San Alberto Hurtado, sacerdote, ha pasado a la historia como el ángel de Getsemaní que consuela al Cristo Místico de las clases altas y de las clases bajas, que vivió desde el amor y para el amor, que extendió entre sus semejantes la convicción de que Dios los amaba hasta el extremo de morir en la cruz por ellos.

El 21 de febrero de 1940, en un paso importante hacia la plenitud del reconocimiento de esta mujer «que amó exclusivamente a la Iglesia» –como dirá más tarde de ella Juan Pablo II (ver recuadro)– la Sagrada Congregación del Culto Divino aprobó lo realizado y estableció la celebración de su festividad con oficio propio.

Se hizo patente que hombres que en el decurso del Concilio parecían aunarse en un conjunto de tesis sobre la renovación de la teología y de la vida de la Iglesia, comprobaban después –ellos mismos– que su sentido de la Iglesia difería, que los caminos de comprensión de la fe se distanciaban. La cuestión que estaba en el fondo del drama era, en efecto, la interpretación del Concilio, sobre todo a la hora de comprender la posición del cristiano en la historia y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. 

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