- Detalles
- Fernando Valle Rondón
Los problemas de la relación Iglesia-Estado desde el siglo XIX sólo se entienden a partir de la aguda crisis provocada por la irrupción del Estado moderno que, asociado intrínsecamente a un monismo político-jurídico de matriz ilustrada, produjo una enorme tensión en la organización eclesiástica, acostumbrada a tener un lugar propio dentro del régimen monárquico que suponía más bien una estructura jurídicamente plural.
- Detalles
- Avery Cardenal Dulles, S.J.
El día 31 de octubre de 1999, en una fecha celebrada todos los años por los luteranos como “el día de la Reforma”, tuvo lugar un acontecimiento histórico. Reunidos en Alemania, en Augsburgo, los representantes de la Iglesia Católica y de la Federación Luterana Mundial, por mandato de las autoridades máximas de sus respectivas comuniones, suscribieron una Declaración conjunta sobre el tema de la justificación [1]. Señaladas como responsables de romper la unidad de la Iglesia en Occidente, se estimó conveniente publicar una declaración conjunta sobre el asunto clave que provocó la división en el siglo XVI: la doctrina de la justificación.En recuerdo del gran teólogo que fue el Cardenal Avery Dulles, fallecido el 12 de diciembre de 2008 en Nueva York, publicamos esta honda y clarificadora reflexión suya sobre la doctrina de la justificación.
Para los luteranos, la doctrina de la justificación constituye la esencia misma del Evangelio. El mismo Lutero es frecuentemente citado por referirse a la misma como “el artículo sobre el cual la Iglesia se mantiene o se derrumba”. Los católicos reconocen la importancia central de la justificación. Ella significa que se ha establecido una relación justa con Dios, etapa en el camino de la salvación. No es posible salvarse sin haber sido justificado.
Este paso en común dado en Augsburgo (31.X.99) trae aparejadas amplias implicaciones ecuménicas, ya que su tema es de interés para los cristianos de todas las tradiciones. La mayoría de las iglesias protestantes profesan tesis profundamente influenciadas por las de Lutero, y a veces hacen suyas las propias tesis de éste.
Es posible resumir brevemente las divergencias entre protestantes y católicos en este tema. En general, los protestantes consideran a la justificación un proceso judicial mediante el cual Dios imputa a los pecadores la justicia de Cristo, mientras para los católicos la justificación es una transformación mediante la cual Dios comunica a los pecadores una participación en la justicia de Cristo. Los protestantes estiman que la justificación se recibe únicamente mediante la fe, mientras los católicos objetan que la fe no se justifica si no es vivificada por la esperanza y la caridad. Las posiciones de católicos y protestantes son aparentemente contradictorias. Parece entonces imposible aceptar tanto una como la otra. Por consiguiente, la unidad sólo podría lograrse con una conversión mediante la cual al menos una de las partes reconozca haber estado en el error y corrija su enseñanza.
Al cabo de siglos de confrontación hostil, luteranos y católicos han hecho esfuerzos por encontrar un terreno de entendimiento en el clima ecuménico posterior a la Segunda Guerra Mundial. Los debates comenzaron en los años 50 en Alemania y prosiguieron en diversos diálogos nacionales e internacionales. En Estados Unidos, el diálogo luterano-católico de los años 1978-1983 se tradujo en una declaración de consenso de sesenta páginas, que expresó una sorprendente unanimidad en los asuntos centrales, reconociendo al mismo tiempo que en una serie de aspectos secundarios todavía no se había llegado a acuerdo. La declaración sugería además que, a raíz de los acuerdos substanciales sobre los Evangelios, en lo sucesivo no podría considerarse que los aspectos secundarios dividían a los cristianos, sino que eran más bien diferencias teológicas que podrían superarse en la medida en que luteranos y católicos lograran reunirse en una sola comunión.
El diálogo americano despertó vivo interés en los alemanes. Durante los años 80, un diálogo alemán propuso a las comunidades participantes que las condenas de la época de la Reforma en relación con la justificación pudiesen declararse inaplicables en lo sucesivo. Luego, en 1994, la Federación Luterana Mundial (LWF) y el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos designaron un comité con un número limitado de teólogos y responsables eclesiásticos con el fin de recopilar los resultados de los diálogos y elaborar una declaración consensual sobre la justificación. En 1997, dicho comité redactó un texto final de Declaración conjunta, que fue entonces difundido entre los participantes.
La LWF consultó sobre ese texto a sus ciento veinticuatro Comunidades cristianas, de las cuales treinta y cinco no respondieron, cinco lo rechazaron y cuatro respondieron en forma tan ambigua que parecían oponerse. Una mayoría importante de ochenta Comunidades miembros expresaron su satisfacción [2]. Una serie de teólogos luteranos respondieron favorablemente, pero doscientos cincuenta y un profesores protestantes alemanes de teología suscribieron una declaración con el fin de mostrar que el consenso expuesto por la Declaración conjunta no existía [3]. Después de evaluar las respuestas, la Federación Luterana Mundial aprobó la Declaración conjunta con fecha 18 de junio de 1998.
La respuesta católica fue vacilante. El día 25 de junio de 1998, el Cardenal Edward Cassidy, Presidente de la Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, publicó, con la cooperación de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una Respuesta católica oficial a la Declaración propuesta [4]. Después de reconocer la notable convergencia manifestada por la Declaración conjunta, esta respuesta concluía que era prematuro hablar de un acuerdo total y solicitaba un estudio complementario de seis asuntos importantes en los cuales todavía existían diferencias. “Algunas de esas diferencias –declaraba– están vinculadas con aspectos substanciales y por consiguiente no todas (las posiciones) son mutuamente compatibles, como se afirmó por el contrario en el número 40 de la Declaración conjunta” [5]. Al menos sobre un punto –el carácter de pecador subsistente en el justificado– la respuesta recordaba que la Declaración conjunta no podía en modo alguno evitar los anatemas del Concilio de Trento en sus Decretos sobre el pecado original y la justificación [6].
En esas circunstancias, se podía pensar que la Declaración conjunta jamás sería suscrita, pero con gran prisa se entablaron negociaciones para salvarla. Así, en junio de 1999 se publicaron precipitadamente tres documentos adicionales: una “Declaración común oficial”, un “Anexo” de esta declaración y una “Nota sobre este anexo” del Cardenal Cassidy, todos explicando cómo, a pesar de las objeciones formuladas por las dos partes, el texto de la Declaración conjunta podía ser aceptado por ambas, como ocurrió luego [7].
Antes de examinar el tenor de la Declaración, permitidme un último comentario sobre su alcance. Para empezar, no existe una pretensión de hablar en nombre de todas las Comunidades luteranas, sino únicamente de una mayoría de aquellas que están en la Federación Luterana Mundial, a la cual, por ejemplo, en Estados Unidos no se han adherido los sínodos de Missouri y Wisconsin. Además, el objeto de la Declaración cubre un solo tema, la doctrina de la justificación, y no pretende abordar todos los aspectos de esta doctrina [8]. Declara que las enseñanzas católica y luterana sobre estos asuntos, en la forma en que se presenta en la Declaración conjunta, no tienen relación con las condenas aplicadas por cada una de las partes en el siglo XVI. No desconoce que las posiciones de las partes hayan podido presentarse –y lo han sido–en forma menos irénica. Por último, la Declaración conjunta no se presenta como un documento magisterial autorizado, que obligue a los fieles de las correspondientes comuniones. Declara no obstante que su objetivo es tomar nota del resultado de los diálogos sobre la justificación con el fin de informar al respecto a las Iglesias y “permitirles tomar decisiones obligantes” [9].
Tiene un carácter central en la Declaración conjunta, como yo la interpreto, el artículo Nº 15, que enuncia específicamente: Confesamos conjuntamente: únicamente mediante la gracia, en la fe en la obra salvadora de Cristo y no en razón de mérito alguno de nuestra parte, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo, que renueva nuestros corazones, fortaleciéndolos y llamándolos a emprender buenas obras.
Esta frase expresa la comprensión fundamental de la justificación aceptada hoy por los luteranos y los católicos, como lo hicieron en el pasado.
La frase básica que he señalado es tan densa que requiere ser analizada. Cuatro elementos merecen subrayarse.
1. Somos conducidos a la amistad con Dios no por merecerlo, sino por la gracia de Dios, otorgada gratuitamente. Luteranos y católicos están de acuerdo: debido al pecado original, los hombres y las mujeres necesitan ser justificados. Como pecadores, somos incapaces de obtener la gracia de Dios. Únicamente Dios, en su amor misericordioso, puede restablecer la relación quebrada por el pecado.
2. Dios está dispuesto a aceptarnos en su amistad porque ama a su Hijo, Jesucristo, que murió y resucitó por nuestra redención. Este punto no está señalado en la frase citada, pero se encuentra en la continuación del artículo.
3. El proceso de justificación no se limita a la gracia divina. El pecador debe recibir el don gracioso de Dios, y en este proceso se requiere la fe, en cuya ausencia la justificación sería imposible. Por su fe, quienes son justificados reconocen en Jesucristo a su Redentor.
4. Dios expande su Espíritu Santo en el corazón de aquellos que justifica, provocando en ellos una renovación interior y una aptitud para las buenas obras que están llamados a cumplir. En otra parte de la Declaración conjunta se dice que el don del Espíritu es otorgado por la palabra y el sacramento, especialmente el bautismo [10].
Estos cuatro puntos se enseñan claramente en las Escrituras y eran parte de la doctrina católica de la justificación también antes de la Reforma. Lutero y otros reformados del siglo XVI estaban de acuerdo con la Iglesia Católica en estos puntos, pero el ambiente teológico de ese siglo no condujo a declaraciones comunes en que se pusieran entre paréntesis los puntos de desacuerdo. En ambos lados, los polemistas se concentraron en los puntos disputados, caricaturizando a veces las tesis adversas.
Por una parte, los luteranos y otros reformados acusaron injustamente a los católicos de enseñar que los pecadores podían justificarse ellos mismos, por el mérito de sus buenas obras. Es bueno que luteranos y católicos puedan ahora profesar juntos que somos justificados gratuitamente por la gracia de Dios, sin merecerlo, y que esta justificación se recibe mediante la fe en la obra salvadora de Dios en Jesucristo. La Declaración conjunta debe hacer posible superar esta incomprensión.
Por otra parte, los católicos han representado con frecuencia a los luteranos como enseñando que la justificación no es más que una simple declaración proveniente de Dios y que deja a la persona justificada siendo tan pecadora como antes. Sospechan también que los luteranos sostienen que a los justificados no se les solicita hacer buenas obras ni son capaces de llevarlas a cabo. A mi modo de ver, ésta no ha sido jamás la posición de las comunidades luteranas. Por consiguiente, podemos acoger la Declaración conjunta, que expresa claramente que al justificar a un pecador, Dios lo renueva interiormente. Le confiere el don del Espíritu Santo, y este don lo prepara para las buenas obras.
Entretanto, subsisten problemas. Son propios de la diferencia de perspectiva con la cual los luteranos y los católicos consideran el proceso de justificación. Conscientes de la profundidad de la depravación humana, los luteranos están preocupados de evitar todo cuanto pueda al parecer socavar la causalidad soberana de Dios, al cual toda la gloria es debida. Los católicos, sin poner en duda la soberanía de Dios y la perversidad del pecado, adoptan un punto de vista más humanista, poniendo énfasis en la libertad y la dignidad de las personas humanas, creadas por Dios a su imagen y que Él eleva a través de Cristo para asociarlas a la obra de la Redención. Estas diferencias de perspectivas aparecen en varios casos específicos tratados en el capítulo cuarto de la Declaración conjunta.
Los temas problemáticos
La naturaleza de la justificación
En primer lugar, el término “justificación” propiamente tal es comprendido de distinta manera por cada una de las partes. Para los luteranos, la justificación consiste esencialmente en la acción divina mediante la cual Dios nos acepta o declara que somos amigos por cuanto Cristo dio su vida por nosotros. Los luteranos comprenden en general que el don del Espíritu Santo nos permite realizar buenas obras como consecuencia de la justificación. Distinguen entonces dos etapas: una primera etapa, la justificación, la acción de Dios mediante la cual declara justos a los pecadores en razón de la obra salvadora de Cristo en su favor, y una segunda etapa, la santificación, en la cual Dios envía el Espíritu Santo al corazón de quienes han creído y los transforma.
A causa de su viva conciencia de todo cuanto Dios ha hecho por nosotros, los católicos no reducen el término “justificación” a una declaración de Dios, como si se tratara puramente del enunciado de un juicio de absolución. Para ellos, la justificación incluye la acción mediante la cual Dios vuelve justos a los pecadores. El Concilio de Trento, en su Decreto sobre la Justificación, declara:
La justificación en sí misma (…) no es únicamente el perdón de los pecados, sino también la santificación y la renovación del interior de la persona mediante su recepción voluntaria de la gracia y los dones con los cuales la persona injusta es justificada, y de enemiga de Dios pasa a ser amiga, convirtiéndose así en heredera, en espera de la vida eterna (1 T, 3, 7) [11].
Entre los exegetas, se discute mucho sobre lo que Pablo quería decir con el término “justificar” (dikaiou). ¿Quería decir “declarar justo” o “volver justo”? La traducción latina justificare incluye la idea de volver justo (justum facere). La Declaración conjunta no adopta una posición sobre el significado de la palabra, pero indica que al justificar, Dios no sólo perdona los pecados, sino también otorga el don de una nueva vida en Cristo [12]. Reconoce que los luteranos distinguen entre la justificación propiamente tal y la renovación necesariamente subsiguiente [13]. Si bien la justificación está incluida en esta acepción judicial, la sentencia judicial de Dios debe considerarse en todo caso eficaz en el sentido de que es portadora de lo que declara. El Anexo está más cerca de la posición católica, y de hecho declara en una frase más bien imprecisa: “La justificación es a la vez perdón de los pecados y volver justo, de tal manera que Dios comunica el don de una nueva vida en Cristo” [14].
La eliminación del pecado
Si se admite que la justificación implica una acción de curación por parte de Dios, surgen nuevas interrogantes en relación con el alcance de esta renovación. De acuerdo con el Concilio de Trento, los católicos afirman que mediante la justificación el hombre es renovado en tal medida que llega a ser verdaderamente justo en su fuero interno. Sus pecados no sólo son cubiertos por Cristo, sino totalmente apartados, de tal manera que se borra la mancha del pecado. Según tengo entendido, los luteranos no van tan lejos, como tampoco lo hace la Declaración conjunta. Al parecer, ésta adopta el punto de vista luterano, según el cual las personas, después de ser justificadas, siguen realmente siendo pecadoras, aun cuando sus pecados ya no les sean imputados [15]. Como señaló la Respuesta católica oficial, es muy difícil compatibilizar esta posición con el Concilio de Trento, que enseña que la gracia de Cristo impartida en la justificación borra todo cuanto es pecado “en el sentido propio del término” y todo cuanto es “digno de condena” [16].
Además de las dificultades de vocabulario, tanto los luteranos como los católicos reconocen la complejidad del problema. La Santa Escritura enseña que los bautizados experimentan un nuevo nacimiento en Cristo y se convierten en herederos de la vida eterna. Son fortalecidos por la presencia amorosa de Dios en ellos, pero la experiencia muestra que a pesar de eso seguimos siendo débiles y vulnerables ante la tentación. Pecamos con tanta frecuencia que todos los días pedimos perdón en la Oración del Señor [17]. Al igual que el texto de las Confesiones corregidas, el Concilio de Trento reconoció que la santificación es una lucha que dura toda la vida, ya que a menudo cedemos ante nuestros deseos egoístas.
En este punto, las diferencias llegan a ser sumamente tenues. Los católicos reconocen que también los justificados permanecen expuestos al pecado, y a menudo pecan, pero están convencidos de que la renovación interior nos libra a todos de toda presión a hundirnos en el pecado. La Declaración conjunta, describiendo la posición luterana, dice que el pecado ya no se impone en los justificados, sometiéndose en cambio a Cristo, que obra en ellos [18]. Esto me parece prácticamente equivalente a la posición católica, como acabo de exponerla.
Por consiguiente, los católicos pueden llegar a la conclusión de que la fórmula luterana –“justificado y al mismo tiempo pecador”– contiene gran parte de verdad (simul justus et peccator). Nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad continúan siendo débiles. Los católicos, sin embargo, siguen sosteniendo, con el Concilio de Trento, que en los bautizados la debilidad moral, consecuencia del pecado original (técnicamente llamada “concupiscencia”), no es realmente un pecado.
Esta debilidad no nos hace ser culpables ante los ojos de Dios y merecedores de castigo. Me parece que en este punto sigue habiendo desacuerdo entre católicos y luteranos.
Con todo, los desacuerdos tradicionales han disminuido considerablemente. Ciertas formulaciones luteranas primitivas ponían tanto énfasis en la separación entre justificación y santificación que la primera casi parecía no estar vinculada con la segunda. El Concilio de Trento, reaccionando contra esta exageración, insistió en la unidad entre justificación y santificación, pero tal vez prestó menos atención de lo que habría podido al grado imperfecto de santificación que generalmente alcanzamos y a nuestra continua necesidad de contar con la misericordia de Dios para auxiliarnos en nuestras deficiencias. Tanto en la oración a los santos como en la oración litúrgica, la necesidad de perdón de los fieles es un tema siempre presente. La Declaración conjunta puede tal vez estimular en los predicadores católicos y los teólogos una reflexión más profunda sobre la necesidad de misericordia del cristiano, una necesidad permanente.
Cooperación humana
Como se puede deducir a partir de lo recién expuesto, los luteranos tienden a minimizar la cooperación humana, mientras los católicos tienden a magnificarla. Para los católicos, la dignidad del ser humano exige que no podamos ser manipulados como marionetas; debemos ser invitados a aceptar libremente los dones de Dios. Evidentemente, ante el temor de que esta actitud sea tachada de vanagloria y tienda a disminuir la gloria única de Dios, los luteranos a veces hablan como si los seres humanos recibieran la justificación permaneciendo en actitud totalmente pasiva. La Declaración conjunta recuerda que los luteranos afirman esta pura pasividad, pero agrega que ésta no niega que los creyentes estén implicados personalmente en recibir la palabra de Dios [19]. El Anexo dice que, junto con insistir en el hecho de que Dios lo hace todo, los luteranos sostienen que el trabajo de la gracia implica una acción humana, y al respecto cita la Fórmula de Concordia luterana, que dice que podemos y debemos cooperar; pero esta declaración no tiene relación con la justificación, sino con el trabajo de santificación, tratado en este documento como un paso posterior [20].
En este aspecto, como en otros, la Declaración conjunta reduce la divergencia sin eliminarla. Considerando la convergencia limitada resultante, podríamos decir que los actuales desacuerdos en este aspecto de la cooperación constituyen temas susceptibles de análisis teológico y no contradicen directamente a los Evangelios.
Las buenas obras y el mérito
De acuerdo con la doctrina católica, nadie está en condiciones de merecer sin haber sido previamente justificado; pero cuando personas justificadas realizan buenas obras con ayuda de la gracia, realmente complacen a Dios, y por consiguiente Dios puede llamarlas “buenos y fieles servidores” y recompensarlas con la vida eterna. De este modo realmente merecemos, aun cuando nuestros méritos dependen enteramente de la graciosa asistencia de Dios. La recompensa constituida por la vida eterna sobrepasa todo cuanto podríamos pedir al margen de la graciosa promesa de Dios. Sin embargo, no se puede negar la realidad de los méritos. Se puede decir que los creyentes justificados que cooperan libremente con la gracia divina ganan “la corona de justicia” prometida (2 Tim 4). Si Dios enviara a los santos al infierno, no sería el “justo Juez” que nosotros, y Pablo antes que nosotros, sabemos que es.
Los luteranos, como ya lo señalé, aceptan que aquellos que son justificados reciben el Espíritu Santo y por consiguiente llegan a ser capaces de hacer buenas obras, lo cual por lo demás se espera de ellos. Lutero y Melanchthon declararon al respecto que el justificado merece ciertas recompensas por sus buenas obras [21]. Sin embargo, en la actualidad, muchos luteranos, temiendo que cualquier mención al mérito pueda conducir a la complacencia y la vanagloria evitan decir, como los católicos, que los justos pueden merecer algo en esta vida o en la otra. Prefieren, en cambio, en general, hablar de las buenas obras como frutos o señales de justificación.
La Declaración conjunta suaviza esta oposición formulando que los católicos, al hablar de méritos, quieren decir que “hay una recompensa prometida en el cielo” [22]. Esto ciertamente es una verdad, pero no total, ya que se omite decir que esta recompensa es justa. Sin referirse a la justicia, el verdadero concepto de mérito desaparece.
Una fe suficiente
El grito de guerra “sólo por la fe” (sola fide) constituye el carácter fundamental del luteranismo. Muchos cristianos suponen que esta doctrina es bíblica, tal vez a raíz de ciertas traducciones en que al dirigirse a los romanos, Pablo habla (3, 28) de justificación “sólo por la fe”. La palabra “sólo” no se encuentra, en cambio, en el texto griego. Lutero la incluyó en su traducción de 1522. La única mención de “sólo la fe” en el Nuevo Testamento se encuentra en Santiago 2, 24, que declara que “el hombre es justificado… no sólo por la fe”. Pablo, en Corintios 1, capítulo 13, enseña que la fe a nadie conducirá a la salvación si no está acompañada de amor (1 Cor 13, 1-3). El Concilio de Trento, rechazando la doctrina de “la fe únicamente”, enseñó que la fe no puede justificar a menos que esté acompañada de esperanza y caridad y sea fecunda en buenas obras [23]. Como dijo Jesús: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17).
Uno podría preguntarse por qué los luteranos insisten tanto en sólo la fe. La mejor respuesta no se encuentra en algún texto bíblico, sino en la teología mística de Lutero. La fe, para él, es el camino por el cual los creyentes se apropian de la obra salvadora de Cristo destinada a ellos. La fe se alimenta de su objeto, que es Cristo redentor. Es mucho más que un asentimiento intelectual o teórico. Lutero la llamaba el anillo que sella nuestro matrimonio místico con Cristo, a raíz del cual su justicia se convierte en la nuestra [24]. Mediante este maravilloso intercambio, Cristo toma nuestros pecados y nos dejamos llevar en la existencia de Cristo, y por tanto vivimos en él y él en nosotros. Si la fe está incluida en este sentido, que se impone, implica mucho más que una imputación. Implica la presencia interior de Cristo y conduce espontáneamente a las buenas obras. Los católicos pueden estar de acuerdo en que la fe, así entendida, es suficiente para la justificación.
Al igual que en los otros puntos considerados, los luteranos y los católicos, enfocando el problema a partir de distintas perspectivas, emplean conceptos diferentes y aluden con los mismos términos a distintas cosas. Por este motivo, es sumamente difícil delimitar los acuerdos y desacuerdos. Los católicos, al leer las Escrituras con los lentes de la tradición escolástica, se complacen en establecer claras distinciones entre las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Los protestantes, con posterioridad a Lutero, emplean a menudo la palabra “fe” en un sentido amplio, que incluye gran parte de lo que los católicos ubicarían en las categorías de la esperanza y la caridad. Por “sólo la fe” los luteranos no quieren referirse a una fe que excluya la esperanza y la caridad, sino una fe no adquirida mediante buenas obras anteriores. Si se admite esto, la fórmula “sólo la fe” no debería provocar dificultades.
La Declaración conjunta sostiene que al hablar de justificación por la fe, los luteranos quieren decir “fe viva”, una fe que se manifiesta mediante el amor [25]. La fe –agrega la Declaración– conduce a los creyentes a la comunión con su Creador y Señor [26]. Los católicos profesan lo mismo cuando hablan de una fe viva, pero la Declaración agrega que, según los luteranos, la fe no existe sin renovación y justificación [27]. El Concilio de Trento y toda la tradición católica sostienen, por el contrario, que el don de la fe puede existir en ausencia de amor y arrepentimiento. El Concilio de Trento señaló eso, condenando la posición contraria. La Declaración conjunta no explica por qué el canon [28] del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento no se aplica a los luteranos de hoy.
La ley y el Evangelio
Lutero estableció una oposición marcada entre la ley y el Evangelio. Para él, la ley requiere ser obedecida. Al exigirnos más de lo que somos capaces, nos prepara para recibir el Evangelio, es decir, para ponernos a merced de Dios en Jesucristo. Los católicos profesan que Dios nunca nos ordena hacer lo que no somos capaces de hacer sin su gracia. Sus mandamientos pueden ser difíciles, pero nunca imposibles de cumplir. La ley de Cristo no se opone al Evangelio, constituyendo en cambio parte del mismo, proporcionando las reglas que deben regir la vida del cristiano.
La posición de la Declaración conjunta sobre la oposición ley/Evangelio se acerca en gran medida a la doctrina católica clásica [28]. Sin embargo, no menciona el anatema del Concilio de Trento en relación con los que sostienen que Dios ordena lo imposible [29].
Certeza de la salvación
Hay un último punto de fricción en relación con la certeza de la salvación. Los luteranos han sostenido normalmente que no tenemos fe a menos que creamos sin duda alguna que nos salvaremos. Los católicos, por el contrario, se contentan con hablar de una esperanza debidamente fundada en la salvación, asociada con la convicción de que podemos caer en el camino y permanecer perdidos. Así, la fe no implica en su objeto la certeza de que en calidad de individuos estemos salvados. En este punto, al igual que en la oposición ley/Evangelio, la Declaración conjunta emite una fórmula de compromiso a la cual los católicos difícilmente pueden oponerse:
Confesamos conjuntamente que los fieles pueden contar con la misericordia y las promesas de Dios. A pesar de su propia debilidad y las múltiples amenazas que ponen su fe en peligro, pueden, gracias a la muerte y resurrección de Cristo, basarse en la eficaz declaración de la gracia de Dios en la palabra y el sacramento y tener así la certeza de esa gracia [30].
Carácter central de la doctrina de la justificación
Si bien he tratado los siete asuntos enumerados en el capítulo IV de la Declaración conjunta, quisiera abordar otro punto, mencionado en el capítulo III: el lugar que le corresponde a la justificación en la jerarquía de la doctrina cristiana. Los luteranos suelen citar a Lutero declarando que es “el artículo sobre el cual la Iglesia se mantiene o se viene abajo” y el criterio máximo de toda enseñanza correcta. Los católicos consideran de carácter más fundamental la adhesión a las doctrinas de la Trinidad y la Encarnación, situadas en forma prioritaria en las confesiones de fe primitivas. El artículo 18 de la Declaración conjunta, que concede un poco a cada parte, declara que si bien la doctrina de la justificación presenta un significado especial, está vinculada estrechamente con todas las otras verdades de fe. La “Respuesta católica oficial” señaló ciertas reservas sobre este acuerdo [31]. Los luteranos estrictos, por su parte, estiman que la Declaración conjunta no ha protegido suficientemente el carácter central de la doctrina de la justificación. Aquí, como en muchos puntos, la Declaración conjunta construyó un punto oscilante que no satisface, en ambos lados, a los defensores de la ortodoxia.
La situación resultante de lo anterior
En calidad de católico, adopto con entusiasmo el consenso básico expresado por el artículo Nº 15 de la Declaración. Agrego que puedo estar satisfecho con lo declarado por la Declaración conjunta sobre muchos asuntos discutidos, como, por ejemplo, el carácter transformador de la justificación, la justificación por la fe, la oposición ley/Evangelio, la certeza de la salvación y el carácter normativo de la doctrina de la justificación. La Declaración conjunta da cuenta de un acercamiento promisorio entre las enseñanzas luteranas y católicas sobre los asuntos que acabo de enumerar, pero reconozco que algunos luteranos no están satisfechos con la Declaración en relación con esos mismos asuntos. Comprendo que sientan que no se ha considerado suficientemente la tradición luterana.
Los católicos, por su parte, tendrán sus propias dificultades con esta Declaración conjunta. La “Respuesta católica oficial” expresó su desacuerdo con el tratamiento del carácter pecador de los justificados, y también en relación con la cooperación, el mérito y el criterio de preeminencia otorgado a la doctrina de la justificación. La Respuesta también consideraba inadecuada la omisión de todo tratamiento de recuperación de la justicia perdida mediante el sacramento de la penitencia. Junto con compartir parte de esas divergencias, quisiera agregar otras tres dificultades, dos de las cuales ya han sido mencionadas. La Declaración conjunta, a diferencia del Concilio de Trento, no advierte un error en la posición según la cual no puede haber fe auténtica al margen de la fe justificante [32]. La Declaración no aborda la siguiente interrogante: ¿Ordena Dios lo imposible? En tercer lugar, la Declaración no trata el amplio tema de la satisfacción. Para la doctrina católica, una reparación puede ser necesaria aun después de haberse perdonado la falta –el pecado–. En los problemas vinculados con la satisfacción están implícitas muchas disputas de la época de la Reforma, como la existencia de un purgatorio, las indulgencias, las prácticas de penitencia y el carácter propiciatorio de la misa. Reconozco que la doctrina de la satisfacción se enfrenta con muchos otros asuntos además de la justificación, pero no es posible excluirla al tratar la justificación, como lo demuestra el canon Nº 30 del Concilio de Trento [33].
Considerando estos asuntos no resueltos, sería una exageración suponer que los desacuerdos arraigados entre luteranos y católicos sobre la justificación se han superado. La Declaración conjunta no pretende semejante cosa. Reconoce que “no aborda todo lo que enseña cada una de las Iglesias sobre la justificación” [34]. Afirma únicamente que las condenas del siglo XVI no se aplican a la Iglesia Católica y a las Confesiones luteranas, que suscribieron la Declaración en la medida en que sus posiciones se presentan en la misma Declaración [35].
Para que un luterano pueda decir que las condenas anotadas en el Libro de Concordia ya no se aplican a los católicos, le corresponde a él mismo juzgarlo. No se puede negar que hoy los católicos siguen considerando a las doctrinas enunciadas en Trento y citadas en notas a pie de página por los editores del Libro de Concordia contrarias a la doctrina luterana, mientras los luteranos con los cuales he estado sostienen posiciones contrarias a los cánones de Trento. Por este motivo, me sorprende que la Declaración conjunta pueda llegar a la conclusión de que ya no son aplicables las condenas pronunciadas en Trento, así como aquellas pronunciadas por las Confesiones luteranas, aun cuando sólo se refieran a los temas tratados en la Declaración.
Al parecer, se llegaría a la conclusión de que considerando el consenso sobre la doctrina básica de la justificación y las convergencias logradas mediante el diálogo teológico sobre los ocho asuntos discutidos, los desacuerdos restantes pueden considerarse como “diferencias de lenguaje, elaboración teológica y acentuación”, que por lo tanto no implican condenas. Además, ambas comuniones, junto con su adhesión a las doctrinas conservadas religiosamente en los libros de su comunión, podrían encontrar “aceptables” las posiciones condenadas por estos libros [36]. ¿Significa eso que las doctrinas luteranas pueden predicarse y enseñarse en lo sucesivo en las iglesias y seminarios católicos? ¿Y además que los luteranos permitirán que las posiciones católicas se presenten como verdaderas en sus cátedras y facultades de teología? Me resulta muy difícil visualizarlo así.
En relación con este tipo de problemas, me parece que la Declaración conjunta pretendió lograr demasiado. Habría sido preferible que se limitara al consenso básico del párrafo 15, formulado con gran esmero en diversos diálogos teológicos anteriores. Fue más allá de los resultados de estos diálogos, asegurando que las “diferencias restantes” eran “aceptables”. Y entretanto nadie puede pensar que hemos llegado al final del camino emprendido. La Declaración común, como la mayoría de los diálogos, se aferra al carácter conceptual y al lenguaje de las formulaciones del siglo XVI. Sin pasarlas por alto, tal vez podemos enriquecerlas con una nueva lectura a la luz de las Sagradas Escrituras, los Padres y las traducciones litúrgicas. Por cuanto otras comunidades cristianas, de ortodoxos, anglicanos, metodistas y reformados, poseen una larga y antigua reflexión sobre la justificación, podríamos también beneficiarnos con su participación. Por este camino, podemos esperar obtener algo que no consiguió la Declaración común: una interpretación del mensaje bíblico, que luteranos y católicos, con otros, podrían proclamar conjuntamente. Al situar los desacuerdos actuales en el marco de un consenso básico sobre las verdades centrales, la Declaración común ha abierto en todo caso el camino hacia el enfoque común buscado. Las formulaciones de la época de la Reforma, indudablemente preciosas, pueden requerir matices y complementos con el fin de expresar de mejor manera el sentido que comunicaban de manera imperfecta. En otras palabras, pediríamos a ambas comuniones desarrollar su propia doctrina.
La convergencia y el consenso en cuanto al asunto que divide –la justificación– harían avanzar en gran medida la causa de la unidad cristiana. Por cuanto los desacuerdos han perjudicado el esfuerzo misionero de la Iglesia, un avance hacia un acuerdo contribuiría a la “nueva evangelización” que el Papa desea promover. Sin ceder en modo alguno en materia doctrinaria, los cristianos de distintas tradiciones deben buscar medios para proclamar conjuntamente este artículo de fe, que es de carácter central para ellos.
NOTAS
[1] The Lutheran World Federation and the Roman Catholic Church, Joint Declaration on the Doctrine of Justification. Ver también la traducción al francés del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos (DC 19/10/1997, p. 875-885).
[2] Las cifras difieren según las fuentes. He tomado las cifras indicadas por Aidan Nichols en su artículo “The Lutheran-Catholic agreement on justification: botch or breakthrough?”, New Blackfriars 82 (sept. 2001), pp. 377-378.
[3] También hay diferencias en el número de signatarios señalado. Tomé el total indicado en la página 378 del artículo de A. Nichols. Algunas firmas se agregaron después de la publicación del documento.
[4] Origins 28 (16 de julio de 1998), pp. 130-132 (ver DC del 2 al 16 de agosto de 1998, “Respuesta de la Iglesia Católica a la declaración común de la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial sobre la doctrina de la justificación”, p. 713-715).
[5] Op. cit., Nº 5.
[6] Op. cit., Nº 1.
[7] Estos tres documentos se encuentran en Origins 29 (24 de junio de 1999), pp. 85-92. En la DC del 1º al 15 de agosto de 1999 sólo se encuentra el anexo; en cambio, en la DC del 2 al 16 de agosto de 1998 ya citada hay “una presentación de la posición católica sobre la justificación por el Cardenal Cassidy”, hecha el 25 de junio de 1998, pp. 716-718, que es un comentario sobre la respuesta.
[8] La “respuesta católica oficial” (artículo Nº 4) señala que no está debidamente tratada la recuperación, mediante el sacramento de la penitencia, de la justificación perdida.
[9] Declaración conjunta, Nº 4.
[10] Declaración conjunta, Nº 16 y 25
[11] Capítulo 7, DS 1528.
[12] Declaración común, Nº 22.
[13] Declaración común, Nº 26.
[14] Anexo, Nº 2A.
[15] Declaración común, Nº 22: declara que los luteranos y los católicos pueden confesar juntos que al recibir las personas una nueva vida en Cristo mediante la fe, “Dios ya no les imputa sus pecados”. No veo cómo pueden declarar esto los católicos permaneciendo fieles al magisterio.
[16] Declaración conjunta, Nº 30, citando el Concilio de Trento, DS 1515.
[17] Declaración conjunta, Nº 28.
[18] Declaración conjunta, Nº 29.
[19] Declaración conjunta, Nº 21.
[20] Anexo, Nº 2 C.
[21] En su Comentario sobre Gálatas 3, 10, en 1535, Lutero distingue entre la fe en lo abstracto y en lo concreto, la fe incorporada, y escribe sobre esta última: “No es sorprendente, por tanto, que se prometan méritos y recompensas a la fe encarnada, como es la fe de Abel, o a las obras de los fieles” (Luther’s Works, vol. 26, 265). En su Apología de la Confesión de Augsburgo, Melanchthon declara: “Enseñamos que las buenas obras son meritorias, no por el perdón de los pecados, la gracia o la justificación (ya que sólo obtenemos todo eso mediante la fe), sino por otras recompensas físicas o espirituales en esta vida o aquella por venir” (Apol. 4, 194, Book of Concord 4, Philadelphia: Fortress, 1959, 133; cf 4, 367, p. 163). En otra edición (Minneapolis, Fortress, 2000), Book of Concord declara: “Por cuanto las obras constituyen una especie de cumplimiento de la ley, se las llama justamente meritorias y se dice justamente que se les atribuye una recompensa” (4, 358, p. 171).
[22] Declaración conjunta, Nº 38.
[23] DS 1530.31.
[24] Ver, por ejemplo, “La libertad del cristiano”, de Lutero, en Martin Luther’s basic theological writings, ed. Timothy F. Lull (Minneapolis: Fortress, 1989), p. 603-604.
[25] Declaración conjunta, Nº 25.
[26] Declaración conjunta, Nº 26.
[27] Op. cit.
[28] Op. cit., Nº 31.
[29] DS 1568.
[30] Op. cit., Nº 34.
[31] “Respuesta católica oficial”, Nº 2, p. 130-131.
[32] Declaración conjunta, Nº 26.
[33] DS 1580.
[34] Declaración conjunta, Nº 5.
[35] Op. cit., Nº 41.
[36] Op. cit., Nº 40.
- Detalles
- Tarcisio Cardenal Bertone
Párrafos principales de la conferencia pronunciada por el Secretario de Estado de Su Santidad , Cardenal Tarcisio Bertone, en el histórico Teatro de la República de la ciudad de Querétaro, México, en enero pasado. Una luminosa reflexión acerca de la presencia de la Iglesia y de los católicos en la vida pública y en la configuración de la cultura latinoamericana. Un llamado a tender puentes entre la fe y la razón, y a un diálogo fructífero entre fe, cultura y ciencia.
Hablar de la presencia de la Iglesia en la vida pública, significa también hablar acerca de la cultura –que es como la vida de un pueblo– con el fin de buscar el florecimiento de todas las potencialidades que la misma encierra.
A este propósito, y para enfocar el tema que nos convoca, quisiera recordar una significativa anécdota que recoge el conocido escritor mexicano Gabriel Zaid en un artículo que gozó de cierta circulación hace algunos años, titulado Muerte y resurrección de la cultura católica en México, publicado en la memorable y hoy desaparecida revista Vuelta [1]. En aquel artículo, cuenta el autor que, a principios de los años setenta, le dijeron que un obispo holandés interesado en la cultura deseaba entrevistarse con él. Movido por la curiosidad ante lo que juzgaba un fenómeno más bien insólito –un obispo interesado en la cultura–, el escritor acudió al encuentro. En el curso de la conversación, sigue narrando Zaid, el obispo le dijo que la renovación que el Concilio Vaticano II había aportado en todos los órdenes –litúrgico, pastoral, social–era importantísima, pero que para asegurar la misión de la Iglesia en los próximos años, era absolutamente necesario que renaciese una cultura católica. El obispo preguntó entonces a Zaid qué se podía esperar de México. Éste, desolado, confiesa: «No pude darle la menor esperanza. En México, fuera de los vestigios de mejores épocas y de la cultura popular, la cultura católica acabó. Se quedó al margen, en uno de los siglos más notables de la cultura mexicana: el siglo XX. ¿Cómo pudo ser? Todavía me lo pregunto» [2].
El diagnóstico es, ciertamente, pesimista y creo que sería injusto suscribirlo íntegramente. Sin embargo, tanto la observación de aquel obispo, como las reflexiones del escritor contienen algunos elementos que merecen nuestra atención.
Que la cultura sea necesaria en el quehacer de la Iglesia y de la misma humanidad, lo declaró el recordado Papa Juan Pablo II en su magistral intervención ante la Unesco pocos meses después de su elección, en términos apremiantes: «¡Sí! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡Sí! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu! ¡Sí! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor!» [3].
Para la Iglesia, la cultura es una realidad vital, urgente, necesaria. El vínculo del Evangelio con el hombre, repetía Juan Pablo II ante la Unesco, «es efectivamente, creador de cultura en su mismo fundamento» [4]. Cuando el Evangelio es acogido por la obediencia de la fe en el corazón del hombre, todas sus facultades, su inteligencia, su afecto, su capacidad creativa, se revisten de la energía nueva de la Palabra de Dios, viva y eficaz, la Palabra creadora que hizo surgir todo de la nada, el cosmos del caos (cf. Jn1, 1-18). De ahí la importancia que tiene para la Iglesia, como responsable del destino sobrenatural del hombre, una acción pastoral atenta y clarividente respecto a la cultura, especialmente a la cultura viva, es decir, al conjunto de los principios y valores que constituyen el ethos de un pueblo: «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» [5].
La Cultura de la palabra
A pesar de que la realidad expresada con la palabra «cultura» se resiste a ser encerrada en los límites estrechos de una definición, el Concilio Vaticano II, en el capítulo dedicado a la cultura en la Constitución pastoral Gaudium et spes, nos dejó algunas páginas memorables que, sin constituir una verdadera definición, nos permiten ahondar en su rico contenido. Según el texto conciliar, «es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura» [6]. En otras palabras, cultura es aquello que permite al hombre ser más hombre, crecer en su propia humanidad. Se siguen de aquí dos importantes consideraciones. Ante todo, que la cultura dice relación de medio, y no de fin. Es decir, que la cultura no es un fin en sí misma, por noble y elevada que sea, sino un medio para llegar a aquel humanismo integral propuesto por el Papa Pablo VI: el bien de todo el hombre y de todos los hombres. Mas con ello se introduce, al mismo tiempo, un criterio de valoración de la cultura y de las culturas, que nos permite afirmar decididamente lo siguiente: toda expresión cultural que no contribuye a la plena humanidad de la persona, no es auténticamente cultura. Sabemos bien que existen muchas formas de cultura que constituyen una agresión a los derechos de la persona y que, por tanto, no pueden ser consideradas como expresión de verdadera cultura, aun cuando estén profundamente arraigadas en las tradiciones ancestrales de los pueblos y de las comunidades. La lista es larga: sacrificios humanos, infibulación, discriminación y maltrato de la mujer, aborto y un largo etcétera. Pretender defender tales usos o prácticas en nombre de la diversidad cultural sería un grave error.
En segundo lugar, la afirmación del Concilio nos recuerda que la cultura se sitúa en el orden del ser y no del tener. Y el hombre –lo sabemos– «vale más por lo que es que por lo que tiene» [7]. El hombre, y de modo análogo los pueblos y las naciones, valen más por el conjunto de sus valores morales y espirituales que por los índices de crecimiento económico e industrial, que a menudo dependen directamente de los primeros.
Estas consideraciones nos llevan directamente a la cuestión del fundamento de la cultura. Si la cultura se sitúa en relación al hombre y al ser, necesariamente ha de estar ligada a la cuestión de la verdad. Para la cultura occidental, en cuyo tronco supo injertarse la cultura mexicana con acentos y matices propios, la convicción del primado del ser sobre el obrar –operatur sequitur esse–, de la verdad sobre sus consecuencias prácticas, ha sido siempre una evidencia pacíficamente compartida, sobre la que reposaba todo el conjunto del orden social, del pensamiento y de las expresiones artísticas. En los últimos siglos, sin embargo, este orden se vio radicalmente alterado por la afirmación del primado de la acción sobre el ser, el mismo que lleva a decir al Fausto de Goethe, parafraseando el inicio del Evangelio según San Juan, «Im Anfang war die Tat! / Al principio era la acción». Fausto se convierte así en el precursor de las ideologías de la praxis que han dominado el mundo en el siglo pasado y cuyos influjos aún son perceptibles tanto en los regímenes totalitarios de inspiración marxista como en algunas modernas concepciones del mercado. Al primado de la acción y de la praxis, el cristiano opone el primer versículo del prólogo del cuarto Evangelio, que Fausto modifica conscientemente: en el principio existía la Palabra, existía el Logos. Uniendo en este versículo la doctrina bíblica sobre el origen del mundo y la rica tradición sapiencial del antiguo Israel con la reflexión de la filosofía griega que había logrado elevarse a la idea de un Dios trascendente, el apóstol Juan estaba colocando los cimientos de la civilización occidental, en la que juntan sus aguas Jerusalén y Atenas, la revelación bíblica y el genio filosófico griego.
Nos hallamos así ante dos modelos contrapuestos, dos modos de concebir el mundo y de situarse ante la realidad; en definitiva, dos culturas diferentes. Por una parte, la ideología de la praxis, de la eficacia y de la acción. Por otra, aquella que, inspirándose en el versículo de san Juan, podemos definir como «cultura de la palabra», según la bella expresión del Papa Benedicto XVIen su discurso a los representantes del mundo de la cultura en París, el pasado mes de septiembre [8]. Es ésta una definición que contiene en germen todo un programa intelectual y existencial para quienes trabajan en este campo. La cultura de la praxis aparece con todo el brillo seductor de la eficiencia, la energía, la acción. Frente a ella, la cultura de la palabra requiere la actitud de la acogida, la disposición interior a la escucha. Veamos cómo se presenta.
Ante todo, esta «cultura de la palabra» se nutre de la Sagrada Escritura, la Palabra que Dios ha dirigido a los hombres y que, a su vez, se sirve de la palabra humana, materializada en todas sus ricas y diversas expresiones, dando lugar así a las maravillosas manifestaciones de la cultura: la reflexión filosófica y teológica, la pintura y las artes decorativas, la arquitectura, la música y la poesía. ¿Qué cosa son nuestras catedrales, las hermosas iglesias del barroco mexicano, la música sagrada o la pintura, sino tímidos balbuceos con los que el hombre ha intentado plasmar la belleza y la hondura de la gran Palabra que viene de Dios?
Palabra, en segundo lugar, dice comunicación, diálogo, que tiene su hontanar último y recóndito en el eterno coloquio de la Trinidad, y que halla su reflejo en las relaciones entre los hombres. Como recordaba el Papa Benedicto XVI, «la Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una palabra que mira a la comunidad» [9]. A diferencia de otras concepciones religiosas, que buscan la salvación individual, liberando al individuo de todo vínculo con la realidad material, para el cristiano la Palabra «introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe», crea comunión. A la doble tentación de la exaltación individualista y de la masificación gregaria, el cristiano ofrece el modelo de la comunión, donde en la recíproca donación, la persona no se anula, sino que se enriquece.
Siendo cultura de la palabra, ésta es, al mismo tiempo, cultura del Logos, de la razón y, por tanto, en relación esencial con la verdad. La verdad, evocando al cardenal Newman, no se posee; se es poseído por ella. No se impone, se propone. Requiere del hombre la actitud de la docilidad, no la manipulación. Le exige contemplar el mundo, antes de pretender transformarlo. Por ello mismo, esta visión cristiana de la realidad, inspirada en la Escritura, es una apuesta por un mundo de sentido frente al absurdo de un devenir irracional guiado por las solas fuerzas de la materia.
Esta opción por el sentido nos coloca ante la alternativa última a la que, a fin de cuentas, se enfrenta el hombre, la alternativa entre la razón y la irracionalidad: saber si el mundo procede de la pura materia irracional, en cuyo caso la razón no sería más que un mero subproducto de la evolución ciega de la materia, o si, en cambio, en el origen del mundo hay un diseño inteligente, una razón, y ésta es entonces su guía y su meta [10]. Aceptar un mundo que se ha elaborado a sí mismo, que es un puro producto del azar, lleva, consecuentemente, a postular que la razón es, en el fondo, totalmente irracional, producto de la casualidad. Ni las leyes de la lógica ni de la matemática tendrían entonces más sentido que el de meras conveniencias. Lo cual, llevado hasta sus últimas consecuencias, comportaría la negación de la libertad misma: si el devenir del cosmos está regido por el azar y la necesidad, si no ha habido nunca nada más, la libertad humana no es sino una quimera y un sueño, y nuestras decisiones libres serían en realidad una ilusión.
En esta alternativa entre razón e irracionalidad, el cristianismo se presenta, por tanto, como la “cultura de la palabra” y la “religión del logos”, abriendo al hombre un camino nuevo. Resumiendo estos conceptos en su magistral lección en Ratisbona, el Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba que el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como Logos y ha actuado y actúa como Logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es «λογικη λατρε'ια», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1) [11].
En efecto, «sólo la razón creadora, que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede verdaderamente mostrarnos el camino» [12].
Palabra, comunión, verdad, amor: conceptos fundamentales para una cultura cristiana, para una paideia, que es el ideal en que los griegos cifraban el pleno desarrollo del hombre y que Roma tradujo como humanitas.
La síntesis barroca de América
Esta paideia cristiana dio lugar en México a una nueva síntesis cultural, que ha marcado su identidad. La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Puebla, calificó esta síntesis como «mestiza» [13]. Tanto este término como el vocablo «barroco» son dos palabras que no gozan de buena fama en nuestros días y son vistas con cierto desprecio. Nosotros, sin embargo, podemos reclamarlos con orgullo, como un título de honra, precisamente como la aportación específica a la cultura universal que México comparte con los pueblos latinoamericanos.
El ethos barroco es fundamentalmente una experiencia de mestizaje y si bien éste constituye un hecho incontestable, no todos aceptan que se convierta en el rasgo esencial de la identidad nacional, por lo que es rechazado desde diversas perspectivas ideológicas. Una cierta lectura de la historia, buscando preservar a toda costa la identidad indígena, denuncia el mestizaje como una forma de contaminación por parte de los pueblos europeos. De modo inverso, la lectura europeísta, queriendo salvar el carácter europeo de la cultura iberoamericana, ve en el contacto con las culturas amerindias y afroamericanas un mero episodio accidental, sin efectos sobre la cultura europea, más allá de un vago toque exótico. Ambas interpretaciones se ven obligadas a plantear la tesis del «desencuentro» entre europeos y amerindios o afroamericanos, para salvar la identidad de cada uno.
Habría que decir, sin embargo, que lo mestizo es la novedad del encuentro, el producto de la transformación de las culturas, que no son ya ni plenamente europeas ni puramente indígenas. Por ello, la categoría de mestizaje en México, como en el resto de América Latina, debería ser originaria y constitutiva, hasta tal punto que cuando se la olvida o explícitamente se la rechaza, con ella se abandona también el fundamento de la identidad, debiendo cada generación plantearse nuevamente el mismo problema. Acaso se halle aquí, en esta negación del mestizaje, tanto desde la perspectiva europeísta como indigenista, la causa de esa tendencia a vivir mirando hacia el pasado y discutiendo en permanente conflicto acerca de la propia identidad.
En este contexto, la extraordinaria devoción mariana de México –que llega a su culmen en las apariciones guadalupanas– me parece importantísima por el alcance que tiene, no sólo desde el punto de vista religioso sino también cultural, como verdadera clave de interpretación del barroco americano. En efecto, no existiendo una historia común que compartir entre los pueblos indígenas y europeos, la figura de María significó la posibilidad de autocomprenderse y de entender lo que estaba sucediendo. La imagen de la Santísima Virgen representaba la posibilidad de reconocer la unicidad de la condición humana más allá de sus limitaciones históricas o culturales, y su común origen, la pertenencia a la historia universal. En ella se venera también el encuentro entre Dios y el hombre, y se descubre en sus brazos la Palabra encarnada que se hace pan, que congrega a todos sin exclusión y satisface las necesidades de los hombres. El rostro mestizo de Nuestra Señora de Guadalupe resume en perfecta síntesis la esperanza de un futuro mejor, en la imagen de una mujer vestida de sol, a punto de dar a luz a un Dios cercano, y al mismo tiempo la dignidad de su condición y de su origen, que no se remonta a hazañas históricas de héroes legendarios, sino a la experiencia de encuentro entre pueblos y personas diversas. De ahí que el Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, escribiera que «el rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido la estrella y guía. Con su intercesión poderosa la evangelización podrá penetrar el corazón de los hombres y mujeres de América, e impregna sus culturas transformándolas desde dentro» [14].
Santa María de Guadalupe, por tanto, representa un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada. Más aún, podríamos decir que, así como la Biblia es el gran código de la cultura occidental, que puede servir de terreno común de entendimiento a creyentes y no creyentes, en cierto sentido, la imagen de la Virgen de Guadalupe constituye como el código simbólico de la cultura mexicana, como expresión de su identidad. Un símbolo que podría ser aceptable también para quienes no creen y, sin embargo, ven plasmada en aquella imagen el acervo de valores en los que fundar una comunidad de destino.
El gran divorcio
Siendo ésta la gran riqueza cultural de América, no puede por menos de sorprender «el gran divorcio» entre la cultura popular, que calificamos como la gran síntesis barroca y mestiza, con la cultura de las élites y las minorías dirigentes. Es paradójica la escisión entre la cultura ilustrada de las élites, que viven mirando a Europa o a Norteamérica, y la cultura barroca del pueblo.
Son muchos los factores que han contribuido a esta división, que ha conducido después a una especie de irrelevancia cultural de los católicos y de la Iglesia en el mundo de la cultura. A este tema quiso dedicar la Conferencia del Episcopado Mexicano un encuentro de trabajo sobre la Cultura Católica, organizado por las Comisiones Episcopales de Pastoral Social, de Educación y de Cultura, el año 1999, al que fueron invitados algunos representantes del mundo de la cultura [15]. Tomo de aquel encuentro algunas observaciones particularmente interesantes acerca de la situación de la cultura.
En primer lugar, habría que mencionar la persecución sufrida por la Iglesia en México. La Iglesia fue deliberadamente expulsada de los ámbitos públicos de creación de alta cultura, especialmente de la Universidad y del foro político. Liberales y revolucionarios aplicaron con éxito una estrategia de aislamiento, especialmente en el área de la educación. Este proceso, como sabemos, fue particularmente violento en el siglo XX, en el que se desencadenó una sangrienta represión contra la Iglesia.
Sería sin embargo equivocado atribuir toda la culpa a elementos externos y a la existencia de tramas de poder, ciertamente activas y poderosas, que persiguen eliminar la presencia de la Iglesia en la vida pública. Es necesario constatar también que los esfuerzos católicos para la producción de cultura han tenido, en general, un éxito mermado. Ha faltado en ocasiones la creatividad necesaria para dar vida a nuevas propuestas culturales. Mientras que Europa y América conocieron a finales del siglo XIX y principios del XX una explosión de creatividad en todos los órdenes –con notables reflejos en la vida cultural mexicana–, los católicos no siempre supieron integrarse adecuadamente en las vanguardias, ocupados como estaban en la defensa de su propia identidad. A ello se añade el hecho de que en México, como en los países bajo la influencia napoleónica, la teología desapareció de la vida universitaria. Paralelamente se verificó en algunos momentos un proceso de deterioro en la formación cultural de los sacerdotes.
La resultante de todos estos factores es que, mientras que en el pasado la Iglesia tuvo un papel destacado en la vida cultural de México, como en el resto de la cultura del Nuevo Mundo, con un especial florecimiento en los siglos XVI-XVIII, en la pasada centuria la Iglesia y los católicos apenas tuvieron incidencia en ella.
En el fondo de este panorama hay un problema más profundo, relacionado con la incapacidad para poner en práctica lo que el Papa Benedicto XVI, citando al filósofo Jürgen Habermas, llama «disposición al aprendizaje mutuo» [16], de modo que católicos y no católicos acepten escuchar las razones del otro.
Los participantes en el encuentro antes citado concluían que, si bien se puede afirmar que la alta cultura católica no ha tenido un gran influjo en México, y que ha dejado un vacío en la vida de la nación, gracias a Dios también se podían constatar nuevas y prometedoras realidades en las que la vivencia del Evangelio se manifiesta en la vida intelectual. Entre estos signos incipientes y esperanzadores se percibe una mayor participación de la Iglesia en la vida cultural, así como el acercamiento de figuras importantes de la cultura mexicana a la religiosidad católica. Se trata, en definitiva, de trabajar para que la cultura mexicana profundice en sus raíces, no necesariamente para imponer un canon moral o intelectual a los intelectuales y artistas, sino para complementar, enriquecer y acoger sus esfuerzos creativos. Se trata, en definitiva, de evangelizar la cultura.
Evangelizar la cultura
Esta situación de escisión interna de las culturas americanas constituye un factor de empobrecimiento, no sólo para la Iglesia, sino para el conjunto de la sociedad latinoamericana. Un pueblo privado de su identidad se ve permanentemente amenazado por nuevas formas de colonialismo cultural, que a la larga son fuente de tensiones. Por ello, a las cuatro columnas que el beato Juan XXIII proponía como punto de apoyo para la paz –la verdad, la libertad, la justicia y el amor– [17], habría que añadir una quinta, la cultura. No puede haber paz ni progreso auténticos ignorando o destruyendo la cultura de un pueblo. A lo largo de los últimos decenios, el Estado y el mercado han ido ocupando con eficacia el ámbito de las instituciones y de la vida pública. Pero ni el uno ni el otro son capaces de ofrecer al hombre el sentido profundo de su existencia, que no se esclarece ni por su adhesión a una opción política, ni por el desempeño de una profesión, ni por el éxito económico.
La evangelización de la cultura en México y Latinoamérica, como en otras partes del mundo, es hoy más urgente que nunca. Así como el primer anuncio del Evangelio fue, ante todo, un encuentro entre culturas, es necesario hoy un nuevo anuncio que tenga entre sus prioridades a la cultura. Mientras no iluminemos con el Evangelio el alma de la cultura, no podemos esperar la transformación tan anhelada de nuestros pueblos.
La pastoral de la cultura en sus múltiples expresiones no tiene otro objetivo que inspirar con la fuerza de la Palabra de Dios la existencia cristiana en todas sus dimensiones, no sólo en el ámbito privado de la conciencia. No se trata de un complemento de lujo, una atención aislada a ciertas élites de intelectuales, que no haría sino perpetuar su desconexión con el resto de la sociedad. Se trata más bien de una dimensión necesaria propia de cualquier otro tipo de acción evangelizadora.
Conclusión
Tenemos ante nosotros un desafío apasionante y hermoso. Dar a luz una nueva cultura cristiana en este comienzo del Tercer Milenio, ser los autores de una nueva síntesis entre la fe y la cultura de nuestro tiempo, abrir horizontes fecundos, acabar con tópicos inútiles y estériles. La Iglesia, conocedora como ninguna otra institución del alma del pueblo, porque ha acompañado su crecimiento y siempre ha respondido a sus dificultades, quiere de nuevo aprovechar las fuerzas que le vienen de lo alto para ofrecer una realidad original, no quimérica, sino nacida de la transformación del corazón del hombre. El cambio que necesitamos no es una simple mutación de estructuras: unas pueden sustituir a otras, pero siempre serán portadoras de respuestas no definitivas. Sólo el Evangelio puede engendrar el hombre nuevo que genere a su vez estructuras nacidas de la verdad y del amor. La Iglesia recoge este reto y, como en otras épocas de su ya bimilenaria historia, se lanza con los ojos puestos en Jesús y con la fuerza transformadora del Espíritu Santo a promover con ahínco todo lo que favorezca y salvaguarde la dignidad del hombre y promueva el bien común de la entera sociedad. Ella conoce su pequeñez y pobres medios, pero es consciente de que su fuerza le viene del Señor, que no se deja ganar en generosidad y es capaz de robustecer lo débil.
Ahora bien, este proceso de transformación se debe realizar gradualmente. Es necesario partir de comienzos modestos y, a través de una acción capilar, aspirar a la transformación y enriquecimiento de la cultura, sin despreciar los pequeños logros. Es mejor encender una pequeña candela, que maldecir de la oscuridad. En este sentido, el beato Federico Ozanam, defendiendo la acción que llevaban a cabo las Conferencias de San Vicente de Paúl, solía responder a quien le objetaba que con humildes acciones no se resolvía el problema social: «antes de hacer el bien común, podemos lograr el bien de alguien; antes de regenerar Francia, podemos ayudar a alguno de estos pobres».
Para ello juega a favor un fondo de religiosidad popular que la ola de secularismo todavía no ha logrado apagar. Acaso pueda parecer una caña quebrada o una mecha vacilante, pero es siempre un punto de arranque para la tarea de la evangelización. Así lo han entendido siempre los santos. El mismo Ozanam, en medio de los tumultuosos acontecimientos revolucionarios de 1848, no dejó de percibir este fondo de fe en el pueblo: «Es en el pueblo donde yo veo aún bastante fe y moralidad como para salvar una sociedad en la que las clases altas se han perdido. No convertiremos a Atila y a Genserico, pero gracias a Dios, quizá lo logremos con los hunos y los vándalos» [18].
No todo está perdido. No hay tiempo para el desaliento. Nada ganamos con dejarnos vencer por la inercia o la rutina. No podemos cruzarnos de brazos pensando que cualquier esfuerzo en el terreno cultural es fatiga inútil o empresa imposible.
Si queremos ser fermentos de una nueva cultura, hemos de comenzar por abrir el corazón a la pujante acción del Espíritu de Jesucristo que, divinizándolo, no lo despoja de lo humano, sino que lo enaltece, purificándolo y transformándolo. No quisiera que parezca ingenua o poco realista esta invitación a no dejarse superar por las dificultades y optar por la superación y la santidad. No es sino un eco de la que el recordado Papa Juan Pablo II dirigió a toda la Iglesia en su carta Novo millennio ineunte. Es la invitación a contemplar más intensamente el rostro de Cristo y entrar en intimidad con Él, a hacer de la santidad el programa de la renovación de la Iglesia y, por tanto también, de la pastoral de la cultura. La santidad crea belleza, despeja caminos, hace aflorar propuestas, genera fuerzas y proporciona esperanzadas razones. A todos ustedes, queridos amigos, permítanme que les repita las mismas palabras que el Señor dirigió a un Pedro fatigado y desalentado tras una noche de trabajo infructuoso: «Duc in altum! / Rema mar adentro!», para responder con el humilde pescador de Galilea: «Señor, en tu nombre, echaré las redes» (cf. Lc 5, 1-11).