Siegel, Rasoning from the Body: A Historical Perspective on Abortion Regulation and Questions of Equal Protection, Stanford Law Review vol. 44, pp. 261-381, 1992 
[3] Siegel, loc. Cit.
[4] Siegel, loc. Cit.
[5] León Trotzky, La Revolución Traicionada, Editorial Yunque, Buenos Aires.
[6] Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Premia Editora, Ciudad de Mëxico, 1989
[7] G. H. F., Hegel, Phanomenologie des Geistes, Ullstein, 1972.
[8]  Friedrich Nietzsche, Wille zur Macht n. 208.  Las referencias a la obra de Nietzsche usan la edición de Alfred Kröner, Stutgart 1930: Friedrich Nietzche, Werke in zwei Bänden.
[9] Nietzsche, Wille Zur Macht n 326.
[10] Nietzsche, Wille Zur Macht n 460.
[11] Emmanuel Kant, Kritk  der Praktisceh Vernunf, herausgegeben von Joachim Kopper, Philip Reclam Jun., Stuttgart 1978. Es interesante consultar: Gabriel Chalmeta. Il Principio Personalista, Acta Philosophica, Fascicolo I, vol. 3. 1994.
[12] Emmanuel Levinas, Totalité et infini. Kluwer Academic Publishers. 1988.
[13] J.G. Boer, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotrasplantation and research. J. Neurol. (1994) 242; 1-13.
[14] J. G. BOER, Ethical guidelines for the use of human embryonic or fetal tissue for experimental and clinical neurotransplantation and research. J: Neurol. (1994) 242; 1-13. 
[15] G. J. Boer loc. Cit.
[16] Clifford Grobstein, Biological characteristics of the preembryo. Ann. N.Y. Acad. Sci (1998) 541: 679-682. Norman Ford, When did I Begin? Cambridge University Press, 1988.
[17] Norman Ford, loc. Cit.
[18] August Weissmann, The Germ Plasm, p. 40 London, 1893.
[19] Nietzsche, Wille Zur Macht, n 326. 
[20] Keiji Nishitani, Religion and Nothingness. Univ. of California Press, 198.
[21] Kelji Nishitani, loc. Cit..
[22] Gén. 4, 17-24-2.

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